
15 ene. 2025
Universalismo y geopolítica
José Pardo de Santayana
Introducción
¿Existen unos valores universales aplicables a toda la humanidad?, ¿cuáles son estos valores?, ¿cómo y quién los determina?, ¿son los valores que Occidente defiende universales? Estas son cuestiones que han saltado del ámbito teórico y filosófico al de la geopolítica y están alcanzando enorme vigencia. Según se articule la respuesta, así también quedará condicionada la reacción estratégica a la gran contienda que enfrenta a las grandes potencias y sus aliados.
Hay un consenso bastante generalizado de que el mundo está pasando el momento más peligroso desde mediados de la Guerra Fría. Nuestro tiempo está siendo sometido a crecientes tensiones como consecuencia de las pugnas por la configuración del futuro orden internacional. Mientras desde Occidente se defiende un sistema global inspirado en valores universales, el resto del mundo rechaza tanto que las potencias occidentales lo configuren, como que estas determinen e impongan al resto del mundo su sistema de valores.
Desde su origen medieval, Occidente siempre ha tenido una concepción universalista de los valores que articulan su cultura y la vida de sus sociedades. A pesar de los vaivenes de la historia, esta convicción siempre ha permanecido. Ninguna otra civilización la ha igualado en la concepción de la misma dignidad, libertad y racionalidad de todos los seres humanos.
A ello hay que añadir que, desde hace cinco siglos y hasta hace menos de una década, el mundo ha vivido un proceso de progresiva occidentalización. La aplastante victoria del bloque capitalista sobre su alternativa socialista hizo pensar a muchos que el mundo marchaba inexorablemente hacia la adopción universal del modelo liberal democrático de inspiración occidental.
Sin embargo, en los últimos años, el proceso de occidentalización se ha detenido y ahora parece marchar en dirección contraria. En las potencias occidentales domina la idea de que hay que empeñarse en la defensa del orden liberal basado en reglas. Sin embargo, como afirmó tras la invasión rusa de Ucrania, Alexander Stubb, actual presidente de Finlandia, las tres décadas de vacaciones de la historia han acabado y ahora nos encontramos en un nuevo desorden mundial1. Por otra parte, los valores y las creencias se pueden proponer, pero no imponer. Al intentarlo, se intensifica la resistencia del resto del mundo que coopera para oponerse.
Este documento pretende reflexionar sobre la arraigada convicción universalista de las naciones occidentales y buscar una respuesta que, sin renunciar al fondo de la cuestión, promueva un sistema internacional más pragmático que invierta la sintonía de todos contra el empeño de Occidente de imponer sus valores. Todo ello, además, en un momento donde parece que las sociedades occidentales hayan perdido la brújula de sus propias referencias. Asimismo, se afirma el derecho de todas las partes a participar en la configuración del sistema internacional para que sea propiamente eso, internacional.
Las raíces universalistas de Occidente
Rompiendo con su pasado mitológico y particularista, desde la revolución filosófica de la Grecia clásica, todas las raíces de la cultura occidental tienen un enfoque universalista. Aquellos griegos empezaron por darle al mundo su nombre propio y eligieron el término kosmos, que quiere decir belleza (de donde procede también la palabra cosmético) y orden o la belleza resultante del orden2. De ese orden admirable dedujeron un mundo regido por una ley natural de carácter universal dentro de una jerarquía cósmica. En oposición a los sofistas, Platón defendía que tanto las cuestiones de la ética (los ideales del bien, de la justicia, de la sabiduría…) como de la metafísica son objetivas, universales, necesarias e inmutables3.
Para Aristóteles el cosmos era jerárquico y, aunque sometido a una ley natural universal, no era igualitario (la igualdad no aparece en el orden de la naturaleza), lo que, por ejemplo, justificaba la esclavitud.
La tradición griega se fusionó con la cristiana en el Imperio romano, iniciándose un maridaje de fe cristina y razón griega que duraría mil quinientos años. En la Edad Media el mundo cosmocéntrico dio paso a uno teocéntrico. En aquella época, se consideraba tanto al cosmos como al hombre en relación con el Dios creador. De ese modo, se utilizaba el término «creación» en vez de «cosmos» y se hablaba del ser humano como una criatura de Dios4.
El mundo medieval era católico y para los cristianos todos los seres humanos son hermanos e hijos de un mismo Dios, sin distinguir creyentes de no creyentes. Según el cristianismo, no es el hecho de compartir una misma fe, sino la filiación divina la fuente de una misma dignidad como persona de todos los seres humanos. Por otra parte, el término «católico» en griego significa universal. Así, tanto por razones filosóficas como teológicas, Occidente nacerá con unas bases inequívocamente universalistas. De ese modo, el principio de igual dignidad humana aplicado con carácter universal se defenderá en Occidente con más fuerza y convicción que en ninguna otra civilización.
La revolución protestante rompió la unidad del orden medieval, pero mantuvo la vocación universalista, si bien la idea de predestinación calvinista debilita el principio de igual dignidad de todos los seres humanos.
En aquella misma época en que se conmocionaron los cimientos sobre los que se sustentaba la república cristiana y, como consecuencia del descubrimiento de América, se abrían nuevos horizontes al hombre moderno, Francisco de Vitoria y la Escuela de Salamanca dieron una respuesta concreta y universal al nuevo orbe global emergente.
«Vitoria alumbró la idea innovadora y precursora, de que existen unas normas comunes a todas las naciones —un derecho internacional— y unas libertades y derechos fundamentales basados en la igual racionalidad humana. […] El teólogo y jurista salmantino fue el primer pensador de la globalización característica de la constelación moderna»5.
La Revolución francesa rompió tanto con los fundamentos filosóficos de la Grecia clásica como con los teológicos del cristianismo y, no obstante, se mantuvo fiel a la concepción universalista en sus premisas ideológicas como un proceso emancipatorio con vocación global.
Sin embargo, el Occidente moderno no es una realidad monolítica y en su seno conviven diversas cosmovisiones: unas transformadoras, que se cuestionan a sí mismas según evolucionan, y otras tradicionales. Jacques Barzun insiste en que la idea de cultura occidental como un bloque sólido con un solo significado es contraria a los hechos, «Occidente es la civilización mestiza por excelencia, […] es unidad combinada con diversidad». Como mejor se define es como «una innumerable secuencia de opuestos: en religión, en política, en arte, en moral y costumbres que perviven más allá del primer momento de conflicto»6.
Con todo ello, el universalismo sigue siendo hasta nuestros días una característica propia de la cultura occidental. Cuando en estos países se filosofa o se debate con hondura sobre las cuestiones humanas, incluso dentro de la pluralidad de sus concepciones, se hace siempre con una perspectiva global y en su alcance no se distingue a unas culturas o razas de otras.
Ninguna otra civilización hace una afirmación tan categórica de esta materia. Quizá el islam sea el que más se acerque a ella. En el caso de China vemos como su partido comunista habla de socialismo «con características chinas» y utiliza ese mismo «estribillo» para otras muchas categorías, considerando que lo que es adecuado para dicho país no tiene por qué serlo para el resto del mundo. Los países de tradición ortodoxa, al tener la religión un carácter nacional, desdibujan la interpretación universalista propia del cristianismo.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948 fue un momento de gran lucidez, un logro asombroso y esperanzador que, aunque tiene una clara inspiración occidental, contó con un consenso muy amplio.
La progresiva occidentalización del mundo
Además de concebir el mundo en términos universales, los pequeños reinos del Viejo Continente se extendieron por el mundo en un proceso de progresiva occidentalización.
Desde el siglo XVI, gracias al dominio de los grandes océanos y al establecimiento de rutas comerciales a través de estos, los reinos europeos iniciaron un proceso de creciente globalización que, por primera vez en la historia, puso en contacto directo a las poblaciones de Asia y Europa, además de, lógicamente, América y, con el tiempo, también África.
Gracias a la revolución científica, iniciada a mediados del aquel siglo, las potencias europeas se adelantaron al resto del mundo en innovación, lo que les dio una ventaja material y militar destacada. Antes de que irrumpiera la Revolución Industrial, los imperios europeos se habían hecho con el dominio de América y amplias zonas de Oceanía y Asia, incorporado a sus esferas de influencia territorios que, anteriormente, habían ejercido de tributarios del Imperio chino.
China, Corea y Japón se resistieron a la influencia occidental, pero, a mediados del siglo XIX, terminaron por claudicar ante las cañoneras británicas y norteamericanas. A partir de entonces, toda sociedad que quiso modernizarse, empezando por Japón, lo hizo siguiendo los patrones establecidos por las sociedades occidentales.
El mundo fue adoptando sus ideas y usos. Así, las grandes referencias que articulan la comunidad internacional son de origen europeo: usos como el modo de vestir, conceptos políticos como el Estado, instrumentos de relación como la diplomacia, métodos de conocimiento como la ciencia, medios de desplazamiento como el avión, expresiones artísticas como el cine, el inglés como la lingua franca…
En los siglos XIX y XX, la abrumadora pujanza material de las potencias occidentales permitió que estas terminaran por repartirse el mundo hasta que las guerras mundiales, y la consiguiente debilidad de las metrópolis, favorecieran el proceso de descolonización.
Tras la última de aquellas grandes guerras, el mundo quedó dividido en dos cosmovisiones rivales e irreconciliables. El abrupto final de la Guerra Fría creó un espejismo que hizo parecer que globalización, occidentalización y modernización eran categorías equivalentes y que la historia marchaba inexorablemente hacia la adopción universal del modelo liberal democrático de inspiración occidental, a lo que Fukuyama llamó el «fin de la historia».
Como consecuencia de lo anterior, en las sociedades occidentales ganó gran predicamento la interpretación que identifica los principios que Occidente representa con una visión del mundo más extensa.
«La occidentalización del mundo tiende a fundirse en una agenda global más amplia en la que pierde sus contornos occidentales y en la que necesariamente deben participar actores extraoccidentales e incluso antioccidentales. Este enfoque nos sitúa ante la paradoja de que, en la medida en que los valores occidentales triunfan y se universalizan, dejan de ser propiamente occidentales»7.
El punto débil de este planteamiento es que fuera de Occidente pocos lo entienden así. Además, desde finales de la década anterior, se ha puesto de manifiesto que la occidentalización del mundo no solo se ha detenido, sino que parece marchar en dirección contraria. Así, en 2020, la Conferencia de Seguridad de Múnich tituló su informe «Westlessness» (menos Occidente), poniendo de manifiesto que la ilusión de un mundo globalizado según los patrones occidentales se ha desvanecido.
Era evidente que en el mundo islámico, dentro de una gran variedad de casos, había gran resistencia a los valores occidentales, pero se trataba de países menos influyentes y la democratización exitosa de algunos de dichos países hacía pensar que las tornas podían cambiar. La clave estaba pues en lo que ocurriera en China, un país enorme con una posición central en Asia y llamado a seguir creciendo y a ganar en influencia global.
Pues bien, el Partido Comunista Chino había tomado hacía tiempo la decisión de modernizarse sin occidentalizarse, autorreferenciándose en su propia historia y cultura, tomando de los modelos foráneos solo aspectos parciales. Sin embargo, en las sociedades occidentales existía la convicción de que, para modernizarse plenamente, Pekín tendría que terminar democratizándose.
«Durante décadas, la opinión generalizada en EE.UU. fue que era solo cuestión de tiempo que China se volviera más liberal, primero económica y luego políticamente. No podíamos haber estado más equivocados: un error de cálculo que constituye el mayor fracaso de la política exterior estadounidense desde la década de 1930. ¿Cómo pudimos cometer semejante error? Principalmente por ignorar la ideología del Partido Comunista Chino. En lugar de escuchar a los dirigentes del PCCh y leer sus documentos clave, creímos lo que queríamos creer»8.
La reacción del resto del mundo
Todas estas disquisiciones previas tienen ahora una relevancia geopolítica de primer orden porque estamos siendo testigos de una pugna por la configuración del futuro orden internacional9 y el reconocimiento o rechazo de unos valores de carácter universal es una parte sustancial de dicha disputa. A la intensa rivalidad entre EE.UU. y las potencias revisionistas, China y Rusia, con sus respectivos sistemas de alianzas, se suman también otras potencias y regiones que reclaman que su voz sea también escuchada.
En las potencias occidentales todavía se sigue hablando de la defensa de un orden liberal basado en normas, a pesar de que este ha sido superado por la emergencia de un mundo multipolar. Ya en 2019, el Strategic Survey del IISS afirmaba que «un orden mundial basado en normas ya es solo objeto de nostalgia estratégica occidental»10.
Occidente, que ha gozado durante mucho tiempo de una supremacía incontestable, ya no puede determinar por sí mismo el sistema internacional. Intentarlo es un esfuerzo baldío y contraproducente, porque, como muestran los hechos, aglutina a gran parte del resto del mundo en el sentido contrario.
Samir Puri en su reciente libro Westlessness: The Great Global Rebalancing afirma que es innegable que Occidente ha perdido poder e influencia sobre el resto del mundo y aunque seguirá teniendo gran peso en los asuntos globales no recuperará el grado de dominio del que disfrutó hasta hace pocos años11. El proceso de pérdida de poder relativo probablemente continuará, condicionado además por las tendencias demográficas desfavorables a la mayoría de las sociedades occidentales, siendo EE.UU. la gran excepción12.
A diferencia de la Guerra Fría en que el alineamiento estratégico suponía un posicionamiento ideológico, en la actualidad la oposición a Occidente se hace desde cosmovisiones muy distintas y en muchos casos opuestas. Lo que une a todos ellos es la idea de que cada sociedad tiene el derecho de elegir sus propios valores de referencia sin interferencia externa y la determinación de que en la configuración del futuro sistema internacional se cuente con las demás regiones del mundo.
Además, los valores de occidente se interpretan como una forma de dominio, lo que, en buena medida, no deja de ser cierto. Quién impone o determina los valores, gana poder e influencia sobre los demás.
Todo ello ha hecho que Pekín y Moscú encuentren un apoyo indirecto en las naciones del sur global para hacer resistencia a los designios estratégicos de las potencias occidentales. Ambas capitales se esfuerzan, además, en potenciar en aquellas naciones los resentimientos antioccidentales de la época imperialista y colonialista.
Raja Mohan advierte:
«El sur global engloba países con intereses e ideologías tan variados que puede que el término ya no sea una herramienta útil. Sin embargo, si el mundo occidental espera contrarrestar la creciente agresividad de Rusia y China, reconstruir relaciones sólidas con estos países es más importante que nunca»13.
Brzezinski ya había anticipado en 2008, en lo que denominó The global political awakening14, la importancia geopolítica que el mundo en desarrollo estaba adquiriendo:
«De la misma manera como la Revolución francesa hizo a la totalidad de la sociedad francesa consciente de su protagonismo político, la revolución de la globalización ha hecho que, por primera vez en la historia, la mayor parte de la humanidad esté políticamente activada, sea políticamente consciente y esté políticamente interconectada».
De ese modo, las naciones del nuevo sur se han vuelto conscientes de que son sujetos y no solo objetos del sistema internacional y quieren participar en su configuración.
Un problema suplementario es que para poder afirmar que unos valores son universales se necesita que ocurra al menos una de las dos siguientes condiciones: que sean considerados como tales por una mayoría significativa del mundo o que descansen sobre unos fundamentos sólidos de validez global basándose en la igual dignidad, libertad y racionalidad de todo ser humano.
Pues bien, la primera condición es obvio que no se cumple, y para que la segunda se cumpliera sería necesario que los valores que Occidente defiende fueran permanentes, algo que tampoco es el caso. Por el contrario, los valores de occidentales, más allá de la propia diversidad interna, han sufrido una importante evolución que se ha acelerado en las últimas décadas.
Ciertamente, la opinión dominante en las sociedades occidentales es que, partiendo de Kant, los valores son determinados desde la autonomía moral de la persona. Así, de la misma manera que se establecen, también se pueden modificar, haciendo que las sociedades progresen. A este planteamiento se le pueden hacer dos objeciones: por una parte, el progreso es un concepto bastante plural y habría que convenir quién lo determina o acordar a Occidente el principio de infalibilidad; por otra, no se puede pretender que, confundiendo a la parte con el todo, el resto del mundo acepte que la voluntad autónomamente manifestada en el seno de las sociedades occidentales tenga necesariamente que tener alcance universal. De ser así, todas las naciones quedarían jerárquicamente subordinadas al referente moral occidental, que es precisamente a lo que el resto del mundo se está resistiendo.
Otro punto débil de la vocación universalista de Occidente es que resulta contradictoria con su relativismo filosófico imperante. Alexader Dugin, por ejemplo, explota esta circunstancia en su Cuarta teoría política15. Tomando del posmodernismo occidental la idea de que la verdad es relativa, reclama el derecho de Rusia a tener su propia verdad, diferente a la de Occidente y a la de otros lugares del mundo. Desde dicha perspectiva, interpreta a la Federación Rusa como líder de un amplio espacio de civilización rusa y al mundo como un grupo diverso de civilizaciones que resisten al universalismo occidental.
A todo ello hay que añadir que las diferencias ideológicas dentro de Occidente se están acentuando con disputas que alcanzan un carácter cada vez más bronco, dando lugar a una extrema polarización. En EE.UU. se habla incluso de una sociedad disfuncional:
«Dos tercios de los estadounidenses creen que el país va por mal camino y casi el 70% califica la economía de «no buena» o «mala». La confianza pública en el gobierno ha caído a la mitad, del 40% en 2000 a solo el 20% en la actualidad. El amor a la patria también se está desvaneciendo: solo el 38% de los estadounidenses afirma que el patriotismo es «muy importante» para ellos, frente al 70% en 2000. La polarización en el Congreso ha alcanzado su punto más alto desde la Reconstrucción y han aumentado las amenazas de violencia contra los políticos. El presidente Trump se enfrentó a dos intentos de asesinato en su camino para recuperar la Casa Blanca […]. Algunos estudiosos establecen paralelismos entre EE.UU. y la Alemania de Weimar, otros los comparan con la URSS en sus últimos años: una gerontocracia frágil que se pudre desde dentro y se afirma también que el país está al borde de una guerra civil»16.
Esto no solo dificulta reconocer cuales son realmente los valores de Occidente, sino que debilita tanto su carácter universal como el atractivo que suponen para otras sociedades.
Posible respuesta
El mundo se ha vuelto mucho más complejo y, tal como indica el PIB PPA de las principales potencias (gráfico 1), con el poder crecientemente más repartido. Las potencias revisionistas están dispuestas a dar la batalla si esta se les ofrece y el sur global no desea verse arrastrado a las disputas entre los bloques enfrentados. La mayoría de los actores están reforzando su propia identidad, con un auge claro del nacionalismo, en algunos casos con nostalgias de un pasado imperial.
Los errores que se cometan en la gestión estratégica de este desorden mundial tendrán consecuencias mucho más graves por el contexto de rivalidad y las guerras que nos envuelven. Como norma general, no se deben dar las batallas que no se van a ganar. Hay que empezar por aceptar que vivimos en una época sustancialmente distinta a la anterior, en un periodo de transición hacia un sistema internacional todavía sin definir, sometido a las turbulencias de un proceso de gestación.
País | FMI en 2424 | Banco Mundial en 2023 | CIA en 2023 | |
Mundo | 185 677 122 | 184 653 679 | 165 804 000 | |
1 | China | 37 070 000 | 34 643 706 | 31 227 000 |
2 | EE. UU. | 29 170 000 | 27 360 935 | 24 662 000 |
3 | India | 16 024 460 | 14 537 383 | 13 104 000 |
4 | Rusia | 6 910 000 | 6 452 309 | 5 816 000 |
5 | Japón | 6 570 000 | 6 251 558 | 5 761 000 |
6 | Alemania | 6 020 000 | 5 857 856 | 5 230 000 |
7 | Brasil | 4 702 004 | 4 456 611 | 4 016 000 |
8 | Indonesia | 4 661 542 | 4 333 084 | 3 906 000 |
9 | Francia | 4 360 000 | 4 169 071 | 3 764 000 |
10 | Reino Unido | 4 280 000 | 4 026 241 | 3 700 000 |
Gráfico 1. PIB de las principales potencias en paridad de poder adquisitivo (PPA), las de alineamiento occidental en azul claro. Fuente: elaboración propia
En estas circunstancias, lo esencial es recuperar la coherencia dentro de las propias sociedades y es allí donde hay que centrar el esfuerzo por preservar y desarrollar los valores propios de Occidente. Sin renunciar a la vocación universalista, el paternalismo de Occidente tendría que dar paso a una actitud de regeneración, ejemplaridad y virtud como principal modo de influencia, teniendo paciencia y confiando en que, cuando pase la tormenta, los mejores modelos terminen prevaleciendo.
Una prioridad debería ser recuperar la confianza y la complicidad con amplias regiones del mundo, cuya principal preocupación es el desarrollo de sus propias sociedades. Para ello se necesita mucha más empatía y llevar la relación a un plano de igualdad basado en los grandes retos comunes y los intereses legítimos de las partes. Un consenso de mínimos puede ser una buena manera de empezar. Allí donde las diferencias sean insalvables, se debe buscar una fórmula de coexistencia con medidas de confianza que eviten que las rivalidades sigan creciendo. Todo ello sin perder la fe en la humanidad y en la existencia de unos valores universales que se fundamentan en la dignidad e igualdad de todos los seres humanos./p>
Conclusión
Las sociedades occidentales son universalistas. Así ha sido desde sus orígenes medievales europeos y sus raíces clásicas y cristianas hasta nuestros días. Asimismo, desde el siglo XVI, las potencias europeas y, después, también EE.UU. han ido occidentalizando el mundo al ritmo que lo iban dominando. Sus valores y modelos se fueron adoptando cada vez a mayor escala, haciendo pensar que globalización, modernización y occidentalización eran categorías equivalentes.
Sin embargo, este proceso se ha detenido y ahora el mundo parece marchar en dirección contraria. La oposición enconada de China y Rusia al sistema internacional unipolar, vigente hasta hace unos pocos años, ha desembocado en un bronco sistema multipolar.
En la pugna por la definición del futuro orden mundial, el sur global reclama su lugar al sol y también se opone a que este se configure según los parámetros y referencias occidentales.
No obstante, las potencias occidentales, desde sus convicciones universalistas, no renuncian a que sus valores democráticos se constituyan como el referente del futuro orden global.
El hecho es que el mundo es cada vez más complejo y el poder está mucho más distribuido. Ninguna de las partes que lo constituyen, ni siquiera un gran bloque que agrupara a todas las naciones occidentales y sus más estrechos aliados, podría configurar el sistema internacional sin incorporar en el proceso a los otros actores.
Empeñarse en ello únicamente seguirá acercando entre si al resto del mundo para oponerse con determinación al designio occidental. Quizás haya llegado el momento de cambiar de estrategia, mirar al resto del mundo desde un plano de igualdad y, sin renunciar a la vocación universalista, buscar unos consensos mínimos sobre los que construir una entente internacional posibilista. Las profundas divisiones internas dentro de Occidente, que nacen de desavenencias en el ámbito de los valores, lo hacen aún más urgente.
José Pardo de Santayana
Coronel de Artillería DEM
Coordinador de Investigación del IEEE
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Universalismo y geopolítica ( 0,27 MB )
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Universalism and geopolitics ( 0,28 MB )
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