22 oct. 2024
Los fundamentos de la acción exterior de Estados Unidos
Florentino Portero
La cultura política
Nos recordaba José Ortega y Gasset con su famoso «yo soy yo y mis circunstancias» que cada uno de nosotros está determinado, en mayor o menor medida, por su entorno. No somos robots capaces de crecer y formarnos de manera autónoma. Somos seres sociales que crecemos y nos formamos en un medio cultural determinado y de ese medio recibimos valores, principios, prejuicios, visiones, anhelos…
Pero ese entorno no es algo estático. El propio Ortega nos recordaba que el ser humano es, fundamentalmente, un ser histórico. En realidad, solo tenemos pasado. El presente es un instante y el futuro está por llegar. Nuestro entorno es el resultado de nuestras vivencias y las de nuestros antepasados a través del filtro de la conciencia colectiva. Todo ello conforma lo que los antropólogos denominan una «cultura». Los estadounidenses, como nosotros, formamos parte de una cultura que denominamos Occidente. Utilizamos el término «Occidente» para referirnos a un conjunto de Estados crecidos a partir del legado grecolatino y el ideario judeocristiano. Pero somos muy conscientes de que las historias de estos Estados han sido diferentes, de ahí que sus culturas políticas difieran. Así, en el marco de la cultura occidental podemos distinguir subculturas nacionales con signos identitarios propios.
La relación entre una sociedad y el ejercicio del poder es lo que denominamos cultura política. Es importante subrayar la unicidad de la política. No hay política interior, exterior, económica o de defensa. Solo hay política, que se expresará de manera específica en cada uno de esos escenarios. De ahí que, si queremos entender la política exterior de EE. UU., debemos tener muy presentes los rasgos fundamentales de su cultura política, condicionados por una historia única. El desarrollo de una política es un ejercicio humano y, por lo tanto, sometido a un conjunto de valores e intereses muchas veces contradictorios. La profesionalidad de una acción exterior tratará de conjugar, de la mejor manera posible, esas contradicciones.
Rasgos característicos de su cultura internacional
EE.UU. es el resultado del levantamiento de un conjunto de colonias frente a su metrópoli por no respetar los derechos ciudadanos de los colonos. De esta experiencia se derivan dos características esenciales de la cultura política de este país: democracia y antiimperalismo. En Europa todavía queda un resto de lo que fue un comportamiento muy característico de nuestras sociedades durante siglos, la idea de que los grandes temas de la política exterior y de la defensa debían ser tratados con discreción por una minoría muy cualificada, formada por miembros destacados del Gobierno junto con diplomáticos y militares experimentados. Por el contrario, la cultura norteamericana considera que la ciudadanía tiene el derecho de intervenir en estos procesos en todo momento, alterando, si fuera el caso, la ejecución de una determinada política u operación militar. El tiempo ha demostrado lo que tanto Churchill como Kissinger denunciaron, la ausencia de «paciencia estratégica», que lleva a exponer a los propios aliados a situaciones de abandono. Negociar y acordar una política con la administración norteamericana implica un riesgo mucho mayor que hacerlo con Rusia o China, Estados poco ejemplares en cuanto al respeto de los derechos humanos, pero con unas élites políticas que, por dictatoriales, están en condiciones de mantener una posición en el tiempo.
La sociedad internacional percibe a Estados Unidos como un imperio, uno contemporáneo adaptado a las circunstancias de nuestro tiempo. Sin embargo, esta afirmación resulta insultante para un norteamericano. Como miembro de una antigua colonia rechaza que una potencia ocupe o incorpore a su espacio de soberanía un territorio ajeno. Es más, como quedó patente en la crisis de Suez, a la sociedad norteamericana le provoca rechazo el reflejo neocolonial, muy característico de algunos Estados europeos, que lleva a intervenir en otro Estado para imponer intereses propios. En su mentalidad, imperialismo se vincula a la ocupación de territorios y a la sumisión de pueblos. Como ha quedado patente en el debate abierto en ese país por el británico Niall Ferguson, el ciudadano se siente orgulloso partícipe de una gran potencia. Con cierto escepticismo, sobre todo ahora, puede aceptar la propuesta del analista y político francés, Hubert Védrine, de considerar a su país una «hiperpotencia», pero nunca un imperio. Estados Unidos ejerce influencia para contener la expansión de idearios totalitarios y para promocionar la democracia y la economía de libre mercado, pero no incorpora territorios ajenos.
Las colonias tuvieron su origen en europeos que abandonaban sus países de origen buscando una alternativa a las formas de convivencia y organización social que habían conocido. Asociaban la presencia constante de la guerra, con todas sus consecuencias sociales y económicas, a los sistemas de organización política europeos. Para ellos, el Viejo Continente era un problema en sí mismo, luego las nuevas colonias debían dar la espalda a esa realidad. Aislarse era, y es, la garantía de bienestar.
Para muchos colonos la independencia representaba la oportunidad de crear una sociedad que de verdad siguiera el mandato del Señor, una sociedad auténticamente cristiana. Las colonias serían el refugio de muchas de las corrientes cristianas disidentes, que impregnarán el discurso político hasta nuestros días. A partir de esta visión se trasciende desde la teología a la diplomacia. El papel de EE. UU. en el mundo no será el de conquistar territorios distantes, imperialismo, sino el de guiar desde el ejemplo. La «ciudad sobre la colina» (Mt. 5) actuará como faro del mundo, de las gentes que buscan la paz y el progreso desde el respeto a la dignidad humana. Estamos ante lo que se dio en llamar tras la Segunda Guerra Mundial el «american way of live».
Con el paso del tiempo, Estados Unidos se ha convertido en una gran potencia, con la economía más dinámica del planeta. Sin embargo, a diferencia de lo ocurrido en Europa, la paz social en Estados Unidos no se ha logrado mediante la constitución de un «Estado de bienestar» público, sino gracias a un constante progreso económico que ha permitido a sus ciudadanos contratar los servicios que consideraran oportunos y en las condiciones que piensan les conviene. Ese progreso se fundamenta en la actividad comercial, con una inevitable dimensión naval. El norteamericano cree en la iniciativa individual y confía en poder acceder a mercados internacionales como fundamento de su modelo de bienestar y convivencia.
Las Fuerzas Armadas son el pueblo en armas. Tras la independencia, los ejércitos fueron disueltos, hasta chocar con la realidad de que no era posible desarrollar una actividad comercial sin el respaldo de la Armada. Cuando en 1801 un buque norteamericano fue detenido por los piratas berberiscos, que exigieron un rescate a cambio de su liberación, la respuesta fue hacer uso de la fuerza para garantizar la seguridad jurídica de sus comerciantes. La riqueza de Estados Unidos, su paz social, pasaba a depender de unas Fuerzas Armadas capaces de actuar en cualquier parte del planeta, allí donde los derechos de ciudadanos norteamericanos fueran vulnerados. Recordemos la primera estrofa del Himno de los Marines:
«From the Halls of Montezuma
To the shores of Tripoli
We fight our country's battles
In the air, on land, and sea».
Potencia mundial
La Primera Guerra Mundial representaba el ejemplo exacerbado de la visión de los padres fundadores. Europa no tenía solución, estaba abocada al desastre, a la guerra civil autodestructiva. Sin embargo, los ataques alemanes a los buques norteamericanos, el caso más famoso fue el hundimiento del Lusitania el 7 de mayo de 1915, replanteó el caso de Trípoli —la seguridad de sus embarcaciones en todos los mares— y Estados Unidos superó su aislacionismo para intervenir. Las tropas al mando del general Pershing tendrían un papel crucial para desequilibrar los frentes y dar la victoria a los aliados. Al mismo tiempo, esa experiencia cambió radicalmente la historia de sus Fuerzas Armadas. Pasaron de las guerras indias, con el relevante papel de la caballería, y la guerra con México a adaptarse a un ambiente tecnológico característico del campo de batalla contemporáneo. Pasaron del winchester a la artillería, al carro de combate y a la primera aviación en un tiempo breve.
Tras la victoria en 1918, la circunstancia excepcional que justificaba la presencia de sus soldados en Europa y su protagonismo en la gestión de asuntos internacionales quedaba superada. Era tiempo de que las tropas norteamericanas volvieran a casa y de que su diplomacia se desentendiera de la política europea. Sin embargo, antes de que esto sucediera, y en el marco de la negociación del conjunto de tratados dirigidos a superar la guerra y establecer un nuevo orden internacional, el Gobierno de Washington asumió un papel destacado en dos líneas de acción. Tres imperios europeos colapsaron, cuatro si contamos al Califato turco, dando paso a la emergencia de nuevos Estados. Estados Unidos se destacó por la defensa del Estado-nación como garantía de la paz. El nuevo concierto de Estados se desarrollaría en un marco institucional, la Sociedad de Naciones, de la que Estados Unidos se excluyó fiel a su tradición aislacionista. El tiempo demostró que ambas posiciones fueron un error, que acabarían facilitando el deterioro de la situación y, finalmente, el estallido de la Segunda Guerra Mundial.
La experiencia generó lecciones importantes que se plasmarían más adelante, cuando se actuó con más prudencia a la hora de jugar con fronteras y naciones, de relativizar la posibilidad de seguir manteniendo una posición aislacionista, de considerar que siendo clave una entidad como la Sociedad de Naciones sería responsable o sensato mantenerse fuera de ella y de que no hay paz sin reconstrucción, pues las ruinas y la miseria nutren al radicalismo frente a la moderación.
Solo tras el ataque japonés en Pearl Harbor, Estados Unidos se vio impelido a incorporarse de nuevo a las hostilidades, a pesar de la movilización del frente aislacionista. A partir de ese momento se convirtió en el actor definitivo para derrotar a las potencias del Eje. Ya no se sumaba a un bloque con el ánimo de desequilibrar el frente, sino que lo lideró desde el primer momento. Se constituía en la primera potencia mundial, en términos militares y económicos. El territorio de soberanía, con la excepción de Hawái, no se vio apenas afectado, por lo que la industria no sufrió. Tuvo la oportunidad de adaptarse y salir finalmente reforzada.
La Guerra Fría
La Segunda Guerra Mundial había sido, en gran medida, resultado de la mala gestión de la postguerra. Sumados los dos conflictos se encontraban ante el mayor arco de crisis conocido en la historia, con consecuencias gravísimas en la mentalidad social de todos aquellos que habían tenido que vivir aquellos acontecimientos. Era necesario afrontar una reconstrucción que fuera mucho más allá de lo puramente económico, restableciendo valores de referencia, garantizando la viabilidad de las familias, generando expectativas positivas sobre el futuro de individuos y naciones. Estados Unidos había descubierto que su modelo de crecimiento y de bienestar dependía de extender el ejercicio de la fuerza por todo el planeta, que ejercer de modelo –«la ciudad sobre la colina» —de «faro» que mostrara al resto del mundo la forma de crecer en libertad no era suficiente. Tenía que comprometerse más, formando, esta vez sí, parte activa de los nuevos organismos internacionales y asumiendo protagonismo en el diseño de un nuevo orden internacional, uno «liberal» que conjugara seguridad con respeto a la dignidad humana y libertad económica. Encontrar un equilibrio entre el reflejo aislacionista enraizado en la sociedad y la necesidad de ejercer un liderazgo asumido como inevitable por las élites se ha convertido, hasta nuestros días, en uno de los ejes de la política estadounidense.
Los Acuerdos de Bretton Woods, la Carta de San Francisco, el «Plan Marshall», el Tratado de Washington… son todos hitos de la acción diplomática norteamericana para consolidar la reconstrucción del espacio afectado por la contienda. Una política que se saldó con un éxito mayor del esperado al coincidir con la III Revolución Industrial. Se reconstruía desde una nueva mentalidad, más internacional e innovadora, que, apoyada en el proceso de integración europeo, facilitó la generación de riqueza y los recursos fiscales para que los Estados pudieran hacer frente a una amplia variedad de demandas. Con este nuevo papel de actor protagonista, Estados Unidos descubría ventajas ajenas a la práctica del aislacionismo: nuevos y dinámicos mercados se abrían a sus empresas, que se encontraban ante la posibilidad de crecer e innovar como nunca antes habían podido.
Estados Unidos establecía una nueva relación con la parte de Europa que había quedado libre de la ocupación soviética. El «vínculo» —linkage— se fundamentaba en la experiencia de guerra, se había desarrollado en los primeros momentos de la postguerra y consolidado con los grandes acuerdos antes citados y, muy especialmente, por su apoyo al proceso de integración europeo, que aprovechaba la inercia del previo «Plan Marshall». Desde entonces, el grado de compromiso de Estados Unidos con la seguridad europea ha estado sometido en todo momento a unas circunstancias cambiantes, generando un debate en ambas orillas del Atlántico de indudable interés. Con el tiempo, este debate ha dado forma a una cultura política muy presente en la mentalidad de las élites, aunque no tanto en la sociedad. El punto de partida había sido la sensación de inseguridad europea ante un amenazante Ejército Rojo que imponía regímenes comunistas allí donde podía. El riesgo de que avanzaran sus líneas fue exagerado en su momento, aunque la debilidad en que se encontraban aquellos Estados en la inmediata postguerra puede ayudar a comprender aquel temor. Los Gobiernos europeos solicitaron a Estados Unidos un compromiso formal de carácter defensivo. Los previos tratados de Dunkerque (1947) y Bruselas (1948) avanzaban significativamente en la conformación de una defensa europea, pero esos logros ni se consideraban suficientes para disuadir o derrotar a la Unión Soviética ni resultaría fácil consolidar el proceso. En Washington se valoró la propuesta concluyendo que, de no aceptarla, habría riesgo de que Europa cayera bajo la influencia de Moscú, siguiendo el modelo impuesto a Finlandia. Sin embargo, para el Congreso de los Estados Unidos resultaba del todo inaceptable asumir un compromiso clásico de mutua defensa, siguiendo la tradición continental recogida en el citado Tratado de Bruselas. Se optó por un vínculo más ambiguo, que encontramos en el tantas veces citado artículo 5.º del Tratado de Washington (1949), expresión jurídica de la recién constituida Alianza Atlántica, que poco después se dotaría del necesario marco institucional, la Organización para el Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
Estados Unidos no solo dejaba atrás su tradicional aislacionismo. Al intentar imponer un «orden internacional», que pudiera prevenir y evitar nuevas guerras, asumía compromisos de seguridad en distintas partes del planeta, que suponían unas políticas exteriores y de defensa muy exigentes. Acertadamente, Brzezinsky utilizó el término «protectorado» para definir la nueva relación que Estados Unidos establecía con algunos Estados europeos. El Viejo Continente no solo había perdido su centralidad internacional como consecuencia del «conflicto civil» implícito en las dos guerras mundiales. Como se ha repetido en multitud de ocasiones, el arco de crisis que abarca el período comprendido entre 1914 y 1945 supuso el «suicidio de Europa». Además, en ese nuevo tiempo requería de la protección de la emergente potencia americana para mantener su soberanía.
Durante los primeros años la Alianza mantuvo una estrategia fundamentada en el principio de disuasión implícito en su monopolio del arma nuclear. La «represalia masiva» en caso de ataque soviético parecía creíble, al tiempo que permitía a los europeos concentrarse en lo más urgente, la reconstrucción. Sin embargo, en la década de los sesenta, la Unión Soviética ya disponía de su propia capacidad nuclear, por lo que el efecto disuasorio de la Alianza se desvanecía. En esas circunstancias, Estados Unidos replanteó la estrategia a seguir. ¿Qué sentido tenía descansar la seguridad común en lo que podía concluir en un holocausto nuclear? Habría que evolucionar hacia una «respuesta flexible» en función del tipo de agresión, lo que llevaba inexorablemente a una mayor dotación en capacidades convencionales. La lógica estratégica norteamericana chocó con la visión europea sobre las consecuencias sobre el terreno de aplicar ese tipo de respuesta ¿Qué sentido tendría una victoria sobre la Unión Soviética si el campo de batalla, la Europa central y occidental, quedaban destruidas? Los Estados Unidos lograron imponer su doctrina, pero los europeos no hicieron las inversiones en capacidades convencionales, por lo que se concluyó en un modelo ambiguo de disuasión en el que resultaba clave la presencia de tropas norteamericanas en las primeras líneas para que cualquier ataque soviético fuera, en primera instancia, uno dirigido contra Estados Unidos.
La apuesta europea por la disuasión nuclear, frente a la posición más «flexible» norteamericana, generó un conjunto de procesos que han venido caracterizando la vida interna de la Alianza hasta nuestros días y que resultan fundamentales para entender su limitada cohesión. El primero hace referencia a las aportaciones económicas. En términos generales, los socios europeos han invertido en defensa menos que Estados Unidos y por debajo de sus compromisos. Puesto que querían evitar un conflicto convencional en el Viejo Continente se ocuparon de no disponer de los medios suficientes para establecer una disuasión de estas características. Al mismo tiempo, la apuesta europea por superar el nacionalismo y los conflictos sociales, que habían estado en el origen de las dos guerras mundiales, mediante la constitución de «Estados de bienestar» exigía derivar los ingresos fiscales en esa dirección. Con el paso del tiempo y ante el éxito de la Alianza, los europeos llegaron al convencimiento de que la paz ya se había consolidado, era un derecho, por lo que no podía resultar una prioridad presupuestaria. El segundo de los procesos hace referencia al efecto de esta falta de inversión en las capacidades disponibles. La mayor parte de los Estados europeos no modernizaron sus arsenales, lo que finalmente llevó a una pérdida de interoperabilidad entre los ejércitos de los distintos Estados miembro. Se dio así la circunstancia, que se pudo constatar durante la Guerra de los Balcanes, de que la mayor y mejor aportación de algunos Estados en el campo de batalla era «no molestar».
El desigual «reparto de la carga» y la «crisis de interoperabilidad» provocaban en las élites norteamericanas una indisimulada irritación. ¿Por qué razones el contribuyente norteamericano tenía que garantizar la seguridad de los europeos si estos disponían de un alto nivel de renta? ¿Qué necesidad había de exponer la vida de jóvenes norteamericanos? El debate se hacía más sangrante cuando se recordaba que el desigual reparto de la carga permitía a los europeos dotarse de unos servicios sociales que los norteamericanos no tenían. Mientras la Unión Soviética existió, la amenaza de una nueva crisis europea y la mucha influencia que el «vínculo» proporcionaba a la diplomacia de Estados Unidos sobre una de las regiones más ricas del planeta fueron razones suficientes para mantenerse en la Alianza, si bien con la sensación de estar siendo estafados por unos socios escasamente ejemplares.
La crisis se hizo evidente a partir del momento en que la Unión Soviética se desintegró. A pesar de que el preámbulo del Tratado de Washington insistía en que la finalidad de la Alianza era preservar y difundir la democracia, en realidad, detrás de esa visión «idealista» se escondía otra más «realista» que veía su razón de ser en contener o derrotar a la Unión Soviética. Desde esta última perspectiva, hubo quien planteó, en buena lógica, que había llegado el momento de disolver la Alianza. Al fin y al cabo, las alianzas son, por su propia naturaleza, coyunturales. Ante la amenaza que un Estado u organización puede representar el conjunto de los que se sienten afectados se reúnen en torno a una estrategia para contenerla o derrotarla. Desaparecida esta, ¿qué sentido tiene mantener en pie la alianza? Para muchos dirigentes de aquellos días, la Alianza era un valioso activo que había que tratar de adaptar a un nuevo entorno estratégico. El problema sería, como se entendió desde el primer momento, poner de acuerdo a las partes sobre retos y riesgos cuando el elemento cohesionador, la amenaza soviética, había desaparecido.
Para Estados Unidos, desde el momento en que la Unión Soviética había desaparecido, la seguridad europea no era ya una prioridad. Era importante que la Organización proyectara seguridad en su entorno, incorporando a nuevos miembros y colaborando con los Estados de Asia Central en sus respectivos procesos de modernización en el ámbito de la defensa, pero resultaba fundamental actuar conjuntamente más allá del espacio atlántico. La crisis bélica derivada de la desintegración de Yugoslavia mostró hasta qué punto el cáncer del nacionalismo amenazaba, de nuevo, al Viejo Continente y el reto que supondría para la ampliación y consolidación de la Unión Europea la nueva fase del proceso de integración europeo iniciada con el Tratado de Maastricht. Para Washington había llegado el momento de que la Alianza se convirtiera en el instrumento del bloque occidental para actuar en el conjunto del planeta. Lo que en el argot de la época se dio en llamar la «OTAN global». Sin embargo, fue a raíz de los atentados del 11S cuando el debate se decantó. Por primera vez en la historia de la Alianza se activaba el artículo 5.º del tratado, dando paso a una intervención colectiva en el Hindú Kush, un espacio claramente alejado del ámbito atlántico. Los nuevos retos exigían una nueva visión, que se imponía por medio de los hechos. Faltaba por saber si las costuras de la Alianza resistirían las tensiones derivadas de esta nueva realidad.
La Postguerra Fría y la globalización
El eje central de la política exterior de Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial, síntesis del acervo acumulado a lo largo de su experiencia diplomática, era el establecimiento de un orden internacional que pudiera evitar nuevos conflictos mundiales, un orden fundamentado en la filosofía liberal y dirigido a consolidar las prácticas democráticas. Siguiendo el pensamiento de Kant, la élite norteamericana pensaba que las sociedades democráticas tienden a rehuir los conflictos y a promover el bienestar. Tras la desaparición de la Unión Soviética, que había ejercido de dique de contención de la imposición del «orden liberal», parecía llegado el momento de su plena ejecución. Citando la célebre y discutida obra de Fukuyama, nos encontrábamos ante el «fin de la historia», en el sentido de que la filosofía liberal dejaba de ser cuestionada por el fracaso del comunismo marxista.
Coincidía en el tiempo la disolución de la Unión Soviética con el auge de la denominada «globalización», la revolución de la comunicación propiciada por avances en la ingeniería, que permitía que ideas, personas y mercancías viajaran de una a otra parte, manteniendo el planeta en permanente y rápida conexión. La coincidencia parecía providencial. La globalización sería la fase final del proceso histórico abocado a imponer el orden liberal, estableciendo un solo mercado, global e integrado, garante de un bienestar económico que permitiría el desarrollo de unas clases medias que, a su vez, como había ocurrido en Europa Occidental, aportarían moderación y estabilidad a los respectivos regímenes políticos.
Estados Unidos era, más que nunca, una «hiperpotencia», sin rival posible. La iniciativa estaba en sus manos, con un guion a ejecutar y un formidable músculo económico para aprovechar todas las oportunidades que las nuevas circunstancias le ofrecían. Era el «momento unipolar» al que con tanto acierto se refirió Charles Krauthammer en su célebre conferencia, preludio de un nuevo período en el que esa unipolaridad daría paso a nuevas rivalidades, quizá las anunciadas por Huntington relativas a tensiones interculturales, potenciadas por el desarrollo económico y social que la globalización auguraba.
Los sucesos del 11S dieron paso a la invasión de Afganistán y, sobre todo, a una reflexión sobre la amenaza que suponía el islamismo y la forma más apropiada de combatirlo. El resultado fue, en los años de la administración Bush, el convencimiento de que era necesario «trasformar» las sociedades afectadas para acabar con las condiciones que facilitaban su auge. La combinación de dictadura, corrupción e incompetencia en esos Estados dañaba la imagen de Occidente y el prestigio de los sistemas políticos democráticos entre la población musulmana. Era necesario llevar a cabo una estrategia conducente a mejorar las condiciones económicas y sociales, para facilitar la formación de clases medias, y la gobernanza, con el fin de prestigiar las instituciones.
El primer paso fue aplicar una estrategia de este signo en Afganistán, un país muy atrasado y con una geografía que potenciaba la diversidad. Se diseñó una «aproximación integral», que vinculaba lo militar con lo social y económico, pero el reto exigía un tiempo de aplicación y una cohesión que ni la opinión pública ni el Congreso estuvieron dispuestos a dar. El proyecto de establecer una estrategia común con los socios europeos en el marco de la Alianza Atlántica para animar la deseada trasformación del «Gran Oriente Medio» no llegó a arrancar por el rechazo europeo, por resultar un ejercicio de neocolonialismo que exigía un plazo de aplicación inviable, y por la ausencia de respaldo del propio Congreso estadounidense.
El segundo fue la invasión de Irak, por incumplimiento de las condiciones establecidas tras el fin de las hostilidades por la previa invasión de Kuwait. El contraste entre la facilidad con la que se derribó al régimen de Saddam Hussein con las dificultades de la reconstrucción de un país inventado por los británicos y fragmentado en suníes, chíes, kurdos, caldeos y otros pequeños grupos desanimó, de nuevo, a la opinión pública, que no acababa de ver el final de una situación de violencia generalizada, animada por Irán, y de tensiones entre distintos grupos ajenas a sus intereses. Poco a poco, la sociedad norteamericana fue abandonando la idea de «trasformar» el mundo musulmán o cualquier otro para recuperar su visión tradicional de lo que debía ser el papel de Estados Unidos en el mundo: centrarse en la generación de riqueza y en el comercio y servir de guía a las sociedades más desarrolladas para avanzar en libertad, justicia y bienestar. Con la llegada de Barack Obama a la Casa Blanca este sentimiento dio paso a una política exterior menos ambiciosa. De la trasformación se pasaba al retraimiento, al «liderazgo desde atrás», a solo plantearse intervenir militarmente si los intereses nacionales estuvieran directamente amenazados. La renuncia a actuar de una manera efectiva en la guerra civil siria, permitiendo que Irán, Rusia y Turquía asumieran el liderazgo de la acción exterior, resulta ejemplar de esta nueva posición, como lo fueron los cambios de planes en Afganistán e Irak, abandonando el objetivo trasformador para limitarse a cumplir misiones de contrainsurgencia.
La incapacidad norteamericana para mantener sus planes en el tiempo convenció a los enemigos del «orden liberal», Estados o grupos, de las ventajas de enfrentarse a las potencias occidentales mediante conflictos irregulares y estrategias asimétricas, convirtiendo el campo de batalla militar en secundario, sometido al principal: la opinión pública. La rectificación llevada a cabo por la Administración Obama dañó gravemente la credibilidad de Estados Unidos fuera del bloque occidental, al ser percibida como débil frente a la firmeza y disposición al sacrificio de sus enemigos. De nada valía la superioridad tecnológica de Estados Unidos si no estaba dispuesta a sacrificar vidas humanas sobre el terreno. Tan evidente era que había que evitar el campo de batalla convencional con la gran potencia americana como que su capacidad de resistencia en otro irregular era muy limitada. Se le podía derrotar siempre y cuando se le obligara a combatir en un entorno apropiado. Las lecciones aprendidas en las guerras de Argelia y de Vietnam se hacían cada vez más evidentes.
Crisis de la globalización y retraimiento
Tras la descomposición de la Unión Soviética y el consiguiente desprestigio del ideario comunista, la culminación del proceso histórico de la globalización permitió avances importantes tanto en la promoción de la democracia como en un desarrollo económico más generalizado, creando sorprendentes procesos de deslocalización y externalización que implicaban importantes dependencias de unos Estados respecto de otros. Tal era el optimismo de aquellos días que la clase política no puso muchos reparos a la generación de esos vínculos. El reparto global del trabajo tenía una lógica económica, pero no política. Solo podría entenderse desde el convencimiento de que se estaban poniendo las bases de un nuevo tiempo, en el que la generación de riqueza, creación y consolidación de clases medias y creciente arraigo de sistemas políticos democráticos garantizaría las necesarias cadenas de suministros.
Sin embargo, la globalización dio también paso a reacciones inesperadas, pero importantes. Un mundo intercomunicado estaba facilitando la emergencia de una cultura común, más aún con la aparición y generalización de un entorno digital. Tanto en Estados Unidos como en otros entornos culturales este fenómeno comenzó a generar reacciones en contra. En el caso americano, relacionadas con un nuevo cuestionamiento progresista de los valores y costumbres tradicionales. Para muchas personas, esa nueva cultura suponía una amenaza a sus valores, una agresión contra su propio mundo ante la que había que levantarse. En el plano económico surgía un contraste entre los beneficios empresariales y el apoyo político al proceso y la pérdida de puestos de trabajo por parte de ejecutivos y trabajadores de las empresas que habían optado por la deslocalización. Muchos norteamericanos comenzaron a criticar a sus élites —políticas, económicas e intelectuales— por defender una política que les había dejado de lado. El problema se fue agravando por efecto de la IV Revolución Industrial o «Revolución Digital», en la medida en que la robotización y la inteligencia artificial iban paulatinamente eliminando puestos de trabajo. Más adelante, ante el enrarecimiento de las relaciones internacionales, se hizo también patente la irresponsable externalización de procesos productivos críticos para la seguridad nacional. La sola aplicación de criterios económicos se había convertido en un problema nacional. No estaba en cuestión la deslocalización y externalización, sino el hecho de que no se tuvieran en cuenta las relaciones entre esos Estados y Estados Unidos. La globalización requería pasar por el tamiz de la seguridad determinadas decisiones empresariales para garantizar el correcto funcionamiento de las cadenas de suministros, tanto para la actividad social como industrial.
Si las experiencias en Afganistán e Irak habían cuestionado la conveniencia de que Estados Unidos asumiera la responsabilidad de liderar la implantación definitiva del «orden liberal», los efectos no deseados de la globalización animaron en ese país, como en tantos otros del bloque occidental, una reacción nacionalista y proteccionista. Si durante los dos mandatos de Barack Obama se asistió a un retraimiento de la política exterior norteamericana, con la sorprendente llegada de Donald Trump a la presidencia se produjo un replanteamiento más profundo de la presencia de ese país en el mundo. Trump entendió como nadie el cambio que se estaba produciendo en la mentalidad norteamericana y, con el expresivo lema de «America First», trató de revertir los procesos de deslocalización y externalización para garantizar más puestos de trabajo a la población y reducir la dependencia del extranjero. En política exterior, hubo más continuidad de lo que parece con la obra de su predecesor, aunque con un estilo y una retórica totalmente distintos. Si con Obama Estados Unidos pasó a convertirse en el «hegemón remiso», queriendo mantener su autoridad, pero reduciendo su nivel de compromiso, Trump fue más allá, cuestionando la vigencia del orden liberal y de la propia Alianza Atlántica. Lo que podía tener sentido en los años cuarenta del siglo pasado lo había perdido desde el fin de la Guerra Fría y la emergencia de un tiempo nuevo caracterizado por la globalización y la Revolución Digital. Ni Obama ni Trump estaban interesados en garantizar un orden global, si bien el segundo iba más allá, abandonando compromisos que habían estado en los fundamentos de la política norteamericana durante mucho tiempo./p>
Aunque el Gobierno de Trump fue un ejemplo de inestabilidad crónica, en la que los altos cargos se sucedían a sorprendente velocidad, su política fue muy clara. En el plano conceptual se reconoció que la política internacional giraba en torno a la «competición entre grandes potencias», dejando a un lado toda esperanza de vigencia o implementación de un nuevo «orden internacional». En el terreno práctico, Trump fijó su atención en el reto que la política china suponía para los intereses nacionales norteamericanos. Denunció sus campañas de inteligencia, la sustracción de innovación e investigación, su expansión internacional y sus objetivos últimos. Estaba en cuestión qué potencia ganaría la Revolución Digital y China estaba compitiendo de manera desleal, siendo generoso. Era necesario establecer un diálogo estratégico con el Gobierno de Pekín y, al mismo tiempo, establecer medidas que le disuadieran de seguir adelante con determinados comportamientos. En cierto sentido, Trump volvía a enfoques propios del siglo XIX. Para él, las relaciones internacionales no eran más que un juego entre las grandes potencias, en el que las personalidades de los dirigentes jugaban un papel importante. Sus declaraciones, subidas tanto de tono como de volumen, eran expresión de esta mentalidad. Sin embargo, no siempre iban acompañadas del suficiente trabajo interdepartamental para sustentar una política coherente ni el personaje parecía dispuesto a someterse a ella.
Este progresivo cuestionamiento del papel que Estados Unidos debía tener en la política mundial tuvo especial impacto en la Alianza Atlántica. A las quejas que venían de atrás por el desigual «reparto de la carga» se fueron sumando otras. Como ya citamos con anterioridad, las guerras de los Balcanes pusieron de manifiesto tanto la incapacidad europea para gestionar una crisis menor por sus propios medios como la imposibilidad para actuar conjuntamente en el campo de batalla, como consecuencia de la falta de inversión en nuevas capacidades de buena parte de los Estados miembro. La reacción a los atentados del 11S dieron paso a un espectáculo de desunión, capitaneado por Francia y Alemania. En Afganistán, no fue posible una correcta integración de las distintas unidades nacionales y las diferencias sobre cómo afrontar la guerra de Irak fueron evidentes. En la cumbre de Bucarest (2008), Estados Unidos se encontró con unos aliados que, en su mayoría, tenían una visión muy distinta sobre la evolución de la política rusa y las implicaciones que podía tener para la seguridad europea. Lo que la Unión Soviética había unido no parecía posible mantenerlo tras su disolución. El objetivo de promocionar los valores democráticos, recogido en el propio tratado de Washington, resultaba ser más un ideal que un objetivo real y plenamente asumido por todos los signatarios. El resultado fue, de hecho, una paulatina desmilitarización de la OTAN, trasformada en un espacio diplomático y en la famosa «caja de herramientas» de la que echar mano en determinadas circunstancias. El retraimiento de Obama fue interpretado por los europeos como un reencuentro entre ambas orillas del Atlántico, sin acabar de entender todo lo que conllevaba de desinterés. La idea presentada por Rumsfeld de dejar atrás las respuestas conjuntas a las crisis que fueran surgiendo para dar paso a «alliances of the willing» fue calando entre las élites norteamericanas. Con Trump, una personalidad ajena a las sofisticaciones diplomáticas, la mera existencia de la Alianza, en los términos en que venía desarrollando su actividad, suponía un abuso. Exigió un «reparto de la carga» más equitativo, sostuvo tensas discusiones con algunos de los dirigentes europeos y amenazó con el abandono estadounidense de la Alianza.
Síntesis y crisis de autoridad
La llegada de Biden a la Casa Blanca se produjo en una circunstancia delicada. En plena crisis del covid-19, con la nación recluida y enfrentada, las relaciones con China en el peor momento y la Alianza Atlántica en «muerte cerebral», en expresión del presidente Macron. Aunque había ejercido de vicepresidente durante los ocho años del Gobierno Obama, en realidad distaba en muchos sentidos de su visión. Por edad y experiencia, estaba mucho más cerca de los Clinton, era más internacionalista y, sobre todo, era, tras muchos años en la comisión de Asuntos Exteriores del Senado, un buen conocedor de las relaciones internacionales. Partía de los puntos de consenso que se habían ido estableciendo desde finales de la década de los noventa: el giro hacia el Pacífico y la asunción de que China ya se había convertido en un rival estratégico. Era consciente del cansancio que las guerras de Afganistán y de Irak habían producido en la ciudadanía, por lo que había que limitar la exposición de las Fuerzas Armadas en conflictos lejanos, pero, a diferencia de sus dos predecesores, creía que era de interés superior mantener en pie el «orden liberal» en la medida de lo posible. Las circunstancias habían cambiado, pero eso no tenía por qué implicar su abandono.
Trump había cambiado la política estadounidense. Indiscutiblemente, había un antes y un después de su paso por la Casa Blanca. Había desvelado la existencia de una nueva realidad social, resultado de los efectos de la globalización y de la Revolución Digital, que condicionaría tanto la política interior como la exterior. La Administración Biden tomó buena nota de todo ello, tratando de establecer una síntesis entre el ideario progresista, que había ganado peso en los años Obama, con la necesidad de dar respuesta a una sociedad muy crítica con sus élites en línea con el legado de Trump. Esa respuesta sería, además, resultado también de la reflexión sobre los retos a la seguridad nacional. A diferencia de su predecesor, Biden formó un equipo experimentado y muy cohesionado, que no ha sufrido cambios relevantes. No es, por lo tanto, de extrañar la calidad de sus reflexiones estratégicas, sin duda más sofisticadas. Parte de la asunción de que el mundo está viviendo un cambio de paradigma, que requiere del Gobierno norteamericano un gran esfuerzo para orientar la transformación de tal manera que garantice su hegemonía política y económica, al tiempo que ofrezca a sus ciudadanos la posibilidad de encontrar puestos de trabajo acordes con sus capacidades. Para ello, la administración ha promovido programas de gasto público dirigidos a atraer talento e inversiones de todo el planeta, con el compromiso de desarrollar su actividad en territorio nacional. Se lograría, por lo tanto, incentivar la economía sin necesidad de deslocalizar procesos productivos y, todo ello, centrando las inversiones en los sectores más característicos de la Revolución Digital. Estados Unidos, como China, entiende que, hoy, poder significa estar en la vanguardia de la innovación en los sectores nucleares de la Revolución Digital. Solo así se podrá optar a ganar mercados, generar puestos de trabajo y garantizar ingresos fiscales para mantener los servicios públicos al necesario nivel. Solo así se podrá disponer de las capacidades militares necesarias para garantizar tanto la soberanía como los intereses nacionales.
Una de las diferencias más significativas entre las administraciones Trump y Biden ha sido el enfoque sobre las cadenas de suministros. Como ya comentamos con anterioridad, una de las características más llamativas de la gestión de la globalización fue confiar en que la integración de los mercados permitía externalizar muchos procesos productivos. Tanto la crisis del covid-19 como las crecientes tensiones internacionales han puesto de manifiesto hasta qué punto ese enfoque era tan ingenuo como irresponsable. Mientras que la reacción de Trump fue más nacionalista y proteccionista, la de Biden se centró en hacer de esta circunstancia un eje sobre el que reordenar su acción exterior. Las cadenas de suministro y de distribución son críticas para cualquier economía avanzada. ¿De qué vale una patente si no se dispone de los elementos necesarios para fabricar un producto? Por otro lado, era evidente que China llevaba años trabajando en esa misma línea, con la Iniciativa de la Franja y de la Ruta. Estados Unidos tenía que dar esa batalla y hacerlo de forma integral. Todo ello requería, en primer lugar, pedagogía. Sin explicar lo que suponía depender de China, lo lógico es que muchos Estados aceptaran su generosa disposición financiera. En segundo lugar, desarrollar programas de colaboración y proponer iniciativas regionales que resultasen atractivas. Estados Unidos es un formidable mercado y puede ser un gran socio a la hora de afrontar los grandes retos tecnológicos propios de este tiempo. En tercer lugar, vincular esos acuerdos e iniciativas con compromisos de seguridad, pues de lo que se trata es de estabilizar la relación entre Estados que tienen objetivos comunes.
La Administración Biden ha orientado decididamente a Estados Unidos hacia la innovación. La maquinaria está funcionando con el objetivo de convertir a ese país en el actor de referencia en la Revolución Digital. Las relaciones comerciales con otros Estados o grupos de Estados van adelante. Sus iniciativas están siendo bien acogidas. Sin embargo, el siguiente y más importante paso, el vínculo entre lo económico y la seguridad no se está consolidando. Para poder entenderlo hay que valorar la pérdida de autoridad de Estados Unidos en el concierto internacional.
La autoridad de una gran potencia se mide por el prestigio de que goza entre el resto de los Estados. Los valores y principios que rigen su comportamiento, su capacidad para actuar, su disposición a asumir compromisos, su lealtad con los aliados, su resistencia a la adversidad… son ingredientes fundamentales a la hora de analizar por qué un Estado goza o no de prestigio. Estados Unidos ha dejado de ser el hegemón previsible y ha pasado a ser un Estado sometido a los vaivenes de una opinión pública falta de cohesión y de una clase política que supedita la acción exterior a las conveniencias políticas del momento. Como el resto de los países occidentales, Estados Unidos es hoy un Estado que padece una guerra cultural, fuertes tensiones internas sobre cómo afrontar los grandes retos de nuestro tiempo. Sin cohesión resulta imposible mantener una política exterior y, mucho menos, guerras en distintos puntos del planeta.
Estados Unidos fue a Afganistán e Irak durante su «momento unipolar», asumiendo un reto de gran envergadura y marcando criterio sobre lo que sería el liderazgo americano tras la Guerra Fría y ya en un tiempo marcado por el auge del islamismo. Sin abandonar el objetivo de centrarse en el área del Pacífico, la Administración Bush se planteó «transformar» ambos países. En breve resultó evidente que no había consenso suficiente para mantener esas políticas. Cambios sucesivos de estrategia durante las siguientes administraciones garantizaron incoherencia y desgaste. Si la progresiva salida de Irak permitió mantener las formas, la de Afganistán se convirtió en un ridículo internacional. De un ejercicio de nuevo liderazgo se pasó a un ejemplo de incompetencia. Para los enemigos y rivales de Estados Unidos, resultaba evidente la ausencia de «paciencia estratégica», la crítica dependencia de su acción exterior de las tensiones internas. Si la superioridad tecnológica de las Fuerzas Armadas norteamericanas las hacía virtualmente invencibles en un campo de batalla convencional, su exposición a un teatro irregular y asimétrico las convertía en fácilmente vulnerables. Quizá, por todo ello, Obama optó por una presencia mínima en la crisis de Siria, pero ese acto fue percibido, con toda razón, como una prueba de debilidad. Por miedo a verse involucrado en otra crisis sin fin, Estados Unidos permitía que otros actores —Irán, Rusia y Turquía— actuaran en contra de sus intereses.
No podemos entender la crisis ucraniana sin valorar la pérdida de autoridad norteamericana entre la élite de Rusia. A los casos ya citados se sumaban en esta ocasión los referidos a la rectificación de la política rusa tras la disolución de la Unión Soviética, las crisis de la Transnistria moldava, de los territorios georgianos de Osetia de Sur y Abjacia y de los ucranianos de la península de Crimea y el Donbas. La Alianza no había respondido de manera adecuada. La desunión, resultado de percepciones muy distintas sobre la política rusa, minaba la capacidad de una reacción coherente atlántica o europea. Obama había renunciado a ejercer un liderazgo activo. Trump creía entenderse con Putin y no ocultaba su desprecio por algunos de los líderes europeos. Con este trasfondo y después de observar el esperpento ocurrido en el aeropuerto de Kabul, es fácil comprender que la élite rusa concluyera que era el momento de replantear el equilibrio de seguridad europeo. Bajo el liderazgo de Biden, Estados Unidos fue capaz de reaccionar a tiempo colaborando con las Fuerzas Armadas ucranianas, despejando las trampas tendidas por Rusia en sus redes, compartiendo información de inteligencia sobre los planes rusos, activando medidas de guerra electrónica que, sumadas a los errores de la operación rusa, permitieron contener la invasión y, poco después, forzar un limitado repliegue. En el plano diplomático, lograron establecer en la Alianza Atlántica una posición común, que sería también la de la Unión Europea, e incluso aprovecharon la circunstancia para aprobar un nuevo concepto estratégico en el que aparecían señalados como amenaza y riesgo sistémico Rusia y China respectivamente. Estados Unidos estaba siendo capaz de transformar un fracaso, la disuasión de Rusia y la garantía de seguridad de Ucrania, en un éxito, sacando a la Alianza de su estado de «muerte cerebral» y atrayendo a Estados de tradición neutralista como Suecia y Finlandia, que ante el comportamiento de la dirección rusa buscaban cobijo en la vieja organización. De nuevo, como en los días de Bush, Estados Unidos representaba el papel de gran potencia. Sin embargo, también como en los días de Bush, el presidente norteamericano estaba perdiendo la batalla principal, el apoyo del Congreso. ¿Era Ucrania un interés prioritario? ¿Representaba Rusia una amenaza para Estados Unidos? ¿No era lógico que fueran los europeos, la parte más afectada, los que corrieran con la mayor parte de la ayuda? La atención debía centrarse en China y en su expansión diplomática y económica y no volver a distraerse en crisis menores. No parece que la propuesta de ayuda a Ucrania presentada por Biden vaya a lograr el respaldo del Capitolio, por lo que de nuevo Estados Unidos mostrará al mundo su dificultad para mantener una posición en el tiempo y, por lo tanto, el juego de alto riesgo que puede suponer ser su aliado.
Consideración final
Estados Unidos se convirtió en una potencia de referencia al incorporarse plenamente a la II Revolución Industrial. Desde entonces, ha sido un actor económico excepcional, innovando, produciendo y siendo capaz de introducir sus productos en todos los mercados. Hoy parece más fuerte que nunca, más dispuesto a ser el actor decisivo en el desarrollo de la Revolución Digital, mediante la puesta a disposición de las empresas de una ingente financiación, la coordinación de los sectores público y privado, de las universidades con las empresas, y atrayendo, más que nunca, tanto a empresas como a particulares de todo el planeta para sumarse a este empeño colectivo. Sin embargo, al mismo tiempo, Estados Unidos aparece más débil en términos políticos como consecuencia de la brecha que se ha abierto en la sociedad, y que continúa creciendo, entre formas distintas de entender la nación. Estas divisiones repercuten en su acción exterior, privándola de la cohesión y fortaleza necesarias. Aunque hay acuerdo sobre temas fundamentales, no son suficientes para dar forma a una política interpartidista. La «hiperpotencia» desconcierta con sus bandazos a aliados, rivales y enemigos, pero todos revisan su posición a la vista de tanta inestabilidad. Unos marcan distancia, tratando de evitar los efectos de esos cambios de humor, que pueden dejarlos expuestos a situaciones delicadas. Los que deberían buscar protección optan por la equidistancia entre las grandes potencias. Otros aprovechan la creciente inconstancia para provocar cambios en el frágil equilibrio internacional, convencidos de que el precio a pagar puede ser aceptable. Si en el plano de la innovación y la economía Estados Unidos está en la vanguardia, en lo relativo a la política internacional se ve en repetidas situaciones reactivas, porque son otros los que están marcando el paso, aquellos que tienen claro su interés por arrasar con los restos del «orden liberal» y que han aprendido a derrotar a las potencias occidentales desde la asimetría.
Florentino Portero
Historiador y analista de relaciones internacionales
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Los fundamentos de la acción exterior de Estados Unidos ( 0,78 MB )
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