
13 jun 2025
IEEE. Una aproximación politológica al análisis del dominio cognitivo
Josep Baqués Quesada
Introducción: de la evolución de los dominios al dominio cognitivo.
Si hablamos de políticas de defensa y, más todavía, si nos adentramos en las guerras, podemos comprobar que, a lo largo de los últimos 150 años, hemos ido sumando dominios. Es decir, hasta principios del siglo XX, apenas contaban la tierra (firme) y el mar. En la primera guerra mundial, aparece el dominio aéreo1 e incluso atisba ya el electromagnético2. Posteriormente, en la Guerra Fría surge con fuerza el dominio espacial, aunque su desarrollo se debe, en gran medida, a las investigaciones sobre misiles y armas nucleares, en plena segunda guerra mundial. Finalmente, los años 80 y 90 del siglo XX ven la irrupción del dominio ciberespacial. Sin embargo, la pregunta es… ¿Finalmente? ¿En serio? No, no. La historia continúa, los avances también, y, de un tiempo a esta parte, se habla del dominio cognitivo.
De hecho, se ha planteado ya el típico debate acerca de si es pertinente, o no, establecer un dominio cognitivo, al margen de los dominios “físicos” (tierra, mar, aire y espacio) y del “creado por el hombre” (ciberespacio). Algunos expertos opinan que es suficiente con el operational domain definido por la OTAN, in julio de 2022, como “una esfera específica de capacidades y actividades que pueden ser aplicadas en un campo de batalla [space of engagement]”3. Sin embargo, siguiendo esa misma regla de oro, también descuidaríamos el ciberespacio o el espacio exterior, sin que ello aporte ningún beneficio al mejor entendimiento del desarrollo de los conflictos. Por ello, es una mejor opción la de considerar el dominio cognitivo y sus implicaciones prácticas, en cualquier análisis.
Con todo, el análisis actual del dominio cognitivo es bastante menos egregio y exigente de lo que por tal cosa entendía el precursor, Benjamin Bloom, allá por los años 50 del siglo XX. Efectivamente, según su primigenia aproximación, que se aplicaba al campo de la educación, habría tres dominios (en dicho campo), el psicomotor, el afectivo y el cognitivo. Este último incluiría, a su entender, las habilidades intelectuales tales como el pensamiento crítico, la capacidad para resolver problemas, y para crear marcos teóricos [knowledge base] así como la capacidad para recordar o reconocer el conocimiento existente4. Sin embargo, en los estudios militares contemporáneos el concepto del dominio cognitivo no se emplea en su formato educativo. Sino que, como veremos, puede llegar a utilizarse en un sentido opuesto. Lo cognitivo influye, ciertamente, en la percepción de las cosas por parte de la población, pero no en calidad de educandos, sino como meros receptores de mensajes. Entonces, el dominio cognitivo “incluye la información pública, las actividades de desinformación que tradicionalmente se conocían como propaganda, la acción psicológica y el adoctrinamiento, la influencia sobre la toma de decisiones de los líderes políticos y militares, o cuestiones tan complejas como la influencia de factores culturales en la actitud de una comunidad ante la guerra”5. Esto nos obliga a reconsiderar cuestiones importantes. Seguirá habiendo algún puente con la tesis, pedagógica digamos, de Bloom. Sobre todo, a partir de la conocida afirmación de Ernst Gellner, en el sentido de que el auténtico monopolio del Estado no es el que se asienta sobre la “fuerza legítima” weberiana (aunque también lo sea), sino el que se configura a través de algo previo, y todavía más importante, a saber, “el monopolio de la educación legítima”. En sus propias palabras:
“En la base del orden social moderno no está ya el verdugo, sino el profesor. El símbolo y principal herramienta del poder del Estado no es ya la guillotina, sino el doctorat d´état. Actualmente es más importante el monopolio de la legítima educación que el de la legítima violencia”6.
Por lo tanto, el uso actual del dominio cognitivo nos remite, de una forma mucho más cruda y directa que la planteada por Bloom, al ejercicio del poder.
Dominio cognitivo como ejercicio del poder
Samuel P. Huntington dejó dicho que “el poder es la capacidad para controlar el comportamiento de los demás”7. En verdad, siendo así, todavía cabrían varias maneras de conseguirlo. De su determinación, discriminación y análisis se ha venido encargando, no por casualidad, la ciencia política.
Entre los teóricos del poder, no necesariamente en el ámbito de las relaciones internacionales, Dahl apunta su conocida aproximación, según la cual “A tiene poder sobre B en la medida en que puede conseguir que B haga algo que, de otra manera, no haría”8. Es la fórmula más sencilla, que no afecta necesariamente al entorno cognitivo: B puede obedecer por disuasión, e incluso por pura coacción. Puede sentirse amenazado por A, incluso cuando esa amenaza no sea formulada de moldo explícito. En todo caso, para aplicar la fórmula de Robert Dahl, ni siquiera es necesario que B se crea nada de lo que dice A. Es decir, la fórmula no requiere que medie consenso alguno como motor de la obediencia. Bastaría el temor, fundado, a una represalia. De todos modos, esta primera aproximación, alejada, por el momento, de toda afectación al entorno cognitivo, se vio superada por otras más complejas cuyo mérito estriba, a su vez, en que nos acercan a nuestro objetivo.
Otra formulación del ejercicio del poder, bastante más compleja, indica que el poder lo tiene quien controla la agenda pública. Para ser más precisos, quien da entrada (o la bloquea) al tratamiento de ciertos temas por parte de los organismos (nacionales o internacionales) competentes en la materia. No se trata de un prurito jurídico, sino de una cuestión de credibilidad y prestigio (o de su ausencia). Así, Peter Bachrach y Morton Baratz, sostienen que
“A ejerce poder sobre B cuando consagra sus energías a crear o reforzar aquellos valores sociales y políticos y prácticas institucionales que limitan el alcance del proceso político a la consideración pública solamente de los problemas que sean relativamente inocuos para A. En la medida en que A consigue hacerlo, se impide, para todos los efectos prácticos, que B ponga sobre el tapete cualquier problema cuya resolución pueda perjudicar seriamente al conjunto de preferencias de A”9.
Como puede apreciarse, aquí ya está implicado el entorno cognitivo. Lo he destacado con mi subrayado del texto citado. Sin embargo, las formas más sutiles de poder van más allá, hasta convertir el entorno cognitivo en un todo. Así, Steven Lukes intenta superar las dos aportaciones citadas, dando un paso más, dentro de un enfoque que él mismo considera como radical, aunque ciertamente aplicable. En efecto, su enfoque se centra en las preferencias de la gente. Todo ello partiendo de la distinción entre intereses reales e intereses meramente subjetivos de la gente. Así, indica que A tiene poder sobre B cuando consigue que las decisiones que se toman coincidan con los interese reales de A, así como con los intereses subjetivos de B, pero no con los intereses reales de B10. Puede parecer complejo, pero no lo es tanto. La clave está en que, en este caso, a diferencia de los dos anteriores, A consigue evitar que sus relaciones con B se correspondan con un conflicto explícito. Más bien, habría un consenso, aunque poco “genuino”11. Dicho con otras palabras, A habría conseguido que B ni tan solo se dé cuenta de cuales son sus intereses reales. Más claro, si cabe: A habría logrado que B piense lo que a A le interesa, aunque eso, objetivamente (tal como lo vería un espectador imparcial) perjudique a B. Esta sería, entonces, la forma más acabada y redonda de control del entorno cognitivo. Los medios a emplear para ello son los usuales: “el control del pensamiento adquiere un sinfín de formas menos totales y más mundanas, a través del control de la información, a través de los medios de comunicación social y a través de los procesos de socialización”12.
Aplicación a las relaciones internacionales
Si, tal como hemos visto, Lukes, así como, en buena medida, Bachrach & Baratz, se refieren a la plausibilidad de controlar la mente y, a raíz de ello, la conducta de mucha gente (quizá millones de personas) ha llegado el momento de ver, en primer lugar, qué teoría de las relaciones internacionales enmarca todo eso. Así como, en segundo lugar, los concretos modos de proceder que derivan de ello.
En relación con el primer aspecto, cabe citar, sin duda, a la teoría social constructivista, que avanza de la obra de Karl Deutsch a la de Alexander Wendt, como principales epítomes. En esencia, la teoría social constructivista apunta que, disponiendo de tiempo y recursos, es posible penetrar en la “very inner structure of ours goals, preferences and attitudes”, hasta el extremo de inhibir el cálculo racional que nos caracteriza como especie13. Es decir, si las meras preferencias operan en la epidermis, lo que plantea este estadounidense de adopción es que, con la narrativa adecuada, se puede llegar a penetrar más allá, hasta tocar hueso, metáfora equivalente a alcanzar el ámbito de la mentalidad misma de la gente. No es baladí, como tampoco lo son los ejemplos que propone. Efectivamente, esta dinámica puede llegar hasta el punto de crear naciones donde no las había, o de deshacer las que hubiere14.
Alexander Wendt, por su parte, al enarbolar la teoría de las tres culturas mantiene que, mediante la narrativa adecuada, desplegada en interés de quien ostente el poder, se puede convertir en enemigo (no solo de una elite, sino de toda la población) a cualquier país vecino. De modo que, potencialmente, al menos (aunque eso sea bastante menos usual a lo largo de la historia) también se podría recorrer el camino inverso15. Dicho más claramente, si cabe: las amistades y las enemistades, junto al estímulo de las conductas a ellas asociadas, se construyen y se deconstruyen, según convenga. Por consiguiente, esta teoría muestra y demuestra la ingente capacidad de manipulación a la que puede acceder quien controle el discurso. Nótese que es lo que, a su vez, valida la tesis de Lukes, dotándola de una razón de ser, en el tema que nos ocupa.
En relación con el segundo aspecto, esto es, en lo que respecta al “cómo” de todo ello, tendremos que basarnos en expertos en propaganda política. Aunque este sea, obviamente, un tema que va mucho más allá que la cartelería. Es más interesante la cuestión conceptual. En ese sentido, Deutsch y Wendt están de acuerdo en el papel del sistema educativo, y de los mass-media, máxime si actúan de consuno, divulgando el mismo mensaje, más o menos adaptado a cada público.
Por consiguiente, tendremos que acogernos a las claves aportadas por los expertos en propaganda política. Las investigaciones realizadas en los años de la Guerra Fría, no por casualidad, son suculentas en este aspecto. La escuela francesa dejó huella. Jean-Marie Domenach apunta que la propaganda son un “conjunto de técnicas” que se emplean para “crear, transformar o confirmar opiniones”16. Los tres verbos son tan importantes como su objeto: la opinión (pública). Es decir, la propaganda no se atreve con el auténtico conocimiento. No suele (y quizá no puede) ser tan compleja. De modo que solo triunfa ante la falta de conocimiento, o en ausencia de su despliegue.
Así, la propaganda no aspira a fomentar el debate, pues podría ser derrotada, con bastante facilidad, sino, por el contrario, aspira a desincentivar dicho debate17.
Por ello, otros expertos apuntan que “la propaganda cesa cuando el diálogo comienza”18. Básicamente, porque la propaganda no es una rama de la información, sino que se contrapone a ella. En el fondo, la información fluye de bajo hacia arriba -es inductiva-, esto es, va de los hechos a la mente de la gente; en cambio, la propaganda opera en sentido inverso: se dirige desde arriba (como instrumento) hacia la mente de la gente. Tampoco tienen nada que ver propaganda y educación. Se ha llegado a afirmar que es su “antítesis”. La educación, en efecto, pretende muscular a sus receptores; la propaganda, a “subyugarlos”19. Técnicamente, el modo más sencillo y por ello menos eficaz de hacer tal cosa tiene dos ingredientes: “repetición” … de mensajes elementales20, mejor si se trata de meros “eslóganes”21.
Otros expertos, en fin, destacan las posibilidades de empleo de la propaganda para llevar a cabo las empresas políticamente más delicadas, llegando al extremo de la “subversión” de órdenes políticos, sin pegar un solo tiro, o minimizando el empleo de la fuerza22. Es un dato importante, porque si bien conceptos como el de Information Warfare o el de PsyOps (Operaciones de guerra psicológica) suelen remitir a su empleo una vez abiertas las hostilidades, la tesis de Lawrence Beilenson apunta, más bien, a su utilización, incluso, en épocas de paz, ya sea como preparación para una guerra posterior, ya sea como fin en sí mismo23.
Luego, será posible distinguir dos niveles de propaganda, compatibles (combinables, si se hace bien la tarea), esto es, la que opera a corto plazo, como propaganda directa; y la que funciona como una suerte de “meta-narrativa”, con efectos a largo plazo y, de hecho, más profundos24.
Mientras todo eso acontece, uno de los principales problemas que debe afrontar el sujeto pasivo de la propaganda es que, lejos de delatarse como tal, suele ser un ingrediente más (y de los más destacados) de algún paquete de soft power, elaborado por el sujeto activo de la misma25.
Otra cuestión, no menor, es que las democracias no son inmunes a este tipo de lógicas. No es que sí lo sean las dictaduras. Ni qué decir tiene, que en los sistemas dictatoriales la facilidad para diseñar e implementar narrativas de corte propagandístico está a la orden del día. Pero, precisamente por ello, como quiera que eso sea esperable, también tiene menos credibilidad. Digamos que están bajo sospecha. En cambio, es más frecuente que se baje la guardia en sistemas democráticos. En realidad, la pugna en el dominio cognitivo, usualmente, tendrá como protagonistas a todo tipo de regímenes e intereses. Por nuestra parte, en este análisis, no se pretende valorar moralmente las mejores o peores razones esgrimidas por cada actor para dar esa batalla, esto es, para incidir en este dominio. Sí, en cambio, ponderar la viabilidad práctica de este enfoque. Para lo cual, nada mejor que investigar algún supuesto histórico, de relieve, máxime si tiene que ver con la guerra (o la preparación para la misma), como será el caso.
Un estudio de caso: la entrada de los EE. UU. en la primera guerra mundial.
Para abordar este tema, puede sernos útil la aproximación de autores del lugar, como Chris Hedges. En su obra nos pone e contexto y nos relata la experiencia del presidente demócrata Woodrow Wilson una vez en el poder tras proclamarse vencedor de las elecciones, sucesivamente, de 1912 y de 1916. En ellas derrotó a los republicanos, que habían sido los inquilinos de la Casa Blanca, hasta ese momento, de la mano del muy conservador Taft. Los republicanos estaban lejos de desear implicarse en una guerra en Europa. Algo que empieza a sonar habitual, pero que no está de más remarcar, por cuanto acaba con alguno de los tópicos al uso, que equipara republicanismo a beligerancia y a los demócratas a un pseudo pacifismo multilateralista26. Sin perjuicio de las discrepancias existentes dentro de cada bloque (hoy, notorias, entre realistas y neocons, claramente enfrentados dentro del republicanismo) lo que se antoja evidente es que la simplificación antes denunciada no tiene mayor recorrido y que merece la pena que conste en acta, para evitar errores ulteriores de interpretación y diagnóstico acerca de la política exterior de Washington, tan importante para todo el mundo. Y, desde luego, para Europa.
Lo anterior es importante para enmarcar lo siguiente. Porque cabe añadir que, en un primer momento, Wilson también estaba en contra de que EE. UU. participara en esa guerra. No era una postura nada extravagante. Nicholas Spykman, a la sazón, uno de los principales exponentes académicos de la geopolítica, también se mostraba escéptico, en aquellos momentos. Tanto es así que, años después, aunque llegó a justificar la participación de EE.UU., lo hizo a regañadientes. Tras lamentar que su país se viera arrastrado a participar en una guerra que no era suya, terminó por aceptarlo, no por defender ideal alguno (era realista) sino debido a que, si la guerra salía mal, los dos extremos del Rimland podrían llegar a plantear una cuña contra EE.UU.27. Y, aun así, en plena segunda guerra mundial, en la que se dio una situación y un lamento similar, por su parte, apuntaba que la causa aliada podía ser muy egregia, pero añadía que “muchos de los monumentos levantados en Gran Bretaña asociados a la lucha por la libertad, ahora son cráteres de bombas o montones de escombros”28. No era, pues, nada fácil, arrastrar a una sociedad como la estadounidense a guerras mundiales, cuyo epicentro se hallaba en el Viejo Continente. En la mentalidad de Spykman quizá (probablemente) influyera que era americano de adopción, de raíces holandesas. Porque Holanda estaba, entonces, en otra órbita: fue neutral, en la primera guerra mundial, e inició la segunda del mismo modo.
Pero volvamos a nuestro principal protagonista, que es el presidente Wilson. Él tenía los mismos recelos frente a la eventualidad de una entrada de EE. UU, en la primera guerra mundial. Eso es así hasta el punto de que, en su exitosa campaña de reelección (en 1916), uno de sus principales eslóganes fue, precisamente, mantener a los Estados Unidos alejados de la Gran Guerra. Como cabía esperar, esto no era aleatorio. Ni siquiera en clave electoral: de los aproximadamente 100 millones de ciudadanos estadounidenses de esa época, unos 14.5 millones eran de origen europeo. Pero, frente a una gran dispersión de inmigrantes (con muchos escandinavos, sobre todo suecos, de por medio) la población de origen alemán constituía uno de los grupos más compactos e identificables, con entre 2.5 y 3 millones de estadounidenses de adopción.
No sabemos si le habían alertado de la teoría de la trinidad de Clausewitz, o sacaba algunas conclusiones por sentido común. Pero, dada la escasez de este ´último, mejor es atender a lo que nos dicen los clásicos. En efecto, el prusiano alertó de la importancia de alinear los tres vértices de ese triángulo, para vencer en cualquier guerra, correspondiendo al liderazgo político la racionalidad; al mando militar, la destreza y a la sociedad, la pasión. Tres ingredientes sine qua non29.
Pero EE. UU. era, según hemos visto, un país bastante alemán. Como esto puede parecer curioso, pues el tópico habla de una sociedad fundamentalmente británica (lato sensu: inglesa, escocesa, irlandesa), veamos lo que nos dice, al respecto, David Graeber, cuyo testimonio tiene la doble ventaja, en comparación con el mío, de que es nativo, y de que es sociólogo, con la doble sensibilidad que ambas coas implican:
“En muchos aspectos, Estados Unidos es un país alemán que, debido a la propia rivalidad de principios del siglo XX, se niega a considerarse como tal. Pese a que se habla inglés, hay muchos más estadounidenses de ascendencia alemana que inglesa (o pensemos en los dos platos de comida que se consideran la quintaesencia americana: la hamburguesa y el Frankfurt)”30.
Con todo, hay que decir que esa población de origen alemán no tenía inconveniente alguno en ser la más patriótica, en función del enemigo a batir. Invito al lector, si lo desea, a que investigue por su cuenta la composición étnica de las tropas del famoso 7º de caballería del teniente coronel Cúster (aunque Brevet Major General honorario), en Little Big Horn, en 1876, a mitad de camino entre la independencia de los EE. UU. y la actualidad y no tan lejos de la primera guerra mundial. Una forma de hacerlo es a través de listas de bajas. Comprobará que el colectivo de origen alemán era el más numeroso. Pero estaban ahí, claramente, para combatir a los nativos, no a otros alemanes… El problema, lógicamente, era que, en caso de entrar en la primera guerra mundial, Alemania iba a ser el principal enemigo a batir31. Para complicar más las cosas, en esos momentos, la opinión pública estadounidense era mayoritariamente anglófoba. Esto es algo muy interesante que traigo a colación porque tampoco es tan conocido por el gran público, civil o militar. No solo se debía a la famosa guerra de la independencia de las 13 colonias; también se debía al creciente peso de la inmigración irlandesa (recordemos que fue precisamente en ese contexto cuando el nacionalismo irlandés estaba estallando32), así como a otras guerras, posteriores a la independencia de las 13 colonias, que siguieron enfrentando a los dos países, unidos por tantos supuestos lazos de sangre, lengua y -más o menos- religión (como la guerra de 1812, en la que tropas británicas incendiaron hasta la Casa Blanca). En suma, demasiados inputs. Sin embargo, en caso de entrar en guerra, tendría que ser, hemos dicho, contra Alemania. Y, encima, a cuál cosa peor que la anterior, al lado de ese Reino Unido que no paraba de incomodar a Washington (incluso después de su independencia), además de “oprimir” a los irlandeses.
Para que el cuadro sea completo, hay que añadir que tampoco faltaban los pacifistas, entonces encabezados por William Bryan. Aunque no sea su único origen, el pacifismo tiene cierta tradición en EE. UU. a partir de una de las ramas del protestantismo que arraigó en esas tierras: el anabaptismo, a su vez, subdividido en varias familias (menonita, amish…)33. En conjunto, muy malas piezas para ese puzle, que tenía que resolver un hombre que, como presidente de un país democrático que era, dependía de la opinión pública. Pero, pese a todo, sabemos que los EE. UU. entraron en guerra. ¿Qué hubo que hacer? Fácil de decir y, visto lo visto, quizá de llevar a cabo: nada más y nada menos que cambiar esa opinión pública. Ora sea por medio de medidas blandas, otrora sea con otras más duras (mediante una combinación de ambas, en realidad).
En efecto, Wilson se las ingenió para conseguir las mayorías necesarias, en el Senado y en la Cámara de Representantes, para validar su cambio de opinión. Lo que más nos interesa, consabido el “qué”, es analizar el “cómo”. Fue posible gracias a una gran campaña de propaganda política que exprimió los mass-media entonces a disposición del gobierno: sobre todo, la radio (por su difusión), pero también el cine (por ser la última moda), e incluso un gran despliegue de publicaciones en papel, destinadas al gran público, que se caracterizaban por ser muy baratas y muy básicas en su contenido -habida cuenta de que el gran público estaba poco formado para sostener con criterio debates de cierta enjundia- e incluso se apoyaron en un inmenso despliegue de cartelería probélica. Una cartelería que todavía hoy el lector puede apreciar a través de cualquier búsqueda básica y rápida en “imágenes” de Google (u otros buscadores al uso).
A su vez, como era de esperar, esta política gozaba de un fundamento teórico. Incluso académico. De hecho, también fue posible gracias a los descubrimientos de la nueva psicología de masas de la que aun en nuestros días se nutre el populismo. Pero eso era el último grito en la época de Wilson. Este aluvión de técnicas de control y manipulación de masas, lo encabezó Gustave Le Bon con su libro The crowd: A Study of the Popular Mind (1895). Aunque también es muy interesante leer a Gabriel Tarde, con obras como La opinión y la multitud (1901). Lo sintomático es que uno de los principales teóricos del populismo de nuestros días considere que esos mimbres, que son los que cimentaron el éxito de Wilson, son exactamente los mismos que alimentan al populismo de hoy34.
Estas obras son interesantes, y se han convertido en clásicos. Llama la atención que el título original, en inglés, habla de the crowd. Esto es, la “masa” (de gente) en el sentido despectivo de “muchedumbre”, que Le Bon ratifica en el cuerpo del texto, para que no quepan dudas. Más allá de este detalle lexicográfico, no menor, lo importante es lo que sigue:
“Bajo ciertas circunstancias, y sólo bajo ellas, una aglomeración de personas presenta características nuevas, muy diferentes a las de los individuos que la componen. Los sentimientos y las ideas de todas las personas aglomeradas adquieren la misma dirección y su personalidad consciente se desvanece. Se forma una mente colectiva, sin duda transitoria, pero que presenta características muy claramente definidas. La aglomeración, de este mo-do, se ha convertido en lo que, a falta de una expresión mejor, llamaré una masa organizada. Forma un único ser y queda sujeta a la ley de la unidad mental de las masas”35.
He citado (destacadamente) este párrafo porque se enmarca bien en el espíritu de este trabajo, realizado por un académico para el IEEE. No es un párrafo que se lea en los análisis al uso sobre dominio cognitivo. Porque, cuando se alude a ello, suelen saltarse etapas para ir, directamente, con más o menos éxito, al campo de batalla. En cambio, el enfoque del análisis en curso es más basal, con sus ventajas e inconvenientes. Pero distinto. Todavía se puede añadir otro, del mismo libro, igualmente incisivo y más esclarecedor, si cabe:
“La peculiaridad más sobresaliente que presenta una masa psicológica es la siguiente: sean quienes fueren los individuos que la componen, más allá de semejanzas o diferencias en los modos de vida, las ocupaciones, los caracteres o la inteligencia de estos individuos, el hecho de que han sido transformados en una masa los pone en posesión de una especie de mente colectiva que los hace sentir, pensar y actuar de una manera bastante distinta de la que cada individuo sentiría, pensaría y actuaría si estuviese aislado. Hay ciertas ideas y sentimientos que no surgen, o no se traducen en acción, excepto cuando los individuos forman una masa”36.
Aunque suene mal, lo que expone Le Bon es que hay una tarea previa, consistente en reunir a todo el rebaño, para llevarlo, cada uno siguiendo a al bovino o al caprino precedente, al interior del cercado. Una vez dentro del cercado, esa masa ya puede ser manipulada a conveniencia. Un cercado -esto es importante- que ya no es necesario que sea físico: puede y suele ser mental. Por eso, en definitiva, distinguimos el dominio cognitivo de los dominios físicos. ¿Es duro ser conscientes de ello? Para bien o para mal (saberlo siempre está bien; aplicarlo es opinable) se trata de la palabra de uno de los principales referentes mundiales en los estudios de psicología social.
De hecho, Wilson se tuvo que emplear a fondo para cambiar la opinión pública de una sociedad entera en no tanto tiempo (las “eras” de los políticos duran de 4 a 8 años y Wilson ya estaba en su segundo y último mandato) no solo empleó los métodos blandos ya señalados para moldear dicha opinión pública. También hubo políticas más duras: zanahoria, y palo. Por ejemplo, en 1917 fue aprobada la Espionage Act. En principio, como su nombre indica, perseguía el espionaje. Lo cual es muy razonable, a fuer de necesario, aun cuando para entonces no se había consumado la entrada de los EE. UU. en la guerra. Pero, de paso, aprovechando que el Missisipi pasa por San Luis, también perseguía todas aquellas informaciones y opiniones que pudieran ser susceptibles de “interferir en el esfuerzo de guerra”. Avant la lettre, claro. Es decir que, con base en un argumento razonable, se pasaba a tener una excusa para limitar y potencialmente erradicar toda crítica a sus propias decisiones, y se dejaba a la oposición, al partido gobernante y a la guerra, en la ilegalidad o, en el mejor de los casos, condenado a la clandestinidad37. Entonces… ¿Para qué tener oposición al gobierno? Y así es como un presidente demócrata, adoptó una política que había rechazado de plano en campaña electoral: de ser un furibundo defensor de la no-intervención, pasó a ser un defensor, no menos cerril, del rearme, de la guerra, así como de la censura necesaria para que nadie trastocara sus planes. Pero no todo acaba con esta ley. Hay más. Walter Lippmann, en 1917, convenció a Wilson de que creara una oficina pública destinada a fomentar una opinión pública saludable [healthy], definiendo tal cosa, literalmente, como una opinión pública que fuera favorable a la participación en la guerra mundial.
El libro de Lippmann, Public Opinion (1922) recoge su mentalidad y sus propuestas, que son las que puso en marcha bajo el mandato y la batuta de Wilson, justo después de terminar esa guerra, en el marco del clima desenfadado propio de la celebración de una victoria. La columna vertebral del libro la recoge una expresión popularizada por este autor, que es la “fabricación de consenso” [manufacture of consent]. Otra cuestión basal para la recta comprensión de lo que puede llegar a dar de sí el manejo del dominio cognitivo. Claro que las fronteras entre la verdad y la mentira son, entonces, relativas, en el mejor de los casos. Todo es una construcción, artificial e interesada, en la que vencerá quien disponga de los resortes más adecuados. Así, dice, “los mismos mecanismos que sirven para encarnar a los héroes, sirven para fabricar demonios”38. Recordemos, en este punto, el influjo de la escuela social constructivista, de Karl Deutsch y Alexander Wendt, a la que me he referido unas páginas más atrás. No puedo detenerme en los detalles del libro de Lippman. Pero otra cita literal sí puede ser interesante para que nos podamos hacer una idea de que, en efecto, estamos hablando de manipulación de la gente:
“Un mundo de ficción puede tener casi cualquier grado de veracidad [fidelity] y hasta donde esa verosimilitud pueda ser tomada en consideración, la ficción no es engañosa [fiction is not misleading]”39.
Y así, sucesivamente. Entonces, el problema no es que eso exista; ni que se haga desde las dictaduras (pues se supone que va con ellas) sino que hubo un plan, que se ejecutó, asimismo, en un país fuertemente identificado con la democracia, y las libertades, que, se supone, comienzan por la de conciencia.
Lippmann tuvo ayudantes muy cualificados para desempeñar esa ingente labor de control social en un país con tantos millones de habitantes. Destacó Arthur Bullard, un activista socialista, más bien filocomunista. Como resultado de todo ello, se creó un Comité de Información Pública (CPI), que, a modo de la vieja Oficina del Espíritu Público jacobina, no solo fomentaba a los corifeos de la guerra, sino que también se encargaba de “desacreditar” a quienes osaran oponerse a la guerra. Siendo, esta labor, tan importante o más que la primera.
En realidad, el líder de esta maquinaria de propaganda política, George Creel, estaba obsesionado con que todo lo que se oponía a la guerra era, a su vez, pura propaganda alemana. Visto lo visto, lo que no nos puede extrañar es que Bullard y Creel temieran la influencia de la narrativa alemana en la sociedad estadounidense. No pasaba por la mente de estos hombres, más allá de hipotéticos quintacolumnistas alemanes, el mero hecho de considerar que hubiera gente que, amando a su patria -EE. UU.- entendiera, sin embargo, que el interés real (recuerden la teoría de Steven Lukes, en este momento) de los EE. UU. discurriera por otra senda. Y todavía menos se les pasaba por la mente contemplar que otros -esta vez por mor de un discurso más universalista- pudieran oponerse a la entrada en una guerra mundial por motivos morales, o incluso religiosos.
La cuestión de fondo es sencilla, el mensaje es claro: no hay que confundir las noticias con la verdad… Lippman apunta que “si asumimos que las noticias y la verdad son los dos nombres de una misma cosa, creo que no llegaremos a ninguna parte (…) la hipótesis que parece más fértil es que las noticias y la verdad no son la misma cosa, y que tienen que ser claramente diferenciadas”40. Lippmann tenía clara la utilidad de los medios para crear una opinión pública, siempre atendiendo a lo que más le convenga a quien gobierne: “Es, en su origen y en su ideal, un instrumento para hacer mejor los negocios públicos, más que un instrumento para saber mejor lo mal que se hacen los negocios públicos”41. Así, toda la teoría del periodismo (independiente) como cuarto poder, es arrojada por la borda. Más allá de ello, hemos comprobado hasta donde llega (que es muy lejos) el arte de lo posible.
Conclusiones
En el ámbito académico, desde la ciencia política a las relaciones internacionales, pasando por la psicología social, hallamos mimbres útiles para enmarcar, explicar y, llegado el caso, profundizar, en las posibilidades del dominio cognitivo (estrategias, implementación, efectos).
Estudios como éste, y otros que se puedan llevar a cabo, muestran (y yo diría que demuestran) la pertinencia del objeto de estudio, que van de la mano de su trascendencia práctica. También (y, sobre todo) cuando hechos tan trascendentales como las guerras están en juego. De hecho, visto lo visto, no sería muy arriesgado afirmar la relevancia del asunto tratado para determinar el vencedor de la primera guerra mundial.
Sin embargo, nuestro análisis también pone de relieve otras consideraciones. De la misma manera que optar por ir estableciendo escenarios de zona gris genera animadversión en quienes los sufren, la opción seguida por Wilson-Lippman, una vez ha sido analizada fríamente, ha sido cuestionada dentro de los propios EE. UU. Una forma fácil de plantearlo es que todo tiene un precio. Jugar con el dominio cognitivo, precisamente porque es tan importante como delicado, puede no salir gratis, en términos de prestigio y/o legitimidad, hoy tan importantes. Chris Hedges plantea que, de esta manera, “lo que perdura no es la democracia liberal, sino su mito”, que es empleado por las “elites corporativas” para “justificar dinámicas de manipulación y subyugación”42. Otros, siguiendo sus aguas, van un poco más lejos. Así, otro estadounidense, Patrick Deneen, detecta fenómenos similares, en la actualidad.
Y así nos lo plantea, en su libro Why Liberalism Failed? (2018) aduciendo que, si bien el liberalismo, propio de las democracias occidentales, ciertamente, no es equiparable, en sus formas, al comunismo ni al fascismo. Podría llegar a guardar similitudes, en algunos aspectos, sobre todo en lo que se refiere al fondo de la cuestión:
“a diferencia de los regímenes visiblemente autoritarios que surgieron consagrados al avance de las ideologías del fascismo y el comunismo, el liberalismo es menos visible ideológicamente (…) En claro contraste con sus crueles competidores ideológicos, el liberalismo es más insidioso: siendo una ideología, finge ser neutral, afirmando que no alberga preferencia alguna y negando pretender moldear las almas de quienes viven bajo su gobierno (…) de este modo se invisibiliza”43.
Sin embargo, añade, ese camuflaje no impide que la realidad salga a la luz. Seamos claros: el liberalismo, en sus orígenes, fomentaba que cada cual fuese una persona formada, para tener criterio propio. El objetivo del gobierno consistía en asegurar los medios, ya fueren de provisión pública o privada, para que sus ciudadanos alcanzaran esa suerte de mayoría de edad intelectual; en ningún caso debía decirles lo que tenían que pensar. Esto es lo que debería recuperarse, añade Deneen para terminar.
En definitiva, desde el punto de vista conceptual, es bastante más plácido, por cruel que sea en su ejecución práctica, un combate en los dominios tradicionales. La aparición de más dominios (y a nadie se le esconde la conexión entre el ciber y el cognitivo, sin ir más lejos) genera nuevas oportunidades e incomodidades. Lo cual no es óbice para admitir su importancia práctica, también en el fenómeno de la guerra. Pero eso no puede ser un obstáculo para su investigación. Por el contrario, precisamente por ello, debe ser un acicate para perseverar en la misma. Ahora bien, el trabajo en el dominio cognitivo no está exento de problemas, que también han sido puestos de relieve en este análisis. Y no me refiero a la cuestión tecnológica de los emisores y receptores del mensaje. No: doy por supuesto, para avanzar en mi propio enfoque del tema, que esa parte está resulta. Lo que no excluye, sino que alumbra, la aparición de nuevas servidumbres.
Josep Baqués Quesada
Las ideas contenidas en estos artículos son responsabilidad de sus autores, sin que reflejen necesariamente el pensamiento del CESEDEN o del Ministerio de Defensa.
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Una aproximación politológica al análisis del dominio cognitivo
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