
10 jun 2025
IEEE. Un mundo en profunda transformación
Jorge Dezcallar de Mazarredo. Embajador de España
La guerra en Ucrania va mucho más allá de una disputa fronteriza por asegurar unos territorios estratégicos y responde a fuerzas de cambio muy profundas en la geopolítica que ha regido el mundo desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Cuando Xi Jinping visitó Moscú en marzo de 2023 le dijo a Putin mientras se despedía: «Ahora mismo se están produciendo cambios como no hemos visto en cien años, y somos nosotros los que estamos dirigiendo esos cambios». Y un Putin sonriente le respondió: «Estoy de acuerdo». Probablemente recordaba la frase atribuida a Lenin de que «hay décadas en las que no ocurre nada y semanas en las que ocurren décadas». O algo muy parecido. Y ahí estamos.
En Empires of Eurasia. How Imperial Legacies Shape International Security1, Jeffrey Mankoff afirma que una nueva «edad imperial» está naciendo en el corazón de Eurasia donde cuatro viejos imperios —Rusia, China, Irán y Turquía— persiguen hoy «geopolíticas imperiales» que los llevan a intervenir en los asuntos de sus vecinos bien por la fuerza de las armas, como Rusia en Ucrania, e Irán y Turquía en Siria, o por la del comercio y los lazos étnicos y lingüísticos como hace China en Asia Central y el Sudeste Asiático. Mankoff cree que ese pasado imperial no es solo retórica, sino que va mucho más allá en el sentido de que, por culpa de ese pasado, estos cuatro países ni se consideran ni quieren ser Estados-nación confinados a unos territorios claramente definidos. Se consideran «Estados-civilización» un poco por encima del bien y el mal, con influencia muy lejos de sus fronteras establecidas. Lo mismo cabría decir de China, India o Estados Unidos. Sea o no cierto —y a mí me parece que lo es—, no cabe duda de que el pasado imperial de Rusia está muy presente en la coreografía y en el simbolismo que rodea las apariciones públicas del presidente de la Federación Rusa.
En la cabeza de Putin —como en la de muchos otros— existe el convencimiento de que estamos ante el fin de una época geopolítica y el comienzo de otra, y ya se sabe que ese es un momento particularmente incómodo e inestable. Como dice Claudio Magris, cuando una época muere y otra no acaba de nacer nos encontramos en «la época de los monstruos». Eso es exactamente lo que ocurre, porque Occidente pierde fuerza, el sur global gana peso, el centro económico del planeta se ha desplazado desde el Atlántico Norte al Indo-Pacífico, y una serie de países emergentes como China, India, Brasil, Indonesia, Suráfrica, México, Nigeria y otros quieren dos cosas que son justas pero difíciles de conseguir sin romper la baraja: otro reparto del poder en el mundo y otras normas para regir la geopolítica mundial. De eso se ha hablado en el comienzo de la Asamblea General de las Naciones Unidas reunida en Nueva York en septiembre de 2024. Aunque no me parece que sea ya un nuevo orden, porque no será fácil de lograr, sin duda es un nuevo desorden.
Esos países tienen razón porque los vencedores de la Segunda Guerra Mundial se repartieron el poder y la influencia en el mundo en Yalta, El Cairo, Potsdam, Teherán, San Francisco, Bretton Woods, etcétera, y crearon la ONU y su Consejo de Seguridad, el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional… Hoy, ochenta años más tarde, el mundo ha cambiado mucho y ellos siguen igual. Lo ha reconocido António Guterres, secretario general de las Naciones Unidas, cuando dijo en la cumbre de los BRICS en Johannesburgo algo tan obvio como que «la gobernanza global debe representar el poder y las relaciones económicas actuales, no las de 1945». Tan sencillo como eso. Tiene mucha razón porque los vencedores de la Segunda Guerra Mundial dividieron la tarta del poder entre ellos sin permitir que nada cambie en los tres cuartos de siglo transcurridos desde entonces, como se demuestra por el hecho de que Francia esté en el Consejo de Seguridad de la ONU con asiento permanente y derecho de veto y no lo esté la India, que también es potencia nuclear y tiene mil cuatrocientos millones de habitantes, pero que entonces, en 1945, era todavía una colonia británica. O que en el Consejo no haya un solo país africano o sudamericano. O que Estados Unidos no quiera renunciar al control del FMI, que mantiene desde su misma fundación. O que China tenga más o menos los mismos votos que Italia en el Banco Mundial. Es obvio que existe un grave problema de representatividad.
Son cosas que tienen que cambiar, idealmente desde dentro, aunque no es fácil hacerlo porque, por ejemplo, en el Consejo de Seguridad de la ONU, que todo el mundo coincide en que se debe reformar, todos los miembros permanentes tienen derecho de veto y están dispuestos a ejercerlo para impedir cualquier mudanza que vaya en contra de sus intereses. Si los cambios no se promueven desde dentro, se forzarán desde fuera —lo que no creo que vaya a ser mejor—, porque la realidad es tozuda y acabará imponiéndose de una u otra forma, por las buenas o por las malas, reformándolos, ampliándolos para dar cabida a otros o, simplemente, creando otras instituciones más acordes con el paso de los tiempos que dejen a las viejas sin trabajo y vacías de contenido, algo que está comenzando a suceder, tal como muestra la creación del Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras, que ya ha comenzado su andadura. Lo que no se adapta acaba rompiéndose, y el actual reparto del poder no es ya solo que no sea justo y no responda a los nuevos tiempos, sino que, además, es disfuncional cuando se trata de abordar problemas globales como el cambio climático, la proliferación nuclear, la seguridad alimentaria o sanitaria, y la pobreza y las crecientes desigualdades, sin olvidar la necesaria regulación digital. La organización geopolítica mundial impide enfrentar estos retos con la eficacia que sería deseable porque las soluciones parciales que ofrecen los Estados son simplemente insuficientes.
Igual ocurre con las reglas: las que nos rigen son demasiado blancas, demasiado cristianas y demasiado occidentales. Para algunos son incluso demasiado masculinas. Son producto de la civilización cristiana, de la filosofía griega y del derecho romano; están pasadas por un Renacimiento que puso al individuo en el centro mismo de la creación; por Francisco de Vitoria y Hugo Grocio y sus principios de derecho internacional; por Descartes, que diferenció entre los planos que ocupan el ser humano, la naturaleza y la divinidad; y por la Ilustración, que ha puesto la duda en el centro mismo del debate racional, pues sin duda no hay progreso... Eso era perfectamente aceptable para unas Naciones Unidas que tenían 53 miembros en 1945 —bastante homogéneos—, pero ahora resulta que los miembros de la ONU son 193, la mayoría de la población del mundo no pertenece a la raza blanca y vive en países que tienen otras culturas y que han seguido otros itinerarios civilizacionales ni mejores ni peores, sino diferentes.
En China, heredera de la filosofía de Confucio, el respeto a la autoridad o la meritocracia priman sobre la democracia, al igual que consideran que el grupo debe prevalecer sobre el individuo. Recuerdo una viva discusión hace algún tiempo con el rector de la Universidad de al-Azhar en El Cairo, en la que él me decía que la igualdad de género no es que le pareciera mal, es que era mucho peor: el mismo concepto le ofendía porque era lo contrario de lo que Alá reveló al Profeta por boca del ángel Gabriel y él recogió en el sagrado Corán; o que no compartía la idea de relegar la religión al mundo privado cuando en su opinión debía permear todos los actos de la vida diaria del creyente. De ahí la incomprensión e irritación de los musulmanes ante las ofensas a Mahoma o al Corán, que consideran blasfemas, y nuestras profundas diferencias sobre la libertad de expresión. En el verano de 2023, turbas vociferantes asaltaron las embajadas de Suecia y Dinamarca en Bagdad y en Teherán en protesta por la quema de un Corán por parte de un provocador en Estocolmo. El Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas aprobó poco después, con el voto de 28 de sus 47 miembros, una resolución que condena el odio religioso y «exhorta a los Estados a que examinen sus leyes […] con miras a identificar lagunas que puedan impedir la prevención y el enjuiciamiento de actos y la apología del odio religioso […] y que adopten medidas inmediatas para llenar esos vacíos». Solo votaron en contra los países europeos, Estados Unidos y Costa Rica, mostrando cómo los valores occidentales están hoy en regresión ante el acelerado cambio en las relaciones de poder en el mundo. Tras esta resolución, el Gobierno de Dinamarca (donde se han quemado provocadoramente hasta ciento cincuenta Coranes en los últimos tres años) ha decidido cambiar la ley para proteger en espacios públicos «el trato inadecuado de objetos que tengan un significado religioso para una comunidad». Lo entiendo, pero no lo comparto. Creo que no se debe despreciar lo que es un símbolo religioso para mil millones de musulmanes —yo nunca lo haría porque hay cosas que son legales pero que no se deben hacer porque no son éticas y, además, no me gusta ofender los sentimientos ajenos—, pero también creo que limitar la libertad de expresión es un camino equivocado porque no tiene fin.
Los occidentales nos vemos limpios e impolutos, pero no es así como otros nos ven: José Ignacio Torreblanca escribía, en un artículo publicado en The European Council on Foreign Relations el 28 de agosto de 2023, que:
«Las encuestas del ECFR muestran que muchos países del sur global ya no ven a la Unión Europea como un actor que defiende un sistema abierto y basado en normas, sino uno que los empuja a unirse a los esfuerzos europeos y americanos para derrotar a Rusia y contener a China. Ven un mundo de sanciones, control de exportaciones, revisión de inversiones y medidas proteccionistas que perjudican su crecimiento e intereses».
Todo ello con la excusa de defender nuestros valores. Hechos como el asalto al Capitolio de Estados Unidos, el país líder de Occidente y cabeza de las democracias, daña nuestra imagen y no contribuye a aumentar el prestigio de los valores que defendemos. E igual ocurre con las percepciones de hipocresía y doble rasero en nuestro manejo de las crisis de Irak, Ucrania y Gaza en el momento actual. En mi opinión, tienen razón.
Por eso, combinar nuestros valores occidentales con los de estos países no es fácil, pero hay que tratar de hacerlo porque hoy en día no se podría aprobar por consenso la Declaración Universal de los Derechos Humanos como se hizo en 1948 en unas Naciones Unidas que eran mucho más homogéneas que ahora… y mucho más reducidas. El precio de no hacerlo es ir a un mundo dividido, a una desconexión, un decoupling que nos puede llevar a tener que vivir entre sistemas de normas, de Internet o de transferencia de fondos financieros (SWIFT) diferentes e incompatibles entre sí.
El asunto es acuciante y el exponencial desarrollo que vive la inteligencia artificial en los últimos tiempos lo hace aún más urgente pues, como hace décadas decía el historiador británico Arnold Toynbee, el polvo que levanta el galope de los caballos de la historia no nos permite ver con claridad lo que acontece a nuestro alrededor. Y tiene mucha razón porque hoy galopa desbocado. Si Émile Zola se preocupaba por el daño que podía provocar en el cerebro la tremenda velocidad del ferrocarril en 1840 (treinta kilómetros por hora), hoy la aceleración del tempo histórico se ha desbocado porque confluyen en nuestras cortas vidas cuatro revoluciones: la del átomo o tecnológica (robotización), la del bit o digital, la del gen o biológica y la demográfica, que ha multiplicado por más de tres la población mundial desde 1945 hasta hoy para pasar de 2500 millones a 8000. Juntas provocan cambios de una dimensión nunca vista, así como rivalidades por hacerse con los alimentos, la energía, los minerales y conocimientos necesarios para alimentarlas mientras caminan a tal velocidad que frustran los intentos gubernamentales para legislar sobre ellas.
La inteligencia artificial ofrece tantas ventajas —desde reconocimiento facial a generación de textos— que a veces nos hacen olvidar sus enormes riesgos, como difundir desinformación a escala industrial, elaborar patógenos o facilitar el acceso a algoritmos que tan pronto sirven para producir medicinas como armas químicas. El cinematográfico ataque sobre los buscadores (pagers) que utilizaba Hezbolá en Líbano y Siria en septiembre de 2024 es solo un ejemplo de las posibilidades que la IA ofrece y que hace que un escalofrío recorra la columna vertebral cuando uno mira su propio teléfono móvil.
A este respecto cabe recordar la llamada que hizo Angela Merkel —antes de dejar la política— para convocar una conferencia tecnológica mundial con objeto de establecer juntos las reglas que deben supervisar un progreso desbocado que, junto con avances impensables hace pocos años, también crea riesgos y dilemas éticos. Como ya pasó el tiempo en que europeos y americanos dictábamos las normas, es algo que debemos hoy hacer todos juntos. Son muchos los científicos que están preocupados por este asunto y, por eso, las grandes potencias, sin dejar de lado una inevitable rivalidad, deberían ser capaces de cooperar en algo que a todos interesa en la línea propugnada por los directores de los principales laboratorios donde se desarrolla inteligencia artificial que, en mayo de 2023, emitieron un comunicado que decía que «mitigar el riesgo de extinción por IA debería ser una prioridad global, igual que otros riesgos a escala societaria como las pandemias o la guerra nuclear». Lo que sucede es que, aunque es imperativo regularla, no es fácil porque progresa muy deprisa, ya que, como advierten Markus Anderljung y Paul Schafer en su artículo «How to Prevent an AI Catastrophe», publicado en Foreign Affairs el 14 de agosto de 2023, «los peligros de la IA en la sociedad actual nos llegan de los modelos de ayer», y por eso algunos científicos han pedido una pausa en el desarrollo de sus algoritmos más avanzados. La IA generativa es el mayor salto dado por la humanidad y, como dice Sam Altman, no es seguro que vaya a salir bien. En respuesta a estas advertencias, ya en noviembre de 2023 se ha dado un primer paso importante en lo que me parece la dirección correcta para intentar controlar la inteligencia artificial. Ha sido en Bletchley House, cerca de Londres, donde se inició un proceso que ha culminado con la adopción de la primera regulación de la IA durante la reciente presidencia española de la UE. No deja de ser irónico que la IA sea una creación de norteamericanos y chinos y que seamos nosotros, los europeos, los primeros que tratemos de regularla.
Sea como fuere, es imperativo que seamos capaces de regular la IA antes de que sea ella la que nos domine a nosotros, como de forma llamativa ha dicho Yuval Noah Harari. Las Naciones Unidas están tan preocupadas con el tema que le ha dedicado un tiempo especial y la Cumbre del Futuro, celebrada durante la Asamblea General de la ONU en septiembre de 2024, abogaba por la creación de una agencia internacional porque «la tecnología es demasiado importante, hay demasiado en juego para confiar únicamente en las fuerzas del mercado y un mosaico de retales fragmentados de acciones nacionales y multilaterales». Amén.
Otra amenaza —y no menor— es la nuclear, que es como el Guadiana, pues aparece y desaparece en función de los intereses de Putin en cada momento. Ahora aumenta porque se han interrumpido los contactos entre americanos y rusos que aseguraron la paz durante la Guerra Fría: se ha denunciado el Acuerdo Nunn-Lugar para inspirar confianza, y también los tratados de Cielos Abiertos y NIF (sobre misiles de medio alcance en Europa). Además, rusos y americanos han dejado también en suspenso el tratado START sobre misiles balísticos intercontinentales, lo que es particularmente grave cuando cada uno tiene mil seiscientas cabezas y ambos están modernizando sus stocks. China, por su parte, que «solo» tiene trescientas, las está aumentando a buen ritmo y espera tener mil en 2030. O sea, cada vez hay más bombas y cada vez hay menos control. Por si fuera poco, Rusia ha renunciado al axioma de no ser la primera en usar el arma nuclear y Trump ha dicho que volverá a autorizar las pruebas nucleares terrestres, las que se hacen fuera de laboratorio, que prohíbe expresamente el CTBT (Comprehensive Nuclear Test Ban Treaty) que han firmado 187 países pero que no ha entrado en vigor porque Washington y otros muchos aún no lo han ratificado. El resultado es que cuando cayó la Unión Soviética el reloj Doomsday, que mide la cercanía de una crisis nuclear, marcaba nueve minutos y hoy está a tan solo diecisiete segundos. Según los servicios de inteligencia americanos en octubre de 2022, el riesgo de que Rusia usara armas nucleares en Ucrania era de un escalofriante 50%. Como consecuencia, regresa el lenguaje bélico, aumentan los presupuestos de defensa (un 7% desde 2023, hasta suponer el 4,2% del PIB global, más que el de Italia o Brasil) y vuelve el servicio militar a algunos países como Letonia, Lituania, Serbia, Croacia o Suecia. Por ahora.
En septiembre de 2024, el debate nuclear ha vuelto a reavivarse al rebufo de la controversia entre Biden y Starmer sobre si permitir que los ucranianos utilicen misiles aliados de largo alcance contra objetivos dentro de Rusia. Putin ha dicho que eso tendría consecuencias porque nos implicaría en la guerra, y el locuaz Dimitri Medvedev añadía color al tema diciendo que dejarían a Kiev planchada como «una mancha gigante gris y derretida». La discusión británico-norteamericana concluyó en noviembre de 2024 cuando Biden y Starmer permitieron a Zelenski el uso de misiles americanos (ATACMS) y británicos (Storm Shadow) capaces de penetrar hasta ochocientos kilómetros en territorio ruso. Moscú respondió el 21 de noviembre lanzando sobre Dnipró un nuevo misil hipersónico de medio alcance, el Oreshnik, capaz de portar una cabeza nuclear. Y no solo eso, sino que amplió la doctrina militar rusa para permitir el uso del arma nuclear cuando el país sea atacado por otra potencia que no sea nuclear pero que tenga el apoyo de potencias nucleares. Blanco y en botella.
También Donald Trump abandonó de forma unilateral el tratado nuclear con Irán, lo que aumentó la inestabilidad en Oriente Medio que luego Israel, Hamas, Huzíes, Hezbolá y el mismo Irán se han ocupado de llevar al límite. Había unas discretas conversaciones indirectas entre americanos e iraníes en Omán para un nuevo tratado, pero los «asesinatos selectivos» de Tel Aviv (como el del líder de Hamas, Haniye) y la respuesta de Teherán en forma de misiles y drones sobre Israel las han frustrado como probablemente deseaba Jerusalén. Hoy Irán está enriqueciendo uranio sin control y por encima de los límites permitidos por la Agencia Internacional de la Energía Atómica, lo que le acerca peligrosamente a poder dotarse del arma nuclear y eso es, para Israel, un inaceptable riesgo existencial, pues Teherán no renuncia a su objetivo de destruir «la entidad sionista». Además, si Irán se hace con la bomba, los turcos, sauditas y egipcios querrán tenerla también, y eso provocaría una indeseable carrera de armamentos en Oriente Medio. Los iraníes dicen que ellos no la quieren, pero sería muy ingenuo creerlos, sobre todo cuando ven cómo Corea del Norte se ha convertido en intocable tras cruzar el umbral nuclear. Algo de esperanza ha aportado el discurso moderado del nuevo presidente iraní, Pezeshkian, en la AGNU de 2024, que ofreció reanudar las conversaciones nucleares sobre la base del acuerdo que torpedeó Donald Trump en 2016. Con la llegada de Trump a la Casa Blanca ambos países tendrán que tomar decisiones: Irán tendrá que determinar de una vez si quiere seguir siendo una revolución o convertirse en un Estado normal y también tendrá que decidir si opta o no por tratar de cruzar el umbral nuclear para convertirse en intocable como Corea del Norte. Por su parte, EE.UU. tendrá que resolver si opta por una negociación con Irán para un nuevo JCPOA (Joint Comprehensive Plan of Action), que es como se llamó el acuerdo nuclear que Trump torpedeó en su primer mandato, o si volver a una política de «máxima presión» (sanciones) o incluso a otra donde «todas las opciones estén sobre la mesa», lo que es un eufemismo para referirse al cambio de régimen (aunque no parece que la poca apetencia de Trump por aventuras exteriores lo vaya a llevar por este camino, que es el que desearían los más extremistas en Israel).
Kim Jong-un, el sátrapa que rige sin controles un paraíso de autómatas comunistas en el que la gente se muere de hambre, se burló de Donald Trump en un par de reuniones en las que ganó legitimidad internacional a cambio de nada, y hoy es una potencia nuclear intocable con misiles cada vez más potentes que ya pueden alcanzar las costas norteamericanas mientras que, al igual que Irán, suministra armamento a Rusia para su «operación militar especial» en Ucrania. También le ha enviado diez mil soldados para combatir. Allí lo tienen claro: más cañones y menos mantequilla. No hay que descartar que un día pueda cooperar con Irán y lo ayude a cruzar el umbral nuclear para entrar así en el selecto club en el que ya están también países envueltos en conflictos, como Israel, y otros que se llevan muy mal, como Pakistán e India. También están los europeos Francia y Reino Unido. Si se suman a norteamericanos, chinos y rusos son ya demasiados.
Eso le plantea un problema serio a Europa que, sin el escudo nuclear americano que le da la OTAN, puede quedar a merced de una Rusia expansiva si Trump, que ha ganado las elecciones, hace lo que ha dicho que haría: no ayudar a los europeos que no gasten suficiente en defensa e, incluso, abandonar la OTAN (algo imposible porque nunca reunirá los 2/3 de votos necesarios en el Senado) o vaciarla de contenido al negarle armas y financiación (algo perfectamente posible). Una autonomía europea en defensa no es creíble sin el arma nuclear y, tras el Brexit, solo la tiene Francia en toda la Unión Europea. No hay más remedio que hablar del asunto por espinoso que sea y por poco que guste a nuestros políticos.
Todo con la esperanza de que no sea demasiado tarde para eso porque China y Rusia ya no estén interesados —como están Estados Unidos y Europa— en adaptar el orden geopolítico heredado de la Segunda Guerra Mundial porque lo consideran muerto. Es la tesis que defiende Mark Leonard en su artículo «China is Ready for a World of Disorder» publicado en el número de julio-agosto 2023 de Foreign Affairs. Ese convencimiento se revela en su diferente respuesta a la guerra de Ucrania: mientras Washington considera que las acciones rusas son un desafío a un orden basado en reglas que debe ser reforzado, China cree que ese orden ha sido durante muchos años la hoja de parra con la que Occidente trataba de ocultar su dominio e interpreta la invasión rusa como signo de que el mundo entra en una fase de desorden del que habrá que protegerse. Ya no vale reformar, ya pasó el tiempo de hacerlo, hoy la realidad es otra y ya se ha impuesto: el mundo que conocemos se disgrega.
Según esta tesis, Xi también está convencido de que lo que define al mundo del siglo XXI es más el desorden que el orden multilateral que ha definido el siglo XX y que, con sus inconvenientes y excepciones (Vietnam, Irak…), nos ha proporcionado estabilidad durante los últimos setenta y cinco años. Xi piensa que el viento sopla en sus velas y que China está mejor preparada que Estados Unidos para sacar partido de lo que se nos viene encima. Sin embargo, China puede ser un gigante con pies de barro que trata de abarcar más de lo que realmente puede, como bien señala Ignacio de la Torre en su artículo «Sobre la caída de los imperios y el declive económico de China», publicado en la revista Política Exterior en octubre de 2023, donde mantiene la tesis de que las debilidades chinas le impedirán sobrepasar económicamente a Estados Unidos. En mi opinión, es bastante acertado.
Mark Leonard confirma que Xi Jinping está convencido de que el mundo se identifica cada día más con el desorden que con el orden, de que China está mejor preparada que Estados Unidos para lidiar con él y de que esto le exige lo que llaman una aproximación «holística» a la seguridad nacional que ya no se puede establecer únicamente en términos de desafíos militares, sino también culturales, económicos, tecnológicos, comerciales, y biológicos, entre otros —porque todo es hoy susceptible de convertirse en un arma— frente a los que hay que tomar precauciones. Los chinos creen que el mundo no vive una nueva guerra fría porque no hay una competencia ideológica como la que había en 1945 y porque, como dice Gavin Mortimer en un artículo publicado en The Spectator en septiembre de 2024, la competencia hoy es entre el capitalismo liberal y el capitalismo de Estado, porque el poder económico está mucho más repartido, porque el mundo tiene hoy una interdependencia que no existía entonces y porque la actual estructura geopolítica se aleja del modelo centro-periferia en temas económicos o securitarios en favor de otro esquema de competición y/o cooperación policéntrico en el que China podrá dominar sin imponer a nadie su modelo porque el mundo será más rico y variado y evitará bloques o alianzas estables, más en la línea de lo que hoy ya persigue el sur global.
O que persigue la propia Rusia. Es lo que cree Kristi Raik, subdirector del Centro Internacional de Defensa y Seguridad de Tallin, Estonia, que pone claramente de relieve el temor que inspira el expansionismo ruso en los países vecinos, y no hay que culparlos por ello. En un artículo publicado en Foreign Policy en noviembre de 2023, afirma que a Europa le espera un futuro complicado dominado por el antagonismo con Rusia porque Moscú no aceptará nunca un equilibrio de poder que reduzca la esfera de influencia que tenía en la época zarista y soviética, mientras que Europa no podrá nunca aceptar la existencia de esferas de influencia en el continente. Eso conducirá —siempre en su opinión— a que, en cuanto reconstruya sus capacidades militares, mermadas en la guerra de Ucrania, Rusia volverá a querer revisar el equilibrio de poder en Europa. Para evitarlo, Occidente no tendrá otro recurso que seguir una política proactiva de contención que incluya unas capacidades creíbles en el dominio de la defensa y también la admisión de Ucrania en la OTAN.
Como las guerras aceleran la marcha de la historia, la invasión de Ucrania ha acelerado el proceso de ampliación de la Unión Europea hacia los Balcanes como necesidad geoestratégica con objeto de evitar «zonas grises» sobre las que Rusia pudiera un día pretender extender su zona de influencia, que Putin desea hacer coincidir con las fronteras de la antigua URSS, cosa que pone los pelos de punta a muchos vecinos. Los vacíos no son buenos porque dan ideas. De eso se habló en la cumbre de Granada de la Comunidad Política Europea. Ucrania es el ejemplo más claro de esta aceleración del tempo histórico: solicitó la admisión poco después de la invasión rusa y solo unos meses más tarde, en junio de 2022, logró ser designada como país candidato. Todo un récord. Desde entonces, Ucrania ha trabajado por cumplir las condiciones que exige el ingreso en la Unión Europea, los llamados «criterios de Copenhague», en algunos de los cuales (lucha contra la corrupción, contra el poder de los oligarcas) Ursula von der Leyen reconoció que se habían hecho avances sustanciales en la visita que hizo a Kiev en noviembre de 2023, lo que alimentó las esperanzas de Ucrania de que las negociaciones pudieran comenzar muy pronto, a principios de 2024, como se acordó en el Consejo Europeo de 2023 celebrado bajo presidencia española. Cuando acababa de estallar el conflicto de Gaza, este es el tipo de mensaje que Kiev, temeroso de pasar a segundo plano en la atención occidental, necesitaba oír. Por eso su ministro de Asuntos Exteriores lo agradeció en Berlín al decir que «hicimos nuestras reformas y aprobamos la legislación necesaria para cumplir e implementar las recomendaciones […] Ucrania se convertirá en un valor añadido, no en una carga para la Unión Europea», que ahora deberá también comenzar a hacer las reformas internas (número de comisarios, derechos de voto, regla de la unanimidad, etcétera) que la futura ampliación hacia los Balcanes demanda. Desde entonces continúa la guerra, con Rusia avanzando en los últimos meses, mientras se mantiene vivo el proceso de acercamiento, lento pero ¿seguro? de Ucrania a la UE y, más complicado todavía, a la OTAN. A este respecto, la Cumbre de Washington, en julio de 2024, reafirmó la voluntad de acoger a Ucrania en su seno cuando cumpla las condiciones y los miembros decidan. O sea, sí, pero cuando las circunstancias lo permitan y no, desde luego, mientras persista el actual conflicto, sobre el que la llegada de Donald Trump a la presidencia siembra algunas dudas, pues ha asegurado que favorecería una negociación entre Rusia y Ucrania para ponerle fin en muy poco tiempo. No será fácil ponerlos de acuerdo, no será buena idea sacrificar a Ucrania (en territorio, en un futuro acceso a la OTAN) y no será bueno dar una victoria a Moscú que premie la agresión y anime eventualmente a otras. Otro problema para Trump es que, una vez que las negociaciones comiencen, toda la presión de la opinión pública recaerá sobre él; Putin no tiene opinión de la que preocuparse.
La guerra de Ucrania también ha favorecido la puesta de largo de lo que se ha dado en llamar el sur global, uno de los acontecimientos más importantes de los últimos tiempos, resultado de lo que Fareed Zacharia calificó como the rise of the rest (el ascenso de los demás), la aparición en el escenario geopolítico mundial de una serie de países (nada menos que 134) con ambiciones de revisar el reparto de poder que se hizo en 1945. Estos países, ricos o pobres, repartidos por África, Sureste Asiático, océano Pacífico y América Latina han experimentado un rápido crecimiento en los últimos años y se diferencian del Movimiento de Países No Alineados o el G77 del siglo pasado en su adscripción mucho menos ideologizada, pues no enarbolan banderas comunistas o de rebelión anticolonial, sino que, como dice Sarang Shidore en «The Return of the Global South», en Foreign Affairs (31 de agosto de 2023), se mueven «por interés nacional», quieren más autonomía estratégica, más poder político en la geopolítica global y cuestiones muy concretas como atraer inversión y comercio, pedir más ayuda para combatir el cambio climático, y presionar en favor del alivio de la deuda de los países más necesitados. El suyo es un enfoque pragmático y desideologizado que les permita en cada momento acercarse al árbol que mejor sombra dé.
Los países del sur global no desean tomar partido entre las grandes potencias en liza y prefieren dejar todas las opciones abiertas para alinearse según las conveniencias de cada momento o no hacerlo. Arabia Saudí o la India son ejemplos paradigmáticos de esta tendencia: los sauditas han pasado de firmes aliados de Washington en Oriente Medio (Estados Unidos sigue siendo su principal suministrador de armas) a abrirse hacia China, primero en el ámbito económico, con sus exportaciones de petróleo, y luego políticamente, pues ha sido China la que ha facilitado la reanudación de relaciones diplomáticas con la República Islámica de Irán mientras pacta los precios del crudo con Rusia en el marco de la OPEP+. Es lo que se llama una politique tous azimuts. Turquía es miembro de la OTAN, pero a la vez mantiene buenas relaciones con Rusia y busca hacerse con un espacio de influencia en Asia Central, lo que la coloca en competencia tanto con Rusia como con China. La India se aleja algo de Rusia (aunque le compra cada día más petróleo y más gas licuado y sigue siendo su principal cliente de armamento) mientras se abre a cooperar con Estados Unidos en el Pacto Quad (con Japón y Australia), que tiene la finalidad confesada de tratar de contener a China en el Pacífico, con la que coincide en el grupo de los BRICS.
En relación con Ucrania, estos países no solo rechazan aplicar sanciones a Rusia (salvo en el caso de que fueran dispuestas por la ONU), sino que han aumentado el comercio con Moscú: un 68% Emiratos Árabes Unidos, un 87% en el caso de Turquía y hasta un 205% en el de la India. Son solo algunos ejemplos.
Se han visto algunas muestras de ese sur global en búsqueda de su independencia a lo largo de 2023 durante la última cumbre iberoamericana de Quito en marzo, en la reunión UE-CELAC celebrada en Bruselas en julio y en la cumbre de los BRICS de Johannesburgo en agosto. En todas ellas, los países emergentes han mostrado una rebeldía y una firmeza hasta ahora desconocidas en relación con la guerra de Ucrania frente a las posiciones occidentales. Así, la cumbre iberoamericana solo logró acordar —y eso con gran esfuerzo de España— un texto vago que ni condenaba ni mencionaba a ningún país y que se limitaba a pedir en términos generales una «paz completa, justa y duradera en todo el mundo basada en la Carta de las Naciones Unidas, incluyendo los principios de igualdad, soberanía e integridad territorial de los Estados». No hubo forma de condenar a Rusia.
Algo parecido ocurrió en la cumbre EU-CELAC (Comunidad de Estados de América Latina y el Caribe), celebrada en Bruselas en julio de 2023, a la que no fue posible invitar a Zelenski, que había solicitado poder explicar sus puntos de vista a los asistentes con vistas a ganar apoyos. No es que no hubiera acuerdo, es que hubo una clara oposición a su presencia por parte de algunos latinoamericanos. La mayoría de los miembros de la CELAC culpan a Rusia de la invasión y han apoyado las cuatro resoluciones que la ONU había adoptado al respecto hasta la fecha, pero no quieren aplicar sanciones a Rusia. Las razones son variadas, desde pensar que debe imponerlas la ONU y no los países, hasta el antiimperialismo latente frente a Estados Unidos y el anticolonialismo frente a Europa, una vaga tradición de no alineamiento, ver doble rasero en la moral occidental —que no trata igual los conflictos de Irak y de Ucrania—, no desear enemistarse con Rusia, de cuyos fertilizantes dependen, o la misma generosidad de Rusia frente a Europa y Estados Unidos durante la pandemia, cuando Rusia (y también China) les enviaban vacunas (Sputnik V) y mascarillas que ellos no lograban poder comprar porque Occidente pagaba más y acaparaba las que había en el mercado.
Otro ejemplo ha sido la cumbre que los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) han celebrado en Johannesburgo en agosto de 2023. Los allí reunidos han dado otra vuelta de tuerca abogando por proporcionar un nuevo enfoque a las relaciones internacionales y por abandonar la política de bloques enfrentados para sumar aliados unidos por intereses comunes, como son el desarrollo o el bienestar social con libre elección del modelo político sin interferencias ajenas. Todo con una nueva arquitectura que pasa por crear nuevas instituciones económicas y financieras y —como desiderata— un progresivo abandono del dólar como moneda de aceptación universal. En Sudáfrica, los BRICS acordaron ampliar el número de miembros y, entre una treintena de candidatos, se invitó a Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos, Egipto, Irán, Etiopía y Argentina (Javier Milei declinó la invitación al llegar a la Casa Rosada) a unirse al grupo a partir del primero de enero de 2024. Se ignoran los criterios seguidos para hacer esta selección y dejar fuera a otros postulantes como Indonesia o Argelia. El grupo ampliado reunirá el 35% del PIB mundial, el 46% de la población del mundo, y su PIB será superior al del G7, que solo tiene el 30% del PIB y menos del 10% de la población. Si logra actuar unido —lo que no será fácil por los desacuerdos entre India y China, Egipto y Etiopía, e Irán y Arabia Saudí, o como consecuencia de la propia amistad de El Cairo, Abu Dabi y Riad con Washington—, se podrá eventualmente convertir en un contrapeso del G7 o en un peso importante dentro del G20, aunque, desde luego, no parece que eso vaya a suceder a corto plazo.
Su mayor acuerdo es sobre la necesidad de reformar el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Son cambios muy importantes que China apoya. Raja Mohan, en el artículo «The BRICS Expansion is not a Triumph for China», publicado en Foreign Policy el 29 de agosto de 2023, dice que, aunque los BRICS tardarán en trasladar al campo político su peso económico, lo que sucede muestra que Europa ya no puede contar con el sur global como hasta ahora y que tiene que «bajar del pedestal donde se ha colocado desde el final de la Guerra Fría y pelear en el barro con el reto chino y ruso». Me parece un buen consejo y, de hecho, el G7 ya ha comenzado a responder con el Partnership for Global Infrastructure and Investment, mientras que Washington ha sido muy cuidadoso al enjuiciar los últimos golpes de Estado en África, evitando incluso llamarlos así.
Esta guerra también acelera el fin del dominio occidental del mundo. Europa y luego Estados Unidos han sido potencias hegemónicas durante los últimos quinientos años, desde comienzos de la Edad Moderna: Portugal, España, Inglaterra y Estados Unidos han tenido «imperios en los que no se ponía el sol» y, gracias a ellos, nuestra cultura y nuestros valores se han impuesto con un considerable beneficio económico para nosotros y un coste también muy elevado para otros —y no pensamos lo suficiente en ello como deberíamos mientras que ellos sí que lo hacen—, pues se calcula en no menos de trece millones el número de esclavos arrancados de África entre los siglos XVI y XVIII según afirma Simon Sebag Montefiore en The World. A family history. Este resquemor es el que apunta de vez en cuando en países como México cuando pide que España pida perdón por la conquista o cuando no invitan al rey Felipe VI a la toma de posesión de la presidente Claudia Sheinbaum. Ya se les pasará.
Al mirar los mapas que tenemos en casa vemos con la mayor naturalidad que su centro está ocupado por el océano Atlántico Norte, con Europa a la derecha y Estados Unidos a la izquierda. Lo hemos visto así desde la escuela y nos parece lo natural, pero ya no lo es y nos deberíamos acostumbrar a ver las cosas de otra manera, una imagen donde el centro del mapa está ocupado por las inmensidades líquidas de los océanos Índico y Pacífico, flanqueados a izquierda y derecha por Asia y Norteamérica respectivamente, y con Europa en el extremo superior izquierdo, casi ya fuera del mapa, como una proyección hacia el océano Atlántico de la gran masa continental euroasiática. Ese es el mundo hacia el que nos estamos dirigiendo con velocidad. Europa ya no es el centro.
En lo que cabe denominar el «síndrome de Venecia». Europa puede verse como un día le ocurrió a Venecia, que recibía especias desde las Molucas a lomos de camellos que cruzaban la India, la península arábiga y Egipto antes de embarcar en Alejandría para surcar el Mediterráneo y arribar a la Serenísima. Luego, desde Venecia, se distribuían por toda Europa con grandes ganancias. El mar Mediterráneo fue el centro económico del planeta hasta que Bartolomeu Dias dio la vuelta al cabo de Buena Esperanza en 1482 y, muy poco después, Cristóbal Colón llegó a América, trasladando esa situación central al océano Atlántico, por donde llegaban en barco a la península ibérica las especias de Polinesia y la plata del Potosí. La riqueza pasó a manos de Portugal y de España, y Venecia se hundió. Hoy la historia se repite y el mundo camina hacia los océanos Pacífico e Índico y, más en concreto, hacia el estrecho de Malaca, por el que circula el 60% del comercio marítimo global y en cuyo entorno se concentran el 65% de la población y el 62% del PIB mundial. Más vale que nos hagamos a la idea y que miremos el mapa como he indicado antes, porque Europa, que tenía el 25% de la población mundial y que ahora solo tiene el 6%, que pierde anualmente competitividad y PIB frente a Estados Unidos, puede encontrarse en un futuro muy próximo proyectada hacia un océano Atlántico donde cada día pasarán menos cosas.
Lo que parece claro es que a muy corto plazo el desorden se impondrá mientras el mundo se encamina de forma inexorable a una multipolaridad o, mejor aún, hacia una bipolaridad imperfecta en la que China y Estados Unidos son los grandes hegemones con un producto interior bruto de 23,3 y de 17,7 billones de dólares respectivamente, a una distancia sideral de Rusia (2,1 billones) o de la misma India (3,1 billones). No obstante, cuando los hegemones quieran discutir sobre armas tendrán que contar con Rusia, que tiene 1550 cabezas nucleares desplegadas, y si desean tratar de economía no tendrán más remedio que hablar con la Unión Europea (23,3 billones de dólares de PIB… igual que Estados Unidos). Esos hegemones se enfrentan hoy a la difícil decisión de determinar si quieren competir o, por el contrario, desean colaborar. O una combinación controlada de ambas opciones, rivalizando en asuntos comerciales o de derechos humanos y cooperando en otros como el cambio climático o la seguridad alimentaria y sanitaria, lo que es, sin duda, la hipótesis más deseable. Los demás asistimos a esta pugna como observadores, sin capacidad real para influir en su decisión porque, a corto plazo, se está imponiendo la competencia entre las potencias hegemónicas, una nueva great power competition con aromas de guerra fría en la que Washington se ha fijado el objetivo de «contener a Rusia» y «ser más competitiva que China» mientras estos dos países unen fuerzas porque están convencidos de que Estados Unidos trata de impedir por todos los medios que alcancen el poder y la influencia mundial que les confieren su historia, su cultura y su peso político y económico.
Todo esto contribuye a escribir el epitafio del orden geopolítico surgido en 1945. Por eso, Kevin Rudd ha dicho que estamos en una década peligrosa, porque en ella la rivalidad entre Estados Unidos y China tiene que romper aguas por algún sitio y, si lo hace o cuando lo haga, la guerra de Ucrania será un simple arañazo al lado de lo que puede pasar. Lo deseable es que puedan llegar a un entendimiento y acordar un nuevo reparto del poder en el mundo y unas nuevas reglas que rijan la geopolítica de los próximos años. La otra alternativa es tan horrible que prefiero no considerarla porque tampoco quedaría nadie para leerla.
En realidad, rebus sic stantibus, son tres los escenarios de futuro que cabe considerar hipotéticamente a escala planetaria, suponiendo que no aparezca otro cisne negro que lo ponga de nuevo todo patas arriba. No sería la primera vez:
Escenario pésimo. Todo lo que podía ir mal, va mal. Indeseable, pero…
- Rusia vence y desmembra Ucrania provocando una ola de impotencia, frustración y revanchismo en Ucrania mientras se instala la inseguridad en Europa o la guerra se desborda y, en la peor de las hipótesis, desemboca en un conflicto ente Rusia y la OTAN, en otras palabras, en la Tercera Guerra Mundial.
- La Unión Europea y la OTAN han fracasado en Ucrania y entran en crisis. Las consecuencias son peores para la Unión Europea y afectan negativamente a nuestras sociedades de bienestar.
- Estados Unidos y Europa se culpan mutuamente y se distancian.
- China, envalentonada, no quiere ser menos y aprovecha la oportunidad para invadir Taiwán con todas las consecuencias que de ello se derivarían y que podrían dejar pequeña a la guerra de Ucrania.
- El conflicto israelí-palestino se desborda aún más implicando a otros países de Oriente Medio, a los precios del crudo y a la estabilidad mundial. Conflicto abierto con Irán. El vital comercio marítimo por los estrechos de Ormuz y Bab-El-Mandeb se ve afectado, con consecuencias globales.
- La llegada de Donald Trump a la Casa Blanca sume al mundo en los riesgos inherentes a la impredecibilidad de su conducta. El multilateralismo se reduce mientras las organizaciones internacionales pierden peso. Trump impone aranceles a medio mundo y se inician guerras comerciales
- La crisis económica sacude a China, que exporta menos, y eso repercute sobre todo el mundo porque también necesita importar menos materias primas.
- Las cadenas de suministro se interrumpen, la globalización y el comercio sufren. Recesión a escala planetaria con varios bloques enfrentados entre sí que levantan barreras proteccionistas. Decoupling.
- La inteligencia artificial, descontrolada y en manos de indeseables, se convierte en un peligro inmediato para la supervivencia de la humanidad.
Escenario óptimo. Deseable, pero…
- La guerra de Ucrania termina con una negociación que conduce a un tratado de paz que opera milagros y satisface a todos. Rusia se reintegra en las estructuras de seguridad europeas.
- China no renuncia a Taiwán, pero lo deja para más adelante a la espera de que la irrenunciable integración en la madre patria se resuelva un día de forma pacífica.
- Estados Unidos y China cooperan para enfrentar los grandes problemas globales: calentamiento global, seguridad nuclear y alimentaria, retos de la IA, nuevo reparto del poder en el mundo y nuevas reglas aceptadas por todos, incluidos los países del sur global.
- Se llega a un acuerdo entre Israel y Palestina sobre la base de la fórmula de los dos Estados que pone fin a un conflicto secular. Las múltiples crisis de Oriente Medio entran en vías de solución al tiempo que se produce un reparto amistoso de esferas de influencia en la región. Se reanuda el acuerdo nuclear con Irán.
- En Estados Unidos, Trump da marcha atrás y opta por reforzar la relación trasatlántica y la OTAN.
- La economía mundial rebota con fuerza y la inflación se controla. La globalización hace un mundo más interconectado e interdependiente cada día. Se evitan guerras comerciales.
- Hay un amplio acuerdo internacional para regular los riesgos implícitos en el desarrollo de la inteligencia artificial.
- La Unión Europea progresa en su integración y se dota de políticas comunes (exterior, defensa, IA, energía, capitales, migraciones…) que le permiten influir en la marcha del mundo y mantener su envidiable nivel de vida.
Escenario medio. ¿El más probable?
- La guerra de Ucrania se eterniza, con o sin armisticio, con frentes más o menos estabilizados y trincheras del tipo de las de la Primera Guerra Mundial. El conflicto se puede reavivar en cualquier momento y eso crea inseguridad en el continente. Sigue el drama humanitario, los refugiados y el alto coste económico para todos que ponen a prueba las costuras de Europa.
- Se mantienen las espadas en alto entre Rusia y Occidente en un equilibrio peligroso e inestable mientras se acentúa la deriva de Rusia hacia China.
- China continúa acosando y amenazando a Taiwán, pero no se atreve a dar el paso decisivo e invadir la isla. Decide esperar su momento y tener tiempo de armarse mejor.
- El conflicto entre Israel y Hamás, Hezbolá y otros se cierra en falso, como siempre ha ocurrido, y amenaza con volver a estallar en cualquier momento con potencial de envolver a toda la región. Irán sigue coqueteando con la nuclearización, pero sin llegar a dar el paso.
- Estados Unidos y la Unión Europea siguen cooperando, pero se distancian ya que no ven las cosas de la misma manera, sobre todo en relación con China u Oriente Medio. Hay mutua desconfianza. El proteccionismo norteamericano crece e irrita en Europa.
- No hay acuerdo sobre un nuevo reparto de poder en el mundo o nuevas reglas para su funcionamiento. Las Naciones Unidas sufren las consecuencias. Crece la frustración y el malestar entre los países del sur global, que buscan su camino al margen de la política de bloques.
- El mundo evita la recesión, pero persiste la inflación, que lo afecta de manera muy diferente. Se incrementan las desigualdades. Crece el descontento ciudadano. Aumentan los populismos y los países del sur pelean para hacer frente a su deuda exterior.
- La OMC sigue en crisis y el mundo enfrenta renqueante los grandes problemas globales como el calentamiento global, la nuclearización, las crecientes desigualdades, los riesgos de la IA, el terrorismo internacional, la inseguridad alimentaria o sanitaria, etc., consciente de las limitaciones localistas para enfrentar problemas globales.
- La IA sigue su desarrollo desbocado, pero sin poner en peligro todavía nuestro relativo control.
Cualquiera de estas opciones e incluso, quizá con mayor probabilidad, una combinación entre ellas puede determinar el futuro.
La esperanza que cabe albergar es que el futuro no está escrito y en buena medida depende de nosotros. Conocemos los problemas, sabemos cómo solucionarlos y tenemos las herramientas necesarias para hacerlo, solo nos falta liderazgo, voluntad política y un contexto geopolítico que permita la necesaria cooperación internacional para enfrentar problemas que son globales y que no se pueden enfrentar individualmente. De lo que hagamos —y en especial de cómo lo hagamos— dependerá el mundo que dejemos a nuestros hijos.
En el caso concreto de Europa, quizá la llegada de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos sea el estímulo que necesita para hacer lo que sabe que debe hacer con objeto de poder mantener su envidiable nivel de vida. Eso pasa por más Europa, aunque la coyuntura que atraviesan nuestros dos motores principales, Francia y Alemania, no sea hoy precisamente la más favorable.
Jorge Dezcallar de Mazarredo
Embajador de España
Las ideas contenidas en estos artículos son responsabilidad de sus autores, sin que reflejen necesariamente el pensamiento del CESEDEN o del Ministerio de Defensa.
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