IEEE. Trump y la fractura del orden financiero global: cinco escenarios prospectivos

Foto de grupo

09 may 2025

IEEE. Trump y la fractura del orden financiero global: cinco escenarios prospectivos

Juan Carlos Fernández Cela. Universidad Complutense de Madrid

Introducción

La economía internacional es, en su forma más funcional, una arquitectura simbólica que descansa sobre la confianza mutua, el consenso normativo y la eficiencia de las transacciones. Sin embargo, en momentos de quiebre histórico del orden geopolítico, el comercio deja de ser únicamente un instrumento para el intercambio y se convierte en un vector de poder estratégico. La historia económica contemporánea —de Bretton Woods a la OMC— ha estado guiada por la idea de que la interdependencia genera estabilidad. No obstante, la actual fase de transición global desafía esta premisa. La disolución del consenso de Washington, la emergencia de nuevas potencias financieras y la instrumentalización de los sistemas monetarios y comerciales han reintroducido el conflicto como motor de reorganización estructural.

En este marco, el retorno de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos, y la inmediata imposición de tarifas generalizadas sobre las importaciones, representa un punto de inflexión: el tránsito del comercio como herramienta de integración hacia la recuperación de la doctrina clásica del comercio como dispositivo de dominación. No se trata únicamente de una reversión proteccionista, sino de una estrategia integral para rediseñar las alianzas globales, debilitar el multilateralismo y transformar el sistema financiero internacional en un entorno competitivo, fragmentado y armado.

El presente ensayo se inscribe en esta coyuntura crítica. Su objetivo es analizar, desde un enfoque de inteligencia estratégica, las implicaciones estructurales de la política arancelaria estadounidense, no como medida comercial, sino como artefacto geopolítico. A través de una aproximación prospectiva y multidimensional, se examina cómo la imposición de tarifas funciona como palanca de dislocación sistémica: disgregando cadenas de valor, induciendo desdolarización, fragmentando redes monetarias y obligando a los actores intermedios —como Europa— a redefinir sus prioridades estratégicas. Este no es solo un cambio de reglas: es el principio de un nuevo juego.

El arancel como forma de guerra híbrida

El anuncio del 2 de abril de 2025 por parte del presidente Donald Trump de imponer una tarifa general del 10% a todas las importaciones, con penalizaciones específicas del 20% para la Unión Europea, 34% para China y 24% para Japón entre los más destacados, marca un punto de inflexión en la lógica del comercio internacional contemporáneo. Formalmente sustentada en la Ley de Poderes Económicos Internacionales de Emergencia (IEEPA), esta decisión se justifica por la declaración de una “crisis sistémica de competitividad”. Sin embargo, bajo esa narrativa se oculta un reposicionamiento estratégico de la política económica exterior de Estados Unidos: el comercio ha dejado de ser un terreno de negociación multilateral para convertirse en una plataforma de confrontación estructural. Los aranceles ya no buscan únicamente corregir desequilibrios comerciales, sino redefinir la arquitectura de poder global mediante disrupciones calculadas.

La IEEPA otorga al presidente estadounidense poderes excepcionales para alterar el régimen de comercio sin intervención del Congreso, siempre que pueda enmarcar sus decisiones dentro de una lógica de emergencia nacional. Este marco normativo, diseñado en tiempos de la Guerra Fría, se ha convertido ahora en la vía legal para ejecutar una política exterior sin supervisión legislativa. En este contexto, los aranceles se transforman en dispositivos tácticos que pueden ser activados contra aliados o rivales, en función de objetivos de política interna o de realineamiento externo. Su aplicación es selectiva, su lógica es punitiva, y su legitimidad se ampara en una supuesta necesidad de defender la soberanía económica. El resultado es un nuevo tipo de unilateralismo legalizado, donde el poder ejecutivo se convierte en árbitro supremo de la inserción de Estados Unidos en la economía global.

Las tarifas impuestas por la Casa Blanca cumplen una serie de funciones estratégicas que trascienden el comercio. Primero, dislocan las cadenas globales de valor, especialmente en sectores críticos como semiconductores, acero, baterías y farmacéutica, obligando a las empresas extranjeras a relocalizar procesos o perder acceso al mercado estadounidense. Segundo, refuerzan la narrativa populista al señalar enemigos externos responsables del declive de la clase trabajadora nacional, canalizando el descontento social hacia objetivos geopolíticos.

Tercero, crean las condiciones de una crisis funcional que justifica la concentración del poder ejecutivo y el debilitamiento de contrapesos institucionales. Y cuarto, operan como herramientas de disciplinamiento geoeconómico, destinadas a castigar o premiar conductas internacionales en función de su alineamiento con los intereses estratégicos de Washington.

Este uso multifuncional de los aranceles inscribe la política comercial en el repertorio de la guerra híbrida. Tradicionalmente asociada a la combinación de operaciones militares, cibernéticas y de propaganda, la guerra híbrida incluye también formas de confrontación económica que no requieren de violencia física. Los aranceles actúan como armas silenciosas: crean escasez, inducen inflación, colapsan industrias enteras sin necesidad de movilizar tropas. Las consecuencias no son menos devastadoras por su naturaleza indirecta. En este tipo de conflicto, el terreno de combate es la interdependencia económica y la vulnerabilidad regulatoria, y el objetivo es desplazar el centro de gravedad del poder global sin necesidad de imponerlo abiertamente. Se trata de un proceso de erosión acumulativa, en el que cada medida arancelaria amplifica la desconfianza y acelera la desglobalización estratégica.

Europa, en este escenario, aparece como un actor particularmente expuesto. Pese a su peso comercial, sigue careciendo de instrumentos autónomos de respuesta. La fragmentación interna entre sus Estados miembros, la dependencia energética y tecnológica del exterior, y la falta de soberanía financiera real, hacen que las tarifas impuestas por EE.UU. funcionen como palancas de fragmentación política y económica. La única salida viable pasa por repensar el papel de la Unión como actor geopolítico integral, capaz de proteger sus intereses y proyectar su modelo de gobernanza más allá del soft power. Si no actúa ahora, Europa corre el riesgo de convertirse en un espacio pasivo, modelado por la voluntad de potencias externas que utilizan el comercio como un vector de dominación. El arancel, convertido en herramienta de guerra híbrida, exige una respuesta de igual calado: estratégica, autónoma y estructural.

La economía como arquitectura de dominación política

La utilización del comercio como arma política no es una novedad histórica, pero en el contexto contemporáneo adquiere una forma tecnolegal particularmente sofisticada. La política arancelaria impulsada por la administración Trump puede leerse como una pieza dentro de un engranaje mayor: un proceso de captura institucional dirigido a desmontar los equilibrios internos del Estado liberal clásico mediante herramientas normativas y económicas. En su primer mandato (2017–2021), Trump preparó el terreno con la nominación sistemática de jueces afines, la deslegitimación del "deep state" como enemigo interno, y una ofensiva discursiva contra los organismos multilaterales. En su segundo mandato, esas prácticas han sido formalizadas jurídicamente a través de instrumentos como el Programa Schedule F, que reestructura la burocracia federal para colocar a los tecnócratas bajo control político directo.

Esta dinámica facilita una erosión en el equilibrio de poderes, donde el control de los aparatos administrativos, judiciales y regulatorios permite transformar las reglas del juego sin romper su fachada formal1. El régimen no abandona el pluralismo por completo, pero lo vacía de contenido sustantivo. El poder se recentraliza, la deliberación se debilita, y la institucionalidad se convierte en vehículo de una agenda hiperpersonalista. En este contexto, la economía —y en particular la política comercial— deja de ser un ámbito de gestión técnica para transformarse en un instrumento de neutralización de resistencias sistémicas.

Los aranceles, lejos de ser un simple mecanismo de protección o negociación económica, se convierten en dispositivos de ingeniería política. Generan efectos macroeconómicos que permiten reordenar las coaliciones sociales internas, inducen crisis que justifican estados de excepción y facilitan la aplicación de medidas ejecutivas extraordinarias. Cada arancel tiene un destinatario externo —una nación, un sector, una élite— pero también un destinatario interno: una narrativa que cohesiona a una base electoral dispuesta a sacrificar crecimiento a cambio de identidad nacional. La economía se vuelve performativa: produce crisis no para resolverlas, sino para crear condiciones de gobernabilidad autoritaria bajo una legalidad reinventada.

En este marco, incluso la especulación sobre la posibilidad de un tercer mandato presidencial debe entenderse como parte de una estrategia de ampliación del umbral de lo permisible. No se trata únicamente de una declaración simbólica o de provocación retórica: es una señal de que las normas son ahora elásticas, sujetas a reinterpretación en función del poder acumulado. El calendario constitucional ya no es una garantía, sino una variable manipulable. La economía, al crear la atmósfera de urgencia y excepcionalidad, ofrece la coartada perfecta para extender mandatos, suspender controles y normalizar la excepción como forma de gobierno.

Lo que está en juego no es simplemente un modelo de política comercial, sino una arquitectura de dominación política donde la frontera entre economía y gobernanza se difumina deliberadamente. La captura institucional ya no necesita del ruido de las armas ni de la suspensión del Congreso: basta con redescribir los márgenes del poder desde la administración económica del conflicto. El arancel, en este sentido, no es una medida económica, sino un lenguaje de poder. Y su eficacia no se mide en puntos del PIB, sino en grados de sumisión institucional.

Geofinanzas dislocadas: ¿Una fragmentación del régimen monetario global?

El impacto de las nuevas tarifas implementadas por Estados Unidos supera ampliamente las implicaciones económicas inmediatas, extendiéndose hacia la infraestructura misma del sistema monetario global. Al utilizar las tarifas como instrumentos políticos, Trump induce indirectamente un proceso acelerado de desdolarización en el sistema financiero internacional. Esta desdolarización no necesariamente ocurre por planificación estratégica previa de los países afectados, sino que emerge como reacción defensiva frente a las sanciones y presiones políticas derivadas del uso instrumentalizado del dólar y el sistema financiero controlado por Estados Unidos.

La creciente fragmentación financiera global se manifiesta en múltiples niveles. Por una parte, numerosos países buscan activamente reducir su dependencia del dólar mediante el fortalecimiento de monedas regionales y el establecimiento de sistemas alternativos de pagos internacionales. El yuan digital chino (e-CNY), el rublo ruso en plataformas regionales y el emergente euro digital son ejemplos clave de esta tendencia. Además, se desarrollan mecanismos bilaterales y multilaterales de swaps monetarios que facilitan la autonomía financiera y comercial sin depender del sistema interbancario estadounidense, simbolizado por SWIFT.

Por otro lado, esta ruptura también se refleja en la creación de bolsas regionales de commodities, que desafían el tradicional monopolio angloamericano sobre la formación de precios internacionales. Las nuevas plataformas de intercambio de materias primas en Shanghái, Moscú o Kazajistán, por ejemplo, establecen precios en monedas locales y ofrecen una cierta resistencia estructural a la tradicional hegemonía monetaria y financiera de Wall Street y Londres. De esta manera, no solo se reduce el papel del dólar como medio exclusivo de intercambio, sino que también se genera una nueva arquitectura financiera global donde múltiples nodos de poder monetario regional emergen como alternativas autónomas.

Esta descomposición de la arquitectura geofinanciera internacional conduce a un nuevo orden monetario global caracterizado por la pluralización y descentralización de poder. Este contexto requiere un renovado enfoque diplomático financiero, donde las decisiones monetarias son inseparables de las decisiones geopolíticas, y donde la soberanía se convierte en una prioridad estratégica para los Estados que buscan preservar su autonomía y resiliencia ante un sistema financiero global cada vez más instrumentalizado políticamente.

Escenarios prospectivos: cinco trayectorias factibles de un nuevo orden geofinanciero

Los analistas no son magos, y menos aún adivinos. Es imposible en el contexto actual determinar con un mínimo de seriedad cómo se va a producir la evolución de los acontercimientos, y si estos pueden provocar un impacto puntual o si por el contrario va a suponer una recponfiguración de la estructura económica mundial.

Sí es posible determinar posibles escenarios, que no tienen por qué cumplirse de forma exhaustiva, pero que pueden dar indicios de tendencias plausibles.

Fragmentación funcional de la estructura monetaria

La arquitectura multilateral no colapsa, pero pierde centralidad. Los actores adoptan lógicas de resiliencia descentralizada. Se multiplican las monedas de uso regional, se regionalizan los sistemas de pago y se fortalecen las bolsas de commodities no referenciadas al dólar. El sistema sigue funcionando, pero de forma discontinua, con nodos semiautónomos de alta complejidad.

Una de las consecuencias podría ser la reducción del rol central del dólar estadounidense y un desacople interbancario progresivo. El dólar, durante décadas la piedra angular del sistema monetario internacional, comienza a perder centralidad funcional en un escenario de fragmentación sistémica. Esto no implica su colapso como divisa de reserva, sino una mayor desvinculación de los flujos interbancarios internacionales que hasta el momento fluyen de forma casi exclusiva a través de la infraestructura financiera dominada por EE.UU. El temor a represalias económicas, sanciones financieras o uso político del sistema SWIFT ha incentivado a numerosos países —especialmente del Sur Global— a diversificar su exposición al dólar, utilizando monedas locales para comercio bilateral, o fortaleciendo reservas en oro, yuanes y euros. Este proceso, como lo anticipó Eichengreen2, no necesita ser abrupto para producir un cambio estructural: basta que varios actores relevantes reduzcan su dependencia de la moneda dominante para que se desestabilice su privilegio exorbitante.

En esta fase de transición, las monedas regionales adquieren protagonismo funcional sin necesidad de aspirar a una hegemonía global. El yuan chino, el real brasileño, el dirham emiratí o el rand sudafricano emergen como unidades de cuenta eficaces en sus respectivas esferas de influencia, respaldadas por bancos centrales cada vez más interconectados vía mecanismos de swap. Paralelamente, la aparición de sistemas de pago alternativos al SWIFT, como el CIPS chino o el SPFS ruso, consolida una infraestructura de pagos plural. El éxito no se mide por la desdolarización total, sino por la capacidad de estos sistemas para mantener relaciones comerciales estables al margen del sistema financiero occidental. Este modelo recuerda a la "arquitectura monetaria de nodos múltiples" descrita por Cohen, donde las zonas monetarias se coordinan pero no dependen jerárquicamente de un centro dominante3.

Otro de los vectores clave de esta fragmentación funcional es la emergencia de bolsas de commodities regionales, que desafían el monopolio de los mercados tradicionales de Londres, Chicago o Nueva York4. La Bolsa de Futuros de Shanghái para petróleo (denominada en yuanes), la Bolsa de Kazajistán para uranio, o los proyectos africanos para fijación regional de precios agrícolas, muestran un patrón creciente de resistencia al sistema de formación de precios en dólares. Esto no significa necesariamente un triunfo técnico sobre las bolsas globales, sino un desplazamiento de la referencia simbólica: los precios de materias primas ya no se asumen como universales, sino como políticamente contingentes. El efecto práctico es una mayor complejidad en los flujos financieros globales, una mayor dispersión en los márgenes y, en última instancia, una disminución del poder de fijación de precios de Wall Street y la City.

La diplomacia financiera se ha convertido en una herramienta esencial en esta nueva fase del orden económico internacional. Cada vez más, los estados negocian acuerdos bilaterales de comercio e inversión en monedas locales, reduciendo su exposición a la intermediación dolarizada. Ejemplos como el pacto triangular China-Emiratos Árabes Unidos-Arabia Saudí (comercio en yuanes, riales y dirhams), o dual India-Rusia (rupias-rublos), o Brasil-Argentina (real-peso) marcan un cambio de lógica: la moneda ya no es solo un medio técnico, sino un instrumento de soberanía estratégica. Como indica Kirshner, las decisiones monetarias no son neutrales, y en un contexto de fragmentación funcional se vuelven centrales para definir los alineamientos internacionales5. Estos acuerdos bilaterales contribuyen a una mayor regionalización de los flujos financieros, reforzando la autonomía táctica de actores intermedios.

Regionalización monetaria: hacia una nueva Yalta financiera

En un escenario de regionalización monetaria, el sistema financiero global corre el riesgo de reorganizarse en torno a tres zonas monetarias dominantes, cada una con su periferia geoeconómica: el dólar en el núcleo anglosajón (EE.UU., Canadá, Reino Unido, Australia, México); el yuan como ancla del bloque BRICS+ y de buena parte del continente asiático; y el euro extendiéndose hacia África occidental, el Mediterráneo y Europa del Este. Este proceso recuerda al concepto gramsciano de “orden hegemónico regional”, donde la moneda no solo media el valor económico, sino que estructura jerarquías de influencia política y jurídica. Lejos de representar una integración supranacional, estos bloques funcionan como regímenes monetarios cerrados, con reglas de entrada selectivas y estándares financieros propios. Se configura una especie de “Yalta financiera” donde las monedas compiten no solo por valor, sino por alineamiento geoestratégico.

Esto puede provocar un colapso silencioso del orden de Bretton Woods II que, desde la década de 1990, descansaba sobre un compromiso informal: EE.UU. ofrecía seguridad financiera global, mientras las potencias exportadoras acumulaban reservas en dólares y mantenían tipos de cambio estables6. Esta arquitectura se está transformando progresivamente. Las tarifas impuestas por EE.UU., las sanciones unilaterales, y la militarización del Tesoro han quebrado la confianza en la neutralidad del dólar como bien público internacional. Lo que estamos presenciando no es una ruptura abrupta, sino una erosión funcional del régimen monetario liberal, donde las instituciones multilaterales tradicionales (FMI, Banco Mundial) pierden centralidad en favor de arreglos regionales más políticamente controlados.

Esto facilita la emergencia de arquitecturas financieras regionales consolidadas. Cada zona monetaria desarrolla su propio ecosistema: el Asia Infrastructure Investment Bank (AIIB) y el BRICS Bank en el bloque del yuan; el Banco Africano de Desarrollo ampliado en el eje euro-africano; y nuevas formas de intervención regional del Banco Interamericano en América Latina. El FMI pierde peso convirtiéndose en un actor politizado, incapaz de actuar como árbitro imparcial. Esta regionalización del financiamiento de desarrollo y de los mecanismos de rescate plantea una nueva arquitectura de gobernanza fragmentada: los países no son juzgados por sus indicadores macroeconómicos universales, sino por su alineamiento político y estratégico con uno u otro bloque. La confianza se reemplaza por la afiliación.

Por otra parte se intensifica la competencia geopolítica entre monedas y estándares. La rivalidad ya no se da solo entre divisas como instrumentos de intercambio o reserva, sino como vehículos normativos e identitarios. El dólar representa acceso a liquidez, protección jurídica y libre movilidad de capitales, pero a cambio de sumisión a las reglas de Washington. El yuan ofrece acceso a inversiones chinas, tecnología e infraestructura, bajo normas de soberanía absoluta y baja transparencia. El euro proyecta una lógica híbrida: estándar regulatorio fuerte, respeto a derechos, pero sin poder coercitivo. En este contexto, las decisiones monetarias nacionales se tornan decisiones de política exterior, y los bancos centrales se convierten en actores diplomáticos.

El uso de las finanzas como arma para la guerra

El dólar recupera su carácter de arma geopolítica explícita, si es que en algún momento lo perdió. EE.UU. excluye a rivales estratégicos del SWIFT europeo, sanciona a bancos centrales, bloquea activos de soberanos disidentes. Las respuestas incluyen la creación de monedas digitales blindadas, la construcción de redes criptoestatales y el uso de stablecoins colateralizadas en oro u otros activos duros. En definitiva, las finanzas se militarizan.

A lo largo de las últimas décadas, el dólar ha funcionado no solo como medio de intercambio o reserva de valor, sino como instrumento de proyección de poder geopolítico estadounidense y de coerción sistémica. Bajo el segundo mandato de Trump, esta función adquiere un carácter explícito, operativo y central. La exclusión de actores estatales y no estatales del sistema SWIFT —una red con sede formal en Europa pero de facto sujeta a presión de Washington— se convierte en la forma más directa de castigo extraterritorial. Irán, Rusia, Venezuela y, más recientemente, entidades chinas han sido blanco de esta herramienta. El efecto va más allá de las sanciones: implica una interrupción estructural del acceso al sistema financiero global, lo cual pone en entredicho la neutralidad del dólar como infraestructura global.

El Tesoro se reconvierte como brazo armado de la diplomacia. La militarización del Departamento del Tesoro no es solo una metáfora retórica. Desde la Oficina de Control de Activos Extranjeros (OFAC), EE.UU. ha desarrollado un aparato normativo que permite bloquear activos soberanos, congelar reservas extranjeras depositadas en bancos estadounidenses y sancionar indirectamente a terceros países que comercien con los Estados disidentes. Esta arquitectura convierte a la economía en un campo de batalla legal, donde la fiscalidad, la supervisión bancaria y el acceso a la liquidez están subordinados a intereses estratégicos. En este contexto, el dólar no es un bien público internacional, sino un arma de precisión con capacidad de alterar regímenes económicos completos sin disparar un solo misil.

Se planifican innovadoras respuestas defensivas basadas en los criptoestados y monedas digitales soberanas. Frente a esta amenaza sistémica, los Estados buscan blindar sus sistemas financieros mediante monedas digitales soberanas (CBDC) y sistemas de pago alternativos. China lidera con el e-CNY, pero países como Rusia, India, Irán y Emiratos Árabes Unidos han comenzado a construir infraestructuras financieras paralelas, interoperables pero fuera del alcance normativo de EE.UU. En algunos casos, se promueven redes estatales de blockchain (como el “Sistema Cripto-Soberano” de Irán) que permiten transacciones transfronterizas sin pasar por el sistema bancario tradicional. Incluso algunas economías emergentes recurren a stablecoins respaldadas por oro, energía o materias primas, como mecanismo de reserva alternativo. El objetivo común es claro: reducir la exposición al chantaje monetario occidental.

El uso del dólar como arma de disuasión estratégica transforma la naturaleza del conflicto internacional utilizando estrategias de guerra financiera asimétrica. Ya no es necesario declarar una guerra formal: basta con cerrar el grifo del financiamiento, bloquear las plataformas de pago o emitir una orden ejecutiva de sanción. Esto genera un nuevo tipo de conflicto —la “guerra financiera asimétrica”— donde los Estados pequeños o medianos son especialmente vulnerables si carecen de reservas en activos duros, autonomía tecnológica o alianzas monetarias protectoras. Como sostiene Tooze, el poder de la política monetaria estadounidense en manos de un gobierno autoritario puede “borrar economías enteras del mapa financiero global” en cuestión de semanas7.

La consecuencia última de esta militarización es la erosión de la legitimidad del orden monetario liberal. Si el acceso al dólar se convierte en un privilegio condicionado políticamente, los países buscarán salidas, incluso si son más costosas o menos eficientes. La confianza institucional se reemplaza por el cálculo geopolítico. La arquitectura global de pagos se fragmenta, no solo por voluntad de los rivales de EE.UU., sino por la necesidad de sobrevivir en un entorno donde el dinero puede matar. Este no es solo un cambio técnico: es un giro civilizatorio en el modo en que las finanzas participan en la política mundial.

Soberanías financieras resilientes

Europa, el Sudeste Asiático, América del Sur y ciertas economías africanas desarrollan plataformas financieras propias, sistemas de compensación autónomos y monedas digitales interoperables. En este escenario, el mundo no se fragmenta del todo, pero se pluraliza estructuralmente. La interdependencia cede terreno a la compatibilidad resiliente.

En contraste con los anteriores escenarios de guerra financiera o regionalización coercitiva, este modelo proyecta un mundo donde los actores no se aíslan, sino que construyen infraestructuras financieras propias compatibles con el sistema global, pero no subordinadas a él. La interdependencia, entendida según Juncos como dependencia mutua asimétrica, da paso a una lógica de resiliencia estructural: capacidad de operar, comerciar y financiarse incluso bajo condiciones de disrupción externa8. En este sentido, la pluralidad financiera no es sinónimo de fragmentación, sino de distribución del poder económico en redes múltiples, menos jerárquicas y más horizontales.

El euro digital aspira a convertirse en un pilar de la autonomía estratégica europea. Uno de los elementos centrales de esta resiliencia es el desarrollo del euro digital soberano, impulsado por el Banco Central Europeo (BCE) desde 2023. A diferencia de las criptomonedas privadas, el euro digital responde a principios de política pública: estabilidad monetaria, trazabilidad fiscal, privacidad controlada y compatibilidad con el sistema bancario existente9. Su implementación permitiría a la UE reducir su dependencia del sistema dólar en comercio exterior, reservas y transferencias interbancarias. Más aún, el euro digital podría actuar como amarre monetario en acuerdos con África y los Balcanes, consolidando la UE como esfera financiera propia con capacidad de disuasión monetaria moderada.

La resiliencia financiera no puede lograrse sin integración fiscal y bancaria sólida, especialmente en regiones con monedas comunes o comercio intra-regional intenso. Europa tiene avances parciales en la unión bancaria, pero aún carece de una capacidad fiscal central estabilizadora, lo que limita su respuesta ante choques asimétricos. En América del Sur, se exploran propuestas como el SUR (moneda regional) y el fortalecimiento de bancos regionales (CAF, ALBA), mientras que en África se discute la reforma del franco CFA y el fortalecimiento del Afreximbank. Estas iniciativas, aunque aún frágiles, apuntan hacia un sistema financiero planetario con múltiples centros de emisión y compensación, lo que disminuye la capacidad de disuasión financiera de potencias hegemónicas.

Continuidad multilateral: la fortaleza institucional frente a la disrupción unilateral

Aunque no parece contar con muchas opciones, no habría que descartar la posibilidad de mantener el statu quo actual derivado de Bretton Woods. En este escenario, y a pesar de la presión disruptiva ejercida, el orden financiero multilateral demuestra una sorprendente resiliencia institucional. Este contexto contempla una configuración en la que las estructuras financieras internacionales, construidas a lo largo de décadas bajo principios de cooperación y estabilidad normativa, logran contener y neutralizar progresivamente los efectos disruptivos de las políticas económicas unilaterales.

En esta configuración, actores internacionales clave como la Unión Europea, China, Japón y las economías emergentes encuentran en las propias instituciones multilaterales un marco de cooperación eficaz para minimizar los impactos negativos de las tarifas. Éstas, lejos de perder autoridad y relevancia, experimentan una revitalización funcional a través de mecanismos diplomáticos efectivos, negociaciones intensificadas y una sólida estrategia comunicativa que enfatiza los beneficios del orden multilateral en términos de predictibilidad, transparencia y crecimiento económico global.

En respuesta a la estrategia de confrontación comercial y financiera estadounidense, los países afectados consolidan coaliciones ad hoc dentro de los organismos internacionales existentes, recurriendo a arbitrajes efectivos y procedimientos legales estructurados en el marco de la OMC para revertir o mitigar tarifas específicas. Paralelamente, el FMI refuerza su capacidad operativa proporcionando asistencia financiera estabilizadora y líneas de liquidez contingentes a economías particularmente afectadas por la volatilidad derivada de las nuevas tarifas, evitando así una fragmentación monetaria profunda y preservando la estabilidad sistémica del régimen financiero global.

Este escenario supone además una revitalización estratégica del Grupo de los Veinte (G20), que logra actuar como espacio de coordinación macroeconómica clave, integrando nuevas agendas de trabajo enfocadas hacia la mitigación de crisis comerciales, fortalecimiento de redes financieras transfronterizas y estrategias comunes para la estabilidad cambiaria y la reducción de incertidumbre inversora.

El G20 consigue mantenerse como un foro influyente de diálogo constructivo, incluso sin la participación activa de EE.UU., en los períodos más críticos, facilitando una transición suave hacia una normalización progresiva posterior a las tensiones comerciales.

En suma, la continuidad multilateral resiliente describe un orden financiero internacional capaz de soportar episodios agudos de confrontación económica unilateral. Este escenario subraya la persistencia de instituciones multilaterales como pilares indispensables del equilibrio geofinanciero global, y evidencia cómo, incluso en contextos de profunda tensión, la cooperación internacional institucionalizada continúa ofreciendo soluciones más estables, predecibles y beneficiosas frente a los desafíos del proteccionismo unilateral agresivo.

Europa ante el espejo: entre la subordinación técnica y la afirmación estratégica

La Unión Europea se encuentra en un momento fundacional. La reactivación de la política arancelaria estadounidense bajo la administración Trump no es solo una amenaza comercial; es una prueba de estrés para la arquitectura política, financiera y tecnológica del proyecto europeo. Las medidas unilaterales de Washington han expuesto la debilidad estructural de Europa como actor internacional autónomo: una falta crónica de soberanía monetaria plena, una dependencia energética y digital alarmante, y una fragmentación estratégica interna que impide responder con unidad a las disrupciones globales. El dilema es claro: continuar funcionando como engranaje técnico de un sistema global en descomposición, o reaparecer como bloque estratégico con voluntad propia.

La implementación del euro digital y la paulatina transformación del Banco Central Europeo en un actor geoeconómico son pasos en la dirección correcta, pero aún demasiado tímidos. La arquitectura de pagos europeos (TIPS, SEPA, EURO1, STEP2) demuestra capacidades técnicas, pero carece de blindaje estratégico frente a sanciones extraterritoriales o disrupciones sistémicas. Invertir en monedas digitales soberanas interoperables es un requisito, no una solución completa. Mientras el dólar se utiliza como herramienta de presión geopolítica y el yuan articula alianzas de infraestructura y crédito, el euro todavía opera bajo premisas de neutralidad funcional, lo que lo convierte en un activo vulnerable en una economía mundial que ya no premia la neutralidad.

Quizás sea necesario reforzar una visión institucional conjunta. Europa necesita una Agencia de Inteligencia Financiera Estratégica, integrada en su aparato diplomático y coordinada con el BCE, la Comisión y los servicios exteriores. No se trata solo de rastrear flujos ilícitos, sino de analizar vulnerabilidades estructurales, anticipar escenarios geoeconómicos y asesorar en tiempo real a la toma de decisiones estratégicas. En este contexto, resulta estratégico que la Unión Europea aproveche y amplíe el mandato de la Autoridad Europea contra el Blanqueo de Capitales (AMLA), creada en 2024, para desarrollar capacidades avanzadas en inteligencia financiera. Sus funciones deberían de ir más allá del monitoreo y prevención de flujos financieros ilícitos, convirtiéndose en una agencia clave para identificar vulnerabilidades sistémicas, anticipar escenarios geoeconómicos adversos y proporcionar recomendaciones estratégicas en tiempo real a las instituciones europeas.

Este rol ampliado permitiría a la Unión Europea reaccionar con mayor rapidez y eficacia frente a disrupciones financieras externas, contribuyendo a fortalecer su soberanía financiera y su autonomía estratégica en un entorno global cada vez más competitivo e incierto. Esta agencia debería operar en diálogo con el Consejo de Seguridad Europeo y con los sistemas de alerta temprana en materia energética, tecnológica y monetaria. Sin una capacidad de análisis financiero centralizado, Europa seguirá reaccionando tarde y mal ante las fracturas del orden global.

Esta transformación institucional debe articularse con una política industrial compatible con el escenario desglobalizador, que promueva el desarrollo autónomo de tecnologías clave (chips, almacenamiento energético, plataformas de datos) y que permita reconstruir eslabones industriales desplazados hacia Asia. También requiere reforzar las redes de cooperación con actores intermedios, como América Latina o África, así como con estados subnacionales aliados dentro de Estados Unidos (California, Nueva York, Illinois), capaces de ofrecer canales de diálogo y estabilidad regulatoria al margen de las dinámicas de Washington. Esta “geodiplomacia descentralizada” puede convertirse en un salvavidas estratégico en un entorno federal hostil.

En suma, el desafío para Europa ya no es técnico, sino existencial. La era de la coordinación global como automatismo ha terminado. La multipolaridad no se regula sola, y los mercados ya no disimulan el poder. Ante la descomposición del orden liberal y la creciente instrumentalización de las finanzas, la UE debe elegir: permanecer como auxiliar ilustrado de un orden que se desvanece o asumir los costos, riesgos y responsabilidades de convertirse en poder geoeconómico soberano. El tiempo para decidir no es infinito. La ventana estratégica está abierta, pero cada crisis que no se aprovecha para afirmar soberanía, es una oportunidad que se transfiere —sin retorno— a otra potencia.

Conclusión: ¿el fin de un orden o el principio de otro?

La reforma arancelaria de Trump no debe interpretarse como una acción aislada de política comercial, sino como parte de una doctrina integral de poder que va más allá de los términos arancelarios. Esta doctrina persigue una fragmentación progresiva del orden multilateral, la desorganización de normas comunes en comercio y finanzas, y la consolidación de un sistema de alianzas asimétricas donde la hegemonía se basa no en la cooperación, sino en la coacción. En este contexto, la geofinanza deja de ser un terreno técnico para convertirse en el teatro principal de una nueva guerra híbrida que ya no se libra con armas convencionales, sino con plataformas de pago, algoritmos bancarios, monedas digitales y redes energéticas.

La verdadera disyuntiva no es entre libre comercio y proteccionismo, sino entre dependencia estructural o soberanía funcional. El mundo está dejando de funcionar como una única red interconectada, y comienza a hacerlo como un mosaico de arquitecturas incompatibles, donde la autonomía financiera y la capacidad de generar estándares propios se convierten en formas de defensa nacional. En ese sentido, las decisiones de hoy no son meramente regulatorias: son geopolíticas. Y los que no se adapten quedarán fuera del reparto del poder global.

Europa, en este escenario, no puede seguir operando bajo la ilusión de la neutralidad. El tiempo del multilateralismo ingenuo ha terminado. Si la UE desea sobrevivir como actor con capacidad de agencia, deberá transformar su relación con el comercio, la moneda y la seguridad económica. Esto implica construir infraestructuras financieras autónomas, redefinir sus relaciones transatlánticas desde la simetría, y articular un marco de inteligencia financiera estratégica capaz de anticipar y neutralizar amenazas en tiempo real. La creación de una Agencia Europea de Inteligencia Financiera más ambiciosa que la proyectada en la AMLA es casi una obligación en el nuevo contexto. Su función debería de ir más allá de la detección de blanqueo de capitales, supervisión de entidades sistémicas o coordinador de unidades nacionales de inteligencia financiera.

La defensa de la estabilidad económica de los países y de los intereses de los sectores estratégicos que componen la Unión Europea debe de ser una prioridad. La ventana de oportunidad está abierta, pero no lo estará por mucho tiempo. No actuar hoy equivale a delegar el diseño del futuro a potencias que ya han decidido que el comercio es, sobre todo, una herramienta de guerra.

La pregunta que subyace en todo este análisis no es si el orden geofinanciero internacional colapsará, sino qué tipo de orden surgirá de sus escombros. La política arancelaria de Trump es un efecto más que la causa de un fenómeno subyacente que estamos aún lejos de comprender. Más allá de sus efectos inmediatos, marca una ruptura epistemológica: la economía internacional deja de ser un espacio de coordinación técnica para convertirse en un teatro de disputas estratégicas. En este contexto, la única opción para los actores intermedios como Europa es dejar de ser espectadores y convertirse en constructores activos de su propia arquitectura financiera.

Juan Carlos Fernández Cela
Universidad Complutense de Madrid

1Bermeo, N. (2016). On democratic backsliding. Journal of Democracy, 27(1), 5-19.
2Eichengreen, B. (2011). Exorbitant Privilege: The Rise and Fall of the Dollar. Oxford University Press.
3Cohen, B. (2003). The Future of Money. Princeton University Press.
4Fernández Cela, J. C. (2023). Geografía política de las finanzas. Universidad Complutense de Madrid.
5https://cadmus.eui.eu/bitstream/handle/1814/3362/05_13.pdf
6Dooley, M. P., Folkerts-Landau, D., & Garber, P. M. (2003). An essay on the revived Bretton Woods system.
7Tooze, A. (2021). Shutdown: How Covid shook the world's economy. Penguin UK.
8Juncos, A. E. (2017). Resilience as the new EU foreign policy paradigm: a pragmatist turn? European Security, 26 (1), 1-18.
9Auer, R., Haene, P., & Holden, H. (2021). Multi-CBDC arrangements and the future of cross-border payments. BIS papers.
    • Trump y la fractura del orden financiero global: cinco escenarios prospectivos

    • Trump and the Fracturing of the Global Financial Order: Five Prospective Scenarios