
20 mar 2025
IEEE. Como terminan las guerras
Guillem Colom Piella- Doctor en Seguridad Internacional. Profesor asociado del IEEE (CESEDEN).
Introducción
El pasado 12 de febrero, el presidente estadounidense Donald Trump anunció que había acordado con su homólogo ruso Vladimir Putin la apertura de negociaciones entre ambos países para acabar con la guerra de Ucrania. Un anuncio que se producía poco después de que su Secretario de Defensa Pete Hegseth declarara, en la vigésima sexta reunión del Grupo de Contacto para la Defensa de Ucrania, que no era realista esperar que el país volviera a las fronteras anteriores a 2014, ni que ingresara en la OTAN, ni tampoco que Washington proporcionara garantías de seguridad a Kiev. Y, por si quedaba alguna duda del compromiso estadounidense con el futuro de Ucrania, Hegseth insistió que una paz duradera en este país exigiría sólidas garantías de seguridad, pero que serían los europeos quienes las deberían proporcionar. Además, si se decidía desplegar fuerzas de paz tras un eventual acuerdo de alto el fuego, no serían tropas de la OTAN ni quedarían amparadas por las provisiones del Artículo 5 del Tratado de Washington. Por lo tanto, cualquier despliegue se realizaría bajo responsabilidad nacional.
Observadas en su conjunto, estas declaraciones dejaban meridianamente clara la posición de Estados Unidos: la prioridad estratégica del país se halla en el Indo-Pacífico, Ucrania no es un interés vital para Washington1, la guerra en Europa es un problema exclusivamente europeo y que la Unión Europea ni los países del continente son actores estratégicos. En otras palabras, la prioridad norteamericana se encuentra en contener a China, no en sostener Ucrania.
El anuncio cogió por sorpresa a las principales capitales europeas. París, Londres y Berlín reaccionaron con visible incomodidad. En Bruselas, este baño de realidad se interpretó como una cesión ante Moscú; en Vilna, Tallin o Varsovia, directamente como una traición. El mensaje de la Administración Trump fue percibido como lo que era: la confirmación de que Washington se preparaba para salir del conflicto y trasladar el peso de la implementación de la paz a los hombros europeos. Unos hombros que, pese a la retórica sobre la “autonomía estratégica”, su compleja arquitectura de seguridad y defensa o el relato oficial sobre la guerra, siguen siendo incapaces de ofrecer a Ucrania garantías de seguridad creíbles sin contar con Washington. Parafraseando a Top Gun (1986), el ego de la Unión Europea respecto a Ucrania había extendido cheques que su bolsillo no podía pagar ni en forma de compromiso, ni fuerzas suficientes ni tampoco en materia de una disuasión creíble.
¿Por qué es importante estudiar cómo terminan las guerras?
La Historia nos muestra que las guerras no terminan necesariamente con la firma de un acuerdo de paz, sino cuando se disipa el riesgo de que estas se reanuden gracias a una disuasión creíble. Y la realidad es que, pese a haber sido degradada militarmente, Rusia seguirá siendo una potencia militar relevante capaz de revertir cualquier resultado que considere contrario a sus intereses, y más frente a una Unión Europea posmoderna que ha ignorado repetidamente la importancia de la seguridad militar. De ahí que el anuncio estadounidense haya reabierto en Europa el viejo debate sobre su propia seguridad, el vínculo trasatlántico o la durabilidad de los acuerdos de paz que no cuenten con el respaldo inequívoco de Washington. Algo que nos recuerda la célebre frase del ministro de Asuntos Exteriores belga Mark Eyskens (1991) definiendo a Bruselas como “…un gigante económico, un enano político y un gusano militar”.
No se trata de una cuestión menor. Comprender los procesos que condicionan el fin de un conflicto armado, la correlación de fuerzas resultante o las implicaciones políticas, sociales y económicas derivadas del cese de las hostilidades son cruciales para entender cómo se configura el nuevo orden internacional y cómo evolucionan las relaciones de poder postconflicto. La Historia ofrece múltiples ejemplos en los que una guerra no termina con un tratado de paz ni con la desmovilización de las fuerzas, sino con la creación de un equilibrio estratégico que impide a las partes reanudar el enfrentamiento. Cuando este equilibrio es inestable o las condiciones que dieron origen a la guerra persisten sin resolverse, el retorno a las armas es solo cuestión de tiempo.
Por estas razones, el análisis de cómo terminan las guerras se ha consolidado como un área de investigación en el campo de los Estudios Estratégicos. Su importancia radica en varios factores: primero, porque el modo en que se resuelve una guerra tiene repercusiones profundas sobre la naturaleza del orden político y estratégico emergente. Las circunstancias en las que se alcanza la paz – ya sea a través de una victoria o derrota militar, el agotamiento mutuo de las partes, la congelación del conflicto o un acuerdo negociado, por poner algunos ejemplos – no solo determinan la estabilidad del orden internacional, sino también las probabilidades de que el conflicto pueda resurgir en el corto o medio plazo2.
Segundo, porque su estudio permite comprender las dinámicas de la negociación y la construcción de la paz, dos fases críticas que determinan tanto la manera en que se termina una guerra como la viabilidad del orden posterior. En este sentido, muchas guerras civiles y conflictos interestatales se prolongan cuando las partes perciben que la firma de un acuerdo de paz puede poner en riesgo su propia supervivencia política, militar o, incluso, física3. Precisamente, la falta de garantías externas sólidas o de mecanismos eficaces de verificación de los acuerdos alcanzados puede alimentar la desconfianza de las partes y contribuir al colapso de los procesos de paz4.
En este contexto, casos como los Balcanes, Iraq o Afganistán ofrecen importantes lecciones para entender las dinámicas relacionadas con la implementación de los acuerdos de alto el fuego, el despliegue de operaciones de mantenimiento de la paz y, sobre todo, los desafíos a los que se enfrentan las potencias occidentales a la hora de gestionar la fase final de los conflictos, más conocida como la estrategia de salida (exit strategy)5. Una realidad que pudimos observar con toda su crudeza en Afganistán (2001-21), donde la caótica retirada de Kabul en agosto de 2021 precipitó el colapso inmediato del gobierno afgano y la entrada triunfal de los Talibán. De hecho, entre los factores que pueden comprometer la salida de un conflicto – la falta de planificación, desconocimiento de la realidad política y social local, cambios en los objetivos estratégicos o la ausencia del consenso político interno en los países6 – estos dos últimos pueden ser relevantes para el caso ucraniano ahora que se debate una posible coalición de voluntad (coalition of the willing) liderada por Europa. Primero, porque a medida que un conflicto (o, en el caso que nos ocupa, una hipotética operación de paz, estabilización, reaseguramiento, interposición, etc.) se prolonga en el tiempo, los fines políticos que la justificaron tienden a diluirse, reformularse o, incluso, a tornarse contradictorios7. Segundo, porque la propia salida genera dilemas estratégicos que oscilan entre la necesidad política de poner fin a la intervención para reducir los costes humanos, económicos y políticos y el temor a que dicha retirada abra vacíos de poder que sean explotados por otros actores8.
Por último, porque en el actual contexto de competición estratégica y de creciente entente sino-rusa, el análisis de cómo terminan las guerras adquiere una relevancia aún mayor. Comprender los procesos que conducen al cese de las hostilidades permite anticipar las diadas del conflicto, diseñar estrategias de salida realistas y construir marcos de seguridad estables. En otras palabras, no se trata de cómo poner fin a una guerra sino hacerlo de tal forma que se minimice el riesgo de reanudarse las hostilidades (algo que los acuerdos de Minsk (2014-15) no lograron) o que aparezcan vacíos de poder (en el caso de Ucrania, que pase de ser un Estado tapón a un país con una neutralidad forzada o alineada de facto con Moscú). Y es que, tal y como se está vislumbrando ahora con la apertura de unas negociaciones de paz con una Rusia haciendo gala de su paciencia estratégica frente a un Trump impaciente y una Unión Europea en shock, será ahora donde se observarán las líneas rojas de los contendientes, se reconfigurarán los equilibrios de poder y se fijarán las bases del orden que emergerá tras el conflicto9. Dicho de otra forma, la manera en que se gestione el fin de la guerra no sólo condicionará la estabilidad de la posguerra y la viabilidad y durabilidad de la paz alcanzada; sino que también puede sentar un precedente sobre el nuevo concierto europeo, la eficacia de los sistemas de seguridad colectiva o sobre la disuasión de actores revisionistas.
¿Y cómo terminan las guerras?
Volviendo otra vez a la literatura de los Estudios Estratégicos, es posible identificar varias tipologías de finalización de los conflictos armados. En primer lugar, el más obvio es una victoria decisiva10, que se produce cuando uno de los contendientes impone su voluntad por la fuerza, provoca el colapso político y militar del adversario y establece las condiciones del nuevo orden resultante. En el caso que nos ocupa, este escenario es muy improbable: a pesar de las voces que proponían una intervención directa occidental para lograr una victoria estratégica Rusia sin atender sus potenciales consecuencias, pronto la estrategia occidental osciló entre la disuasión y el sangrado (bloodletting) para desgastar a Moscú prolongando el conflicto y aumentando sus costes militares, económicos y políticos, pero sin cruzar determinadas líneas rojas que pudieran provocar una escalada horizontal o vertical del conflicto. En este sentido, ni Estados Unidos ni los países europeos han proporcionado a Ucrania los medios materiales necesarios para que Ucrania pudiera lograr una victoria militar sobre el terreno. La entrega de armamento avanzado fue gradual, limitada y calibrada, obedeciendo tanto a la lógica de la gestión de la escalada como a la ausencia de un consenso claro sobre el objetivo final de la intervención: si contener a Rusia o derrotarla11.
La segunda forma es la negociación y el acuerdo político, típicamente fruto de un estancamiento militar o de un equilibrio en el desgaste de ambos contendientes (mutually hurting stalemate)12. Aquí, las partes renuncian a la victoria total y optan por un compromiso que ponga fin a las hostilidades. La sostenibilidad de este tipo de acuerdos depende de factores como garantías de seguridad creíbles, mecanismos de verificación realistas o un compromiso internacional claro. A pesar de la atrición experimentada por Rusia, sus objetivos estratégicos apenas han cambiado13. De hecho, la hipotética inclusión de Donetsk, Lugansk, Zaporiya, Jersón (e incluso Járkov) a la Federación Rusa, la consolidación del puente de tierra entre Rusia y Crimea o la finlandización de Ucrania constituirían una importante victoria para el Kremlin. Puede que no pueda caracterizarse como una victoria total porque Ucrania habrá sobrevivido como Estado, pero sin garantías de seguridad creíbles para mantener el nuevo statu quo, será una situación frágil.
En otros casos, el conflicto queda congelado con un cese precario de las hostilidades pero sin ningún acuerdo político, tal y como sucede en muchos conflictos del espacio post-soviético. De hecho, se especuló que la guerra de Ucrania podría derivar en un escenario de estas características, con unos frentes estabilizados, un alto el fuego de facto, escaramuzas en la línea de contacto y una zona gris sobre la Ucrania libre, pero sin una resolución política formal. Se trataría de una situación altamente inestable y con riesgos evidentes de reactivarse el conflicto en cualquier momento.
La cuarta tipología es la desaparición de uno de los actores beligerantes como entidad política, tal y como sucedió con la disolución del Imperio Otomano14. Sin embargo, este escenario es altamente improbable para el caso que nos ocupa, aunque en cierta manera este era el objetivo de Rusia cuando decidió dejar de lado su zona gris sobre Ucrania para lanzar la “operación militar especial” fundamentándose en la narrativa de la histórica unidad entre Rusia y Ucrania15.
La quinta se vincula con la intervención externa de otra potencia o coalición internacional para forzar la paz o garantizar el cumplimiento de los acuerdos, tal y como sucedió en Bosnia-Herzegovina tras Dayton (1995) o en Kosovo tras la intervención de la OTAN (1999). En Ucrania, este escenario se descartó en las primeras semanas del conflicto cuando Washington se abstuvo de desplegar “boots on the ground” en territorio ucraniano y se decantó por una intervención indirecta para desangrar a Rusia a la vez que gestionaba la escalada con Moscú. Las declaraciones de Trump han vuelto a poner encima de la mesa la necesidad de constituir algún tipo de fuerza de interposición, implementación o mantenimiento de la paz, cada una de ellas con requerimientos muy distintos y con el condicionante de no disponer de las capacidades estadounidenses.
El agotamiento mutuo es otra vía, que se produce cuando los contendientes alcanzan un nivel de atrición que les impide continuar con las hostilidades, por lo que optan de facto por terminar la guerra sin ningún acuerdo formal16. Aunque siempre se menciona como ejemplo paradigmático de esta dinámica la Guerra de los Cien Años, en el caso que nos ocupa y debido tanto a la asimetría de ambas partes como a la propia trinidad de Clausewitz, es muy poco probable que pudiera producirse este escenario.
Finalmente, algunos conflictos no acaban, sino que se transforman, pasando de guerra abierta a insurgencia o de conflicto intraestatal a violencia crónica. Afganistán o muchos conflictos africanos son ejemplos de esta deriva17. En el caso ucraniano, con independencia de cómo se produzca el desenlace de la guerra, es probable que la guerra abierta deje paso a una zona gris más asertiva que la que se produjo entre 2014 y 2022.
Como puede observarse, el análisis de las distintas tipologías de finalización de las guerras permite construir distintos escenarios que podrían aplicarse al caso ucraniano. En el contexto actual de guerra de desgaste con unos frentes estabilizados, la reducción del apoyo militar estadounidense y la incapacidad europea para suplir la brecha dejada por Washington, la determinación de Trump de lograr una paz en el corto plazo sin contar necesariamente con Kiev y una Rusia inmersa en una economía de guerra y con la percepción de que el tiempo corre a su favor, el escenario más probable es el de una rendición más o menos negociada. Algo que, tal y como ha expuesto Estados Unidos, implicaría concesiones territoriales significativas y un posible estatus de neutralidad que impediría su integración futura en la OTAN. Se trataría de una paz asimétrica al carecer de garantías de seguridad creíbles, demostrando nuevamente la tradicional brecha entre la retórica y la realidad europea; debilitando la disuasión frente a Moscú al no contar con el Marte americano, trasmitiendo un mensaje de impotencia ante el uso de la fuerza para alterar fronteras e interpretada por Rusia como un triunfo y un precedente favorable para futuras aventuras militares.
¿Y ahora qué?
La guerra de Ucrania comenzó como un fallo de disuasión motivado por dos excesos de confianza: el occidental al considerar que Moscú nunca cruzaría el umbral de la zona gris y el ruso, que estimaba posible decapitar el liderazgo ucraniano con una estrategia de hechos consumados. Y no terminará hasta que la disuasión que puedan proporcionar los países defensores del orden liberal internacional en forma de garantías de seguridad sea creíble. Y esta credibilidad no la tiene ni una Unión Europea cuya retórica nunca se ha plasmado en capacidades militares cuantificables18, ni unos países europeos que no despertaron estratégicamente tras el shock del 24 de febrero de 202219, ni la generan los arsenales nucleares británico o francés. Esta credibilidad basada en la capacidad militar solamente la tiene Estados Unidos, y éste ha manifestado que no pretende formar parte de las garantías de seguridad ni de manera directa ni mediante la OTAN20. A menos que esta negativa constituya una baza negociadora susceptible de alterar definitivamente la balanza en uno u otro sentido, el futuro de Ucrania puede depender de una Europa carente de cultura estratégica, capacidades militares o voluntad política real para asumir lo que la defensa de Ucrania podría significar.
Sin entrar en detalles, desde las explosivas declaraciones del Secretario de Defensa Hegseth y el Presidente Trump, los acontecimientos se precipitaron: Bruselas ratificó su compromiso con Ucrania, exploró vías para operacionalizarlo y lanzó un ambicioso plan de rearme y los ministros de Defensa del E5 (Polonia, Alemania, Francia, Reino Unido e Italia) empezaron a discutir vías para impulsar la industria armamentista. Paralelamente, Londres y París dieron un paso al frente para liderar una coalición de voluntad (coalition of the willing) abierta a todos aquellos países interesados en garantizar el cumplimiento de un eventual alto el fuego en Ucrania. Los 200.000 efectivos que el Presidente Zelensky había planteado en enero de 202521 o los 100.000 barajados por los veintisiete en diciembre de 2024 fueron las primeras cifras en resonar en las cancillerías europeas. Aunque estos volúmenes de fuerza podrían ser necesarios para cubrir los más de 1.000 kilómetros de frente interponiéndose entre las fuerzas rusas y ucranianas o desplegarse en segunda línea apoyando al ejército ucraniano, se trataba de cifras completamente irreales, especialmente teniendo en cuenta que una fuerza de estas características tardaría años en generarse y que podría cuadruplicarse sumando los relevos necesarios para garantizar su sostenimiento. De hecho, no hace falta ser un conocedor del Military Balance del Instituto Internacional de Estudios Estratégicos de Londres para saber que el número de unidades de maniobra y de apoyo de los que disponen los ejércitos europeos y su estado de alistamiento dista mucho de estas cifras barajadas por las élites políticas. Quizás fue la voz de alarma de los Estados Mayores europeos advirtiendo de la imposibilidad de alcanzar estas cifras la que motivó que se empezaran a contemplar contingentes más realistas, desde un simbólico cable trampa (tripwire) de unos 5.000 efectivos22, una fuerza multinacional de unos 20.000, a una fuerza de reaseguramiento de unos 30.000-40.000 efectivos, considerada el mínimo imprescindible para ejercer una disuasión creíble y garantizar el cumplimiento de los hipotéticos acuerdos de paz23. Unos acuerdos que previsiblemente se negociarán sin la participación de Europa, pero cuya implementación recaerán inevitablemente sobre ella, en un contexto en el que nadie puede anticipar los supuestos estratégicos, los condicionantes operativos ni, mucho menos, la postura que adoptará Rusia. Por lo tanto, considerar en el momento actual la entidad de la fuerza a desplegar sin conocer aspectos tan importantes como el acuerdo de alto el fuego que se alcanzará, los compromisos que Rusia adquirirá y si consentirá que pueda desplegarse una misión en Ucrania, la naturaleza de la operación que se consensuará (de interposición, reaseguramiento, mantenimiento de la paz, estabilización, disuasión, capacitación, etc.), el marco legal en que se desarrollará, los países que podrán estar dispuestos en formar parte de esta coalition of the willing o sus posibles aportaciones en materia de fuerzas y capacidades, no es más que un ejercicio intelectual. Especialmente cuando Washington no parece dispuesto – a no ser que sea una treta negociadora de Trump para que Europa asuma, de una vez por todas, sus obligaciones en materia de defensa – en proporcionar ninguna garantía de seguridad ni utilizar el paraguas institucional de la OTAN. Algo que, a su vez, genera nuevas incógnitas con relación a los riesgos que las fuerzas de esta coalición podrían estar dispuestas a asumir, las reservas o caveats nacionales que podrían plantearse, los multiplicadores y habilitadores (desde mando y control, observación y reconocimiento, defensa antiaérea y antimisil, cibercapacidades a fuegos de largo alcance) que podrían proporcionarse teniendo en cuenta las gravísimas carencias europeas en estas materias e, incluso, si esta hipotética operación en la que la Unión Europea debería tener algún papel relevante si pretende lograr algún tipo de credibilidad en materia de defensa podría emplear las capacidades de planeamiento aliadas en virtud de los acuerdos Berlín Plus (2003). Resumiendo, la voluntad política de los países que conformen la coalición, las capacidades militares que éstos puedan desplegar o la credibilidad de la fuerza y las garantías de seguridad reales que puedan brindarse a Ucrania serán los factores que acabarán condicionando la respuesta europea al fin de esta guerra que empezó hace más de tres años.
En otras palabras, sin conocer los términos del alto el fuego o las provisiones del plan de paz que pueda acordarse entre Estados Unidos, Rusia (y Ucrania), es imposible plantear cuál podría ser la configuración, entidad y funciones de la fuerza militar que podrá desplegar la coalición de voluntad que se está construyendo en estos momentos. Sin embargo, es muy probable que los Estados Mayores europeos estén trabajando duramente para proporcionar un amplio abanico de opciones militares realistas al poder político. Pero la pregunta clave que deberían hacerse las cancillerías europeas no es si se debe intervenir, sino si esta intervención puede hacerse con éxito. Las declaraciones políticas fundamentadas en argumentos morales, subrayando que se apoyará a Ucrania “…hasta donde sea necesario” sin aclarar lo que significa “necesario”24 o sin comprender conceptos básicos del pensamiento estratégico no brindan grandes esperanzas.
Esta pregunta no es baladí: sin un consenso claro y compartido por todos los miembros de la coalición sobre el problema estratégico-militar que se pretende resolver; sin criterios nítidos que delimiten qué constituye el éxito de la operación; sin una evaluación rigurosa de los riesgos asumidos y las respuestas militares que deberían adoptarse si Rusia quebranta el alto el fuego; sin una estrategia de salida en un plazo razonable que evite la erosión de la coalición; sin un marco legal sólido que la enmarque; sin un reparto de cargas equitativo y compromisos creíbles que garanticen la sostenibilidad del esfuerzo; sin una provisión de capacidades adecuadas ni un liderazgo efectivo capaz de preservar la cohesión de la coalición frente a los previsibles intentos de Rusia por socavarla, cualquier despliegue militar corre el riesgo de convertirse en un instrumento incapaz de cumplir su propósito y abocado al fracaso25.
Conclusiones
El desenlace de la guerra en Ucrania y el desenganche estratégico estadounidense de Europa reconfigurarán el orden de seguridad del continente. La decisión de la administración Trump de iniciar negociaciones con Moscú, su renuncia a proporcionar garantías de seguridad a Ucrania o las incógnitas que se abren con relación al vínculo trasatlántico obligan a los europeos a despertar, de una vez por todas, de sus vacaciones estratégicas. En este contexto, si la Unión Europea pretende alcanzar la mayoría de edad estratégica, ésta se enfrenta a un doble desafío: por un lado, gestionar el final de un conflicto que redibujará el mapa geopolítico europeo y cuyos resultados determinarán el equilibrio de poder en el continente. Por otro lado, construir una arquitectura de seguridad capaz de garantizar el cumplimiento de cualquier acuerdo de paz que se alcance y de disuadir futuras agresiones rusas, y todo ello sin el respaldo de unos Estados Unidos en retirada.
A falta de garantías de seguridad efectivas, el riesgo de un acuerdo de paz inestable es elevado. El desenlace de la guerra de Ucrania se perfila, por lo tanto, como una prueba decisiva para la credibilidad de la Unión Europea como proveedora de seguridad y como el actor estratégico que aspira a ser y, a fecha de hoy, no es a pesar de las repetidas advertencias que venimos haciendo algunos desde hace años. El resultado de esta bofetada de realidad no sólo podrá sellar el futuro de Ucrania, sino que también marcará el destino de la arquitectura de seguridad europea en las próximas décadas.
Guillem Colom Piella
Doctor en Seguridad Internacional
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