29 nov. 2023
Estrategias de Seguridad Nacional: la competencia entre grandes potencias
Los documentos de estrategia de seguridad, tal como hoy los conocemos, surgieron tras la II Guerra Mundial como respuesta a dos exigencias íntimamente ligadas entre sí. La primera respondía al principio democrático. Si la estrategia tenía que informar el conjunto de la acción exterior y aspectos fundamentales de la política nacional debía ser presentada y discutida en sede parlamentaria. No se trataba sólo de acordar principios generales sino de poner las bases para un desarrollo coherente de los servicios diplomáticos, de la organización y dotación de las fuerzas armadas o de los cuerpos de seguridad. Al mismo tiempo, esas directrices afectarían a la política comercial, con todo lo que ello implicaba. La segunda, y no menos importante, era de carácter gubernamental y hacía referencia a la necesidad de dotar de coherencia a un conjunto de políticas que, en un modelo de estado en pleno desarrollo, tendía a crecer a un ritmo nunca antes conocido. Esta exigencia nos ayuda a comprender como la conveniencia de redactar este tipo de documento ha calado también en regímenes no democráticos, pero igualmente necesitados de armonizar políticas. El riesgo de que cada ministerio actúe como si fuera un estado soberano, dotado de su propia estrategia, es común tanto en democracias como en dictaduras.
Con el paso del tiempo la publicación al comienzo de cada legislatura de un documento de seguridad nacional se ha convertido no ya en una radición, sino en una exigencia de orden estético. Un estado que no es capaz de hacer este ejercicio tiende a ser considerado de segundo nivel, incapaz de responder al rigor de una auténtica gobernanza. En realidad, esta exigencia ha venido a provocar un proceso inflacionario de documentos que, aun titulándose estrategias de seguridad nacional, acaso son capaces de presentar una descripción general de la situación internacional, un listado de intereses a preservar y una vaga visión de cuál debería ser la política a seguir. Un aumento del número de documentos no ha venido acompañado de un ejercicio auténtico de reflexión estratégica, un reto demasiado exigente y comprometido para un buen número de estados.
La conjunción de Globalización y Revolución Digital ha puesto fin al período histórico comprendido entre el final de la II Guerra Mundial (1945) y la Gran Depresión (2008), que en lo relativo a política internacional se dio en llamar el «orden liberal» o la «Pax Americana». Bajo el liderazgo de EE.UU., la gran potencia que surgió del conflicto mundial, se trató de establecer un sistema internacional basado en normas, regido desde Naciones Unidas y desarrollado a partir de los valores y principios de la democracia liberal. El derribo del Muro de Berlín (1989) y la descomposición de la Unión Soviética (1991) crearon la expectativa de que ese orden, hasta entonces un objetivo sólo parcialmente logrado, acabaría consolidándose. Sin embargo, los efectos de estos significativos procesos históricos no fueron los esperados, precipitando el fin de un tiempo y el surgimiento de otro caracterizado por la renuncia a establecer un Documento de Investigación del Instituto Español de Estudios Estratégicos (IEEE) nuevo orden y por el reconocimiento de una situación permanente de conflicto entre las grandes potencias. El control del conjunto de tecnologías relativas a la Revolución Digital se convertía en el fundamento de la seguridad y del bienestar futuro de esas potencias, condicionando sus estrategias.
Lo que estamos viviendo en el plano de la política internacional no es más que una expresión, por lo demás inevitable, de un proceso de mayor dimensión. Lo que en términos coloquiales denominamos «cambio de época» y en un sentido más preciso «revolución industrial». Nos guste o no, lo busquemos o no, el mundo ha entrado en un proceso de esta naturaleza por el que asistimos a cambios culturales y científicos, que provocan a su vez mutaciones en la organización industrial y corporativa y en la estructura social. La política es reflejo de todo eso, por lo que tanto los sistemas políticos y de partidos como, desde su luego, la acción exterior de los estados se ve forzada a adaptarse a un nuevo entorno en el que finalmente variará la influencia de los actores estatales. A nadie le puede sorprender que los organismos internacionales más relevantes estén hoy en cuestión. La última Asamblea General de Naciones Unidas ha pasado a la historia por el número de altos dignatarios que no se han molestado en asistir. Hace ya años que los medios de comunicación no se hacen eco de la actividad del Consejo de Seguridad, dotado de una estructura tan anacrónica que resulta objeto de mofa. El presidente Trump amenazó con retirar a su país de la OTAN, mientras que su equivalente galo reconocía el estado de «muerte cerebral» en que se encontraba. La invasión militar rusa en Ucrania ha redescubierto a los europeos que la paz no está asegurada en el Viejo Continente, a pesar de que no era tan difícil de constatar, con la tradicional y consiguiente procesión a Washington pidiendo la revitalización del «vínculo», el «protectorado» en feliz expresión de Brzezinski, y ya dispuestos a firmar un Concepto Estratégico que en circunstancias normales hubieran rechazado. Aun así, el «vínculo» sigue en cuestión, como el canciller Scholz reconoció en su celebrado discurso en Praga, por lo que la Unión Europea asume que debe avanzar en la constitución de una acción exterior propia, a pesar de las muchas dificultades para alcanzarla arraigadas en la geografía e historia de sus estados miembros.
Uno de los pocos elementos que definen la soberanía es el uso de la fuerza. La diplomacia y la defensa, las dos caras de la acción exterior, son intrínsecas al estado porque afectan a su núcleo, a su seguridad, a la posibilidad de ser de manera independiente. Si el entorno se trasforma porque estamos viviendo un cambio de época, por los efectos inmediatos de la globalización y de la Revolución Digital, todo estado mediadamente responsable tratará de analizar las nuevas circunstancias – riesgos, retos, amenazas y oportunidades – y, en función de sus capacidades, tratar de reorientar su política para defender sus intereses, comenzando por el más importante, su propia seguridad.
Las circunstancias condicionan la voluntad de los individuos o de los estados. Si poder es la capacidad de hacer tendremos que reconocer que una de las características de nuestro tiempo, derivada de las ya citadas Globalización y Revolución Digital, es la pérdida de soberanía efectiva de los estados. No estamos ante un problema de orden jurídico sino político. En muchos casos, y muy importantes, el estado está dejando de ser la última instancia en el proceso de toma de decisión. No nos referimos a aquellos casos en que voluntariamente el estado delega el ejercicio de una competencia soberana sino en aquellos otros en los que, queriendo retenerla, no lo consigue. Nos hallamos ante un entorno económico en el que un número de empresas ha desarrollado y retenido capacidades técnicas que condicionan el margen de maniobra de los estados, por mucho que estos retengan la facultad normativa.
Si aceptamos que estamos viviendo en un entorno en profunda trasformación y que la mayor parte de los estados carecen del tamaño o la capacidad para ejercer plenamente su condición soberana es más necesario que nunca realizar un seguimiento del proceso que se está desarrollando en distintas partes del mundo para tratar de acomodarse a esa nueva realidad. Si todo análisis estratégico debe partir de un estudio de la situación y éste está inevitablemente condicionado por el peso, a veces abrumador, de la geografía y de la historia, un análisis comparado nos permitirá acercarnos a la diversidad y riqueza de matices con la que las distintas sociedades perciben su entorno. A partir de esa diversidad podremos acercarnos al segundo reto, el derivado de las limitadas capacidades de la mayor parte de los estados para hacer frente a los riesgos y amenazas reconocidos. No buscamos alianzas por gusto sino por necesidad. Toda alianza es, por principio, problemática porque ni la percepción de la amenaza ni la estrategia para combatirla suelen ser compartidas de manera plena. Una alianza es una garantía de tensión y disputa entre sus miembros, de ahí la necesidad de un conocimiento profundo de las distintas posiciones y de su fundamento para facilitar el trabajo de los diplomáticos.
Somos conscientes de que una época está quedando atrás, pero no tenemos una idea precisa de cómo va a ser su sucesora. La incertidumbre es una de las características más llamativas de la situación que estamos viviendo. Los llamados desde la estrategia, la diplomacia o la defensa – a fijar una posición nacional viven su encargo con comprensible ansiedad. Sabemos que las circunstancias son cambiantes y nos resulta imposible adivinar lo que va a ocurrir en los próximos meses. La ausencia de algo parecido a un sistema internacional, como ha ocurrido en otras épocas, nos lleva a establecernos en la inseguridad o en la irresponsabilidad. Más aún, es tiempo para el aventurerismo. La quiebra o debilidad de los viejos acuerdos anima a algunos actores a ensayar operaciones de alto riesgo, convencidos de que difícilmente encontrarán una mejor oportunidad para hacer valer sus intereses.
La combinación de la inseguridad de unos y del aventurerismo de otros complica seriamente la continuidad de las alianzas vigentes. Lo que parecía tener sentido en un tiempo pasado ya no está tan claro en nuestros días. Resulta paradójico que cuando objetivamente más necesitamos de la colaboración de otros para hacer valer nuestros intereses en un mundo globalizado mayor sea la desconfianza. Si no tenemos claro qué es lo que nos interesa, qué es lo que buscamos, el comportamiento previsible es el de temer vernos arrastrados a campañas animadas por otros y de incierto resultado. Lo único seguro es que organizaciones que surgieron durante la Guerra Fría desaparecerán o tendrán que sufrir importantes reformas para poder adaptarse a unas circunstancias sensiblemente distintas.
En estas circunstancias seguir el esfuerzo de los distintos estados para adaptarse a las nuevas circunstancias resulta una actividad particularmente interesante desde muy distintas perspectivas, siendo los documentos de seguridad nacional las actas notariales de sus aciertos, errores y limitaciones. Comparar esos documentos resulta un ejercicio esencial en el estudio de la política internacional contemporánea.
NOTA: Las ideas contenidas en los Documentos Informativos son responsabilidad de sus autores, sin que reflejen necesariamente el pensamiento del IEEE o del Ministerio de Defensa.
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Estrategias de Seguridad Nacional: la competencia entre grandes potencias ( 4,10 MB )
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