15 oct. 2024
Esperando a los Bárbaros
Raimundo Robredo Rubio
Introducción
En 1980, el premio Nobel de literatura sudafricano (y afrikáner), John Maxwell Coetzee, publicó su novela Esperando a los bárbaros, una alegoría sobre el régimen del apartheid que tomaba su título de un poema de Constantinos Cavafis de 1904. En el poema de Cavafis, senadores, pretores y cónsules se reúnen en el foro para debatir sobre la inminente llegada de los bárbaros a las puertas de la ciudad. Los oradores no hacen discursos, los legisladores no legislan. Todo eso puede esperar: ya lo harán los bárbaros cuando lleguen. Pero el sol cae y el foro empieza a vaciarse. El poema termina con estas líneas:
«¿Por qué empieza de pronto este desconcierto
y confusión? (¡Qué graves se han vuelto los rostros!)
¿Por qué calles y plazas aprisa se vacían
y todos vuelven a casa compungidos?
Porque se hizo de noche y los bárbaros no llegaron.
Algunos han venido de las fronteras
y contado que los bárbaros no existen.
¿Y qué va a ser de nosotros ahora sin bárbaros?
Esta gente, al fin y al cabo, era una solución».
La sensación de incomprensión, de miedo a lo desconocido, de vértigo ante el cambio que Cavafis retrata en su poema y Coetzee plasma en su novela, me resultan familiares. Creo que esos sentimientos habitan la forma en que desde Europa miramos a África. Y también desde África se mira a Europa a través de lentes distorsionadas, manchadas con prejuicios y tintadas por el pasado colonial. Mientras cada parte discute, en sus respectivos foros, qué hacer respecto a la otra, ambas olvidan cuánto se necesitan. Ignoran que cada una puede ser, como dice Cavafis, una solución a muchos problemas de la otra.
África puede ser una gran oportunidad para Europa. Un continente joven, con recursos enormes (algunos de ellos indispensables para nuestra anhelada transición energética), y con un gran potencial de crecimiento. Es la última frontera de la globalización, el último rincón del planeta sin integrar plenamente en las cadenas de valor globales. Y sabemos por experiencia que cuando un país se incorpora a la gran fábrica mundial su prosperidad se acelera y su pobreza se desploma. China o India deberían bastar como ejemplos, aunque hay muchos más. A diferencia de lo que sucedió con la incorporación a la globalización de Asia o América Latina, Europa estaría a las puertas de la transformación de África.
Para hacer realidad ese futuro posible, la Unión Europea ha utilizado las herramientas que conoce. En materia política, impulsamos la democracia y los derechos humanos financiando y apoyando a las sociedades civiles locales y sancionando a los incumplidores graves. En el terreno económico, firmamos Acuerdos de Asociación Económica (EPA, según sus siglas en inglés) y ofrecemos ayuda al desarrollo. En materia de seguridad, desplegamos nuestras propias misiones de entrenamiento o financiamos las misiones de la Unión Africana (UA). Gobernando todas estas acciones, mantenemos un diálogo permanente entre la Unión Europea y la Unión Africana, con cumbres cada tres años.
Los resultados son, por desgracia, magros. Muy por debajo de lo que cabría esperar de los recursos políticos y económicos invertidos. Cuando Rusia invadió Ucrania descubrimos que la mitad de países africanos ni siquiera eran capaces de votar con nosotros en la Asamblea General de Naciones Unidas para condenar la agresión. Es evidente que lo que hacemos no funciona como debería y que deberíamos hacer cambios. En las líneas que siguen veremos qué está fallando en los niveles político, económico, de seguridad y de política exterior, y qué podríamos hacer para remediarlo.
Las fronteras de la política: el retroceso de la democracia en África
Mo Ibrahim es un multimillonario sudanés creador de un imperio de telecomunicaciones. En 2006, decidió crear una fundación que lleva su nombre y se dedica a promover la democracia en África. La Fundación Mo Ibrahim otorga anualmente un premio a los jefes de Estado africanos que abandonan el poder pacíficamente tras perder las elecciones, habiendo gobernado democráticamente y con respeto a la separación de poderes. El premio está dotado con cinco millones de dólares, más un sueldo vitalicio de 200.000 dólares anuales, todo ello concebido como un incentivo para promover la alternancia pacífica. En los diecisiete años que han pasado desde la creación del premio, se ha otorgado solo siete veces y se ha declarado desierto las otras diez. El último laureado, en 2020, fue Mahamadou Issofou, presidente de Níger, que abandonó voluntariamente el poder tras dos mandatos. Su sucesor electo, Mohamed Bazoum, fue depuesto en julio del pasado año 2023 por un golpe de Estado.
Además de este premio, la Fundación Mo Ibrahim publica anualmente un Índice de Gobernanza en África. Durante diez años, el índice reflejó tímidos pero sostenidos avances. Desde 2016, lo que recoge es un lento declive de la institucionalidad democrática en el continente, que previsiblemente se acelere en el informe de 2023, y que ha visto varios golpes de Estado.
Tras las involuciones autocráticas que siguieron a la «Primavera Árabe», la inestabilidad en el Sahel ha producido una serie de golpes de estado en Mali (2020 y 2021), Guinea (2021), Sudán (2021), Burkina Faso (2022) y Níger (2023). En Chad la muerte en circunstancias extrañas de Idriss Deby en 2021 fue seguida por la proclamación inmediata, al margen de cualquier cauce institucional, de su hijo como presidente de la República. En agosto de 2023, el presidente de Gabón, Omar Bongo, fue depuesto por su propia guardia presidencial y sustituido por el general Oligui. En algunos de estos casos, como los de Chad o el propio Gabón, no asistimos a un golpe contra una democracia, sino a la sustitución de una autocracia por otra. En Níger o Burkina Faso, sin embargo, los Gobiernos depuestos habían sido democráticamente elegidos (con todas las deficiencias que se quiera, pero de forma razonablemente legítima) pocos meses antes.
La Unión Africana adoptó en 2007 la Carta Africana sobre Democracia, Elecciones y Gobernanza que prohíbe las «transmisiones no constitucionales del poder». En aplicación de esa carta se ha suspendido el derecho de voto en la UA a Burkina Faso, Guinea, Sudán, Mali, Níger y Gabón, pero no a Chad o a dictaduras totalitarias como Eritrea (donde el poder no se transfiere nunca, ni democráticamente ni de ninguna otra manera). Esas medidas y otras sanciones aparejadas no han tenido efecto sobre los Gobiernos ilegítimos de los países señalados. En los casos de Mali, Burkina Faso, la República de Guinea y Níger, la organización regional a la que esos países pertenecen, la Comunidad Económica de Estados de África Occidental (CEDEAO, o ECOWAS, según sus siglas en inglés) adoptó severas sanciones e incluso amenazó, en el caso de Níger, con una intervención militar. Ninguna de estas medidas, continentales o regionales, ha logrado impedir la consolidación en el poder de los Gobiernos golpistas en todos los casos señalados. A la vez, en los últimos tres años, hemos visto cómo Etiopía descendía a los horrores de una guerra fratricida, Mozambique veía nacer una insurgencia yihadista en el norte del país, la República Democrática del Congo (RDC) volvía a tener que hacer frente a un conflicto armado en sus regiones fronterizas con Ruanda y los conflictos de la República Centroafricana y Libia se enquistaban.
Entre 2017 y 2021, fui director general para África del Ministerio de Asuntos Exteriores. En ese periodo se redactó el III Plan África, que planteaba una disyuntiva que sigue vigente. El crecimiento demográfico de África va a transformar el continente. Esto no es algo en lo que podamos influir: ya está sucediendo. La actual población del continente, de unos 1300 millones de personas, se doblará en los próximos treinta años. En 2050 la población de África estará en torno a 2500 millones de personas y una de cada cuatro personas del planeta será africana. Para cuando acabe el siglo, las proyecciones del Fondo de Naciones Unidas para la Población estiman que la proporción se elevará a uno de cada tres habitantes del planeta. Este crecimiento demográfico es, en sí mismo, un potente multiplicador que hará que todo lo que viene de África adquiera redoblada fuerza. Lo bueno y lo malo. El III Plan África identifica este fenómeno como «un desafío y una oportunidad», porque de África emanan tanto vectores negativos (yihadismo, inestabilidad, migración irregular, tráficos ilegales) como positivos (juventud, crecimiento económico, recursos naturales estratégicos, innovación). Ante esa bifurcación en el camino, el Plan era optimista, y había razones para ello. En 2019 se produjeron elecciones democráticas en la República Democrática del Congo por primera vez en su historia y, a pesar de que todo apunta a que el candidato más votado no fue el finalmente proclamado ganador, lo cierto es que se produjo una alternancia pacífica en el poder, algo que RDC nunca había conocido. El conflicto en el Sahel seguía haciendo estragos, pero todos los países de la región se habían unido para combatirlo y el apoyo occidental era sólido y militarmente significativo. Incluso Boko Haram se había dividido en dos, y su líder histórico, Abubakar Shekau, había podido por fin reencontrarse con su Creador. Una de las más duraderas autocracias del continente, la de Robert Mugabe en Zimbabue, terminó con un golpe de Estado seguido de elecciones (muy imperfectas, pero preferibles a las farsas que orquestaba Mugabe). En Kenia, las elecciones de 2022 desembocaron en una transmisión pacífica del poder, superando los temores a incidentes violentos, como los que se saldaron con más de cincuenta muertes tras las elecciones de 2017. Quizá el más llamativo ejemplo del avance de la institucionalidad en África fue la repetición de las elecciones en Malawi en 2020. Un año antes se habían celebrado elecciones ganadas por Peter Mutharika. Su opositor, Lazarus Chakwera, denunció fraude ante el Tribunal Constitucional, que estimó la reclamación y ordenó la repetición de elecciones. Casi un año después de haber sido proclamado presidente, Mutharika aceptó someterse a nuevas elecciones, que perdió. Chakwera accedió a la presidencia en un traspaso pacífico de poderes. En el plano de seguridad, el despliegue en el Sahel cosechaba victorias frente al Estado Islámico y el conflicto en República Centroafricana parecía extinguirse. Económicamente, África crecía a buen ritmo y los crecientes precios de las materias primas significaban para la mayor parte de países africanos más recursos para hacer frente a las demandas de su creciente población. Ante la disyuntiva que el Plan África se planteaba, la respuesta era prudentemente optimista, porque había razones para ello.
En apenas cinco años, hemos pasado de ese cauto pero ilusionado optimismo a la actual situación de inestabilidad. ¿Qué ha pasado? La pandemia del covid-19 en 2020 afectó con particular dureza a África. No en términos de salud, pues su joven población resistió el virus mucho mejor de lo que lo hicieron Europa, Asia o América. El impacto económico de la pandemia, sin embargo, hizo estragos en el continente. Cuando empezaba a recuperarse, la agresión rusa a Ucrania provocó un aumento de los precios de alimentos, fertilizantes y petróleo que, de nuevo, afectó con particular dureza a los países africanos más pobres. El III Plan África identificaba como estratégicos a tres países ancla: Sudáfrica, Nigeria y Etiopía. Estos países eran polos de crecimiento y estabilidad para sus respectivas regiones. Cinco años después, Etiopía se ha transformado en un foco de inestabilidad, Nigeria ha sido incapaz de impedir un golpe de Estado en su vecino del norte y Sudáfrica se retrae cada vez más sobre sí misma. La Unión Europea prácticamente ha salido del Sahel y Mali se apoya en mercenarios de Wagner para hacer frente a un yihadismo cada vez más agresivo y exitoso. La Cumbre ministerial UE-UA, prevista para noviembre de 2023, ha sido pospuesta. Al parecer, no había suficiente apetito por ninguna de las dos partes. Las guerras en Ucrania e Israel parecen absorber todo el ancho de banda de Occidente, e incluso China pierde fuelle financiero en África. Justo cuando el continente empieza a encontrar su voz en el escenario global (volveré sobre esto más adelante), parece que otras cuestiones acaparan la atención del planeta. En Addis Abeba, sede de la Unión Africana, hay un mantra que se repite machaconamente: soluciones africanas a problemas africanos. Pues bien, los últimos años muestran la incapacidad de los africanos de solucionar sus propios problemas. Los conflictos se enquistan, la democracia retrocede y las instituciones regionales y continentales son impotentes para revertir esta tendencia.
Aunque las razones para el optimismo hayan ido diluyéndose, la pregunta que planteaba el III Plan África sigue vigente: ¿será África dentro de diez o veinte años el joven continente de oportunidades que a veces se vislumbra o será un permanente foco de inestabilidad del que sus propios habitantes intentan huir? Esta pregunta importa, principalmente porque su respuesta condicionará las vidas de millones de africanos, pero también afectará a las nuestras. Lo que sucede en África no son —ya no son— lejanas noticias de un continente exótico. La indiferencia ha dejado de ser una opción.
Todo se desmorona
El escritor nigeriano Chinua Achebe eligió un verso del poema de Shelley «El Segundo Advenimiento» para dar título a su magnífica novela sobre la llegada del colonialismo a Nigeria. «Todo se desmorona» (Things fall apart, en su título original) es un conmovedor relato del choque de dos mundos. Es frecuente oír cómo la conferencia de Berlín fijó en 1885 fronteras arbitrarias que separaban pueblos africanos en Estados artificiales. Lo que se escucha menos es la equivalente artificialidad de las instituciones que los europeos llevaron a África, como Achebe retrata descarnadamente. Siglo y medio después, las fronteras ya no son tan arbitrarias. Se puede viajar en un par de horas desde Lagos, la ciudad más poblada de Nigeria, hasta Cotonú, la capital de Benín. Al cruzar la frontera se pasa del inglés al francés, del arroz al pan (o incluso el croissant), de un espíritu emprendedor a uno más bien acomodaticio, de un caos vibrante a una molicie casi rural. Y, sin embargo, británicos y franceses se fueron de esos dos países hace más de medio siglo y, lo que es más importante, a ambos lados de la frontera la población pertenece al mismo grupo étnico, los yoruba. Y no podrían ser más distintos.
Las fronteras nacidas artificialmente son hoy reales y basta ver un partido de fútbol de la Copa Africana de Naciones para constatarlo. Así, la coexistencia de distintos grupos étnicos dentro de unas fronteras artificiales no puede ya servir para explicar los conflictos africanos. Yo creo que, en realidad, nunca ha servido. Es parte de un cierto «orientalismo1» que pretende explicar África a base de clichés antropológicos. ¿Si los conflictos derivan de forzar grupos rivales a vivir en artificiales Estados compartidos, cómo se explicaría entonces que Somalia, donde hay un único grupo étnico, prácticamente no haya conocido otra cosa que la dictadura y la guerra desde su independencia? ¿O que Sudáfrica, donde conviven multitud de etnias muy distintas, pueda ser una democracia pacífica?
Una explicación mejor, a mi juicio, es la de las instituciones que los europeos llevamos a África. A diferencia de Europa, África no había conocido apenas imperios. El Imperio egipcio de los faraones, el Imperio Songhai en el Sahel o el Reino del Gran Zimbabue en África austral son excepciones más que la regla. La norma general era la existencia de monarquías de reducido tamaño y poderes limitados. Los reyes y jefes africanos gobernaban, en la gran mayoría de casos, apoyándose en un consejo que reunía a los líderes de los distintos poblados y clanes, constituidos en una suerte de asamblea de notables. A menudo, eran monarquías electivas, no hereditarias. A la muerte del rey, ese consejo de notables designaba un sucesor por consenso. Incluso en los reinos más cohesionados y jerarquizados, como el reino zulú bajo Dingane o Shaka, existía una asamblea (lekgotla) ante la que el rey debía responder. Sin embargo, la colonización impuso en todo el continente un sistema de monarquía absoluta, sin excepción. El gobernador de cada colonia era un Rey Sol que ejercía un poder absoluto, sin limitaciones y sin elecciones. En algunos casos, como el de la administración del Congo por el rey Leopoldo de Bélgica, esta realidad era tan cruel como literal. En ningún caso se dio a las poblaciones locales voz ni voto en la redacción de las leyes que les gobernaban o los impuestos que debían pagar. Los Gobiernos africanos surgidos de la independencia adoptaron esa forma de gobierno con la misma naturalidad con la que aceptaron las fronteras coloniales. Además, esta concentración de poder servía perfectamente a los intereses de los líderes de la independencia y sus ambiciones transformadoras. Los «movimientos de liberación» mutaron rápidamente en regímenes de partido único. En muchos países del continente, los partidos de líderes de la independencia como Nyerere, Machel, Mugabe, Agostinho Neto o Savimbi siguen en el poder, sin haber conocido nunca la alternancia.
De los 54 países de África, tres son monarquías (Marruecos, Esuatini y Lesoto) en las que el rey conserva un gran poder. De las otras 51 repúblicas, 36 tienen sistemas presidencialistas y solo quince tienen regímenes semipresidencialistas o parlamentarios, aunque solo en siete de ellos tiene el parlamento auténtico poder. Entre estos siete están algunos de los países más estables del continente, como Sudáfrica, Cabo Verde, Mauricio o Botsuana. El sistema parlamentario permite la representación de intereses diversos (étnicos, lingüísticos o de cualquier otro tipo) de forma estructurada y estable. El sistema presidencialista puro, sin embargo, impone un sistema de «el ganador se lo lleva todo», que deriva rápidamente en una colonización de la administración por el grupo que apoya al presidente. Puesto que los sistemas de seguridad social son extremadamente frágiles en la mayor parte de casos, la seguridad económica (e incluso física) del grupo gobernante está directamente vinculada a su capacidad para retener ese gobierno. Las coaliciones de esenciales, como dirían Bruce Bueno de Mesquita y Alastair Smith2, son reducidas y resulta fácil contentarlas mediante la apropiación privada de recursos públicos. Son regímenes extractivos, en la caracterización de Daron Acemoglu y James A. Robinson3. La consecuencia de esto es que los grupos excluidos del poder pierden todo el poder. Mientras que en un régimen parlamentario retienen una cuota de influencia, en un régimen presidencialista extractivo de «coalición pequeña», los que no están en esa coalición de esenciales quedan fuera del sistema por completo. Su única salida es la sustitución del grupo gobernante por el suyo, y la única vía para hacerlo es la violenta.
Las instituciones modernas se enfrentan a las antiguas en un choque desigual. Como sucede en Europa y en todas partes (de nuevo, el «orientalismo» no es necesario para explicar África), la cultura y costumbres populares acaban prevaleciendo sobre los mandatos legales cuando los unos contradicen las otras. Máxime cuando las leyes tienen tan anémica fuerza. La respuesta occidental es «fortalecer las instituciones». Vaya por delante que estoy de acuerdo con tan necesario objetivo. Precisamente, porque los sistemas presidencialistas de «el ganador se lo lleva todo» ciegan cualquier espacio institucional para la disidencia, se hace imprescindible fortalecer la llamada «sociedad civil». Pero la realidad es que no sabemos hacerlo. Quizá sea imposible exportar «la sociedad civil»; quizá esta sea como esas plantas exóticas incapaces de sobrevivir en un clima ajeno al de su origen. O, quizá, la clave de una sociedad civil fuerte sea, precisamente, que surja de forma más o menos espontánea de esa misma sociedad. Achille Mbembe describió esto mismo hace un año en su ensayo, De nouveaux fondements intellectuels pour la démocratie en Afrique,4 diciendo que:
«En el mejor de los casos, la mayoría de programas subvencionados persiguen, en realidad, la profesionalización de las prácticas asociativas […] Una industria de seminarios y coloquios ha nacido, en la que los socios internacionales inculcan a los líderes de las ONGs locales las reglas elementales de una buena gobernanza asociativa internacional […] los cuales terminan más ocupados a llamar a las puertas de donantes de siglas cada vez más impronunciables y a multiplicar los proyectos a corto plazo alineados con los objetivos de los donantes […] en lugar de dedicarse a producir el capital social necesario para el surgimiento de una democracia endógena».
Nuestros esfuerzos, según Mbembe, acaban generando unas «sociedades civiles oficiales» que, en realidad, asfixian y expulsan a la genuina (o potencial) sociedad civil.
Un proceso similar se desarrolla con frecuencia en torno a las elecciones. Estas son en ocasiones abiertamente falseadas, pero eso es cada vez menos frecuente. Hay mecanismos más eficaces para garantizar la continuidad en el poder del partido gobernante sin atraer la atención de las instituciones regionales o continentales, o de la propia UE. La votación no es falseada, pero eso no significa que refleje de forma auténtica la voluntad popular. Las misiones de observación electoral de los grupos regionales como SADC, CEDEAO o las de la propia Unión Europea acaban constatando la ausencia de violencia o coacción a la hora de votar, así como recuentos de votos razonablemente fiables. A pesar de ello, sería difícil calificar la elección de realmente democrática, porque el partido en el poder tiene acceso a recursos humanos, materiales y financieros de los que la oposición carece. Los medios públicos de comunicación, los escasos programas de apoyo social, los servicios públicos, la aparentemente pulcra legislación electoral, el censo y el acceso a la ciudadanía, absolutamente todo se pone al servicio del partido en el poder.
Para la Unión Europea esta es una realidad debilitante. A diferencia de otros actores internacionales, la UE pone un gran énfasis en la transmisión de sus valores y en la calidad democrática e institucional de sus países socios. Ante los golpes de Estado (o, más generalmente, la fragilidad institucional) en África no sabemos reaccionar. El arsenal de herramientas es relativamente reducido. Si, cuando se produce el golpe, ya teníamos una importante cooperación al desarrollo, la reducimos. Si no la teníamos, la desplegamos, intentando construir esa sociedad civil a nuestra imagen y semejanza. En casos suficientemente graves, recurrimos a las sanciones, que se han mostrado una y otra vez ineficaces e incluso contraproducentes, al crear un «enemigo exterior» al que desviar toda crítica por las deficiencias del régimen sancionado. Robert Mugabe culpaba una y otra vez a las sanciones europeas por el lamentable estado de la economía de Zimbabue, sin mencionar que en todo el país solo había dos personas sancionadas: él mismo y su esposa.
Tanto en España como en la Unión Europea, la pregunta más frecuentemente formulada respecto a la fragilidad institucional de África es ¿qué hacer? Y el abanico de respuestas siempre incluye propuestas para «hacer más». Nunca, en más de veinte años tratando con el continente y viviendo en cuatro de sus países, he oído a nadie proponer hacer menos. Y, sin embargo, si las raíces de la fragilidad institucional son las que acabamos de apuntar, lo lógico sería no hacer nada. Esa es sin duda nuestra respuesta respecto a las fronteras que África heredó de la descolonización: son una realidad a aceptar, no a modificar. ¿Por qué nos resulta tan inadmisible la misma respuesta respecto a las instituciones que la descolonización legó a los africanos? La respuesta es que padecemos un claro sesgo de acción: ante un problema es imperativo actuar. Políticamente, no hacer nada, o hacer menos, es automáticamente percibido como un fracaso. A pesar de que empíricamente comprobamos una y otra vez que nuestra hiperactividad no resulta en la mejora de las relaciones entre Europa y África, seguimos diseñando nuevos programas, aún más ambiciosos que los que en el pasado se mostraron ineficaces, para alcanzar los objetivos perseguidos. Somos como esos médicos del siglo XVIII que aplicaban sangrías a los enfermos y, si estos no mejoraban, tenían clara la solución: nuevas sangrías.
Paradójicamente, los propios africanos nos acusan repetidamente de injerencia —a veces con razón, a menudo sin ella— e insisten en buscar «soluciones africanas a problemas africanos». Creo que es hora de empezar a hacerles caso. No quiero decir con ello que debamos pasar de la hiperactividad al aislacionismo, sino que debemos actuar de forma mucho más paciente y selectiva. No solo debemos actuar menos, sino actuar mejor. Esto no solo evitará algunos errores recurrentes, sino que fortalecerá nuestra posición ante el continente. En la actualidad, nuestra visible necesidad de tener una relación privilegiada con África nos conduce a una posición diplomática debilitada. La relación está desequilibrada, pero no necesariamente en favor de Europa. África se sabe necesaria y, en la actualidad, más que nunca. Ante la competencia de nuevos actores como China, Rusia, India o Turquía, los europeos redoblamos nuestra generosidad. El nuevo instrumento principal de cooperación con África de la Unión Europea, el instrumento de Vecindad, Desarrollo y Cooperación Internacional tiene una dotación presupuestaria muy superior al Fondo Europeo de Desarrollo al que reemplaza. El objetivo de superar la relación donante-receptor sigue siendo inalcanzable, entre otras razones porque ambas partes están cómodas con su papel.
Tenemos que cambiar la forma de hacer las cosas en el plano institucional, pero, antes de adelantar algunas propuestas concretas, veamos someramente algunos aspectos de nuestra relación económica, porque también en ese plano hay varios ejemplos de acciones contraproducentes.
Estado rico, país pobre
Hay un experimento muy poco científico que hace años vengo desarrollando. Consiste en preguntar a mis interlocutores, europeos y africanos, qué porcentaje del PIB de Nigeria creen que constituye el petróleo y el gas. Las respuestas nunca bajan del 30% y lo habitual es que ronden el 90%. Lo cierto es que los hidrocarburos son menos del 10% del PIB de Nigeria. Pero sí son más del 90% de sus exportaciones y de los ingresos de su Gobierno. Mi torpe experimento muestra que confundimos frecuentemente las necesidades de un pueblo con las de su Gobierno. Nigeria no depende del petróleo, es su Gobierno el que lo hace. El Gobierno es rico, la población no. Pero lo crucial aquí es que un Gobierno que no necesita cobrar impuestos a su ciudadanía es un Gobierno que no necesita rendirle cuentas. La revolución americana de 1776 tuvo como lema «ningún impuesto sin representación». Los colonos americanos se negaban a pagar impuestos fijados por el parlamento de Westminster, en el que no tenían ningún representante. Esto es intuitivo y fácil de entender, pero la relación inversa, menos obvia, es igualmente cierta: «ninguna representación sin impuestos». La democracia se ve debilitada cuando el Gobierno no cobra impuestos a sus ciudadanos. Si los ingresos del Estado dependen de la minería o el petróleo, rendirá cuentas a las empresas extractivas. Si dependen de los donantes extranjeros, rendirá cuentas a los donantes. Si el Estado no necesita a los ciudadanos para financiarse, no les rendirá cuenta alguna.
De acuerdo con la OCDE, Nigeria, la mayor economía de África, tenía en 2020 una presión fiscal (medida como recaudación fiscal en proporción al PIB) del 5,5%. La media de la OCDE ese año fue del 33%. Para el conjunto del continente africano la presión fiscal media fue del 16%. Además, el porcentaje de contribuyentes respecto al total de la población es muy reducido y los mayores contribuyentes son las grandes empresas extractivas. Estas, además, tienen vías para reducir legalmente la cantidad de impuestos que pagan en los países en los que operan. Resumiendo mucho el mecanismo para ello, la matriz con sede en un país fiscalmente favorable «vende» a la filial en el país africano los derechos de uso de su propia tecnología o, incluso, de su marca comercial, por un precio que hace que la filial apenas tenga beneficios, mientras la matriz los absorbe. En inglés se denomina a estas prácticas Base Erosion and Profit Shifting (BEPS) y la Comisión Económica para África de Naciones Unidas (UNECA) estimaba en un informe de 20185 que cuestan a África entre 80.000 y 120.000 millones de dólares al año, cantidad a la que hay que sumar la estimación que la Comisión de Naciones Unidas para el Comercio y el Desarrollo (UNCTAD) hace6 de los flujos ilícitos (estos sí son evasión fiscal, no elusión) de 88.000 millones de dólares anuales. La cooperación al desarrollo que recibe África ronda los 50.000 millones de dólares anuales, con lo que no llega a la tercera parte de los fondos que África pierde por evasión y elusión de impuestos. Parece, por tanto, que el énfasis que la Unión Europea pone en esa dimensión de nuestra relación con África es desproporcionado. Sin embargo, al concentrarse en algunos países concretos, la ayuda al desarrollo puede acabar constituyendo un porcentaje muy alto de los ingresos de algunos Gobiernos. Esto nos otorga gran influencia, pero con el efecto no deseado de que a quienes rinden cuentas los Gobiernos de estos países no es a sus ciudadanos, sino a los donantes. La cooperación al desarrollo también tiene costes y uno de ellos es que puede contribuir indirectamente a debilitar las instituciones democráticas.
Volvamos al ejemplo del sector de los hidrocarburos en Nigeria. Si ese sector no llega al 10% del PIB de Nigeria, podemos decir que España es mucho más dependiente del turismo, sector que en nuestro país supone en torno al 13% del PIB, de lo que Nigeria depende del petróleo. Pero la gran diferencia es que el turismo es un sector atomizado, con docenas de miles de actores, intensivo en mano de obra relativamente cualificada y con mínima presencia estatal. Es, en suma, todo lo contrario que los sectores extractivos. Si juntamos los distintos elementos que hemos ido viendo, emerge una foto poco favorecedora. Los sistemas políticos concentran el poder en un grupo pequeño (democráticamente o no), que no necesita realmente rendir cuentas a sus ciudadanos porque obtiene sus ingresos por otras vías. A veces, son los donantes internacionales su principal fuente de ingresos; otras veces, son industrias extractivas que crean poco empleo y que se concentran en unas pocas manos. El acceso a esas industrias extractivas está regulado por los Gobiernos, con lo que se cierra el círculo. El Estado, o la élite que lo maneja, acumula riqueza, mientras el pueblo sigue en relativa pobreza.
No todo el panorama es tan oscuro. En primer lugar, porque África no es un país y estas (inevitables) generalizaciones encubren notables éxitos económicos. Pero, también, porque hay algunas buenas razones para el optimismo. En mayo de 2019, entró en vigor el Área Continental Africana de Libre Comercio (ACALC), que abarca todos los países del continente —menos Eritrea— y liberaliza el comercio para el 90% de los productos. El trabajo que queda por delante es enorme. Hay que definir reglas de origen, establecer un tribunal de resolución de disputas comerciales, ampliar los rubros comerciales liberalizados hasta el 97% y, sobre todo, crear la necesaria confianza entre los distintos países africanos. A esto hay que sumar que la infraestructura del continente está diseñada para la exportación hacia el resto del mundo y no para el comercio intraafricano. Las carreteras y ferrocarriles se dirigen a los puertos, no hacia otros países africanos. Sin embargo, la ACALC crea un marco para empezar a transformar la realidad actual. Hoy, el comercio intraafricano ronda el 15% de su comercio total, mientras que en la Unión Europea esa proporción supera el 60%. El secretariado de la ACALC estima que si se lograra elevar el comercio intraafricano a un modesto 25% del total, el impulso al crecimiento de África añadiría entre uno y dos puntos porcentuales al crecimiento actual del PIB. El éxito de la ACALC debería ser, por tanto, un objetivo central de la UE. Sin embargo, Europa sigue insistiendo en firmar sus propios Acuerdos de Asociación Económica (EPA) con las distintas organizaciones económicas regionales de África. A pesar, además, de la notable renuencia de los socios africanos a firmar esos acuerdos.
Otro factor positivo es que el actual superciclo de las materias primas vuelve a beneficiar a África. Los precios de muchas de las exportaciones del continente se encuentran actualmente en máximos o cerca de ellos. El reto es transformar el incremento de los ingresos por exportación en inversiones productivas. La teoría económica predice que, en un continente donde la mano de obra es abundante y el capital escaso, la primera será barata y tenderá a migrar hacia otras regiones donde esté mejor remunerada, mientras el segundo recibirá un alto tipo de interés, atrayendo inversiones desde el extranjero. Es, sin duda, cierto que la mano de obra africana emigra hacia regiones donde los salarios son más altos; lo vemos casi cada día en los telediarios europeos. Pero como hemos apuntado más arriba, el capital no fluye hacia África en busca de mejores rendimientos, sino que sale del continente, legal o ilegalmente. Lo hace por la falta de seguridad física y jurídica, la fragilidad de las instituciones y, también hay que decirlo, por un desconocimiento de las oportunidades que existen en África. El Banco Africano de Desarrollo estima que África necesitará una inversión de 1,2 billones de dólares de aquí a 2030 para alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible. Es decir, 170.000 millones de dólares al año. Sin embargo, la inversión extranjera directa en África fue de solo 45.000 millones de dólares en 2022, según UNCTAD. Sin estabilidad política e institucional no hay inversión y sin esta no hay empleo para la creciente población joven. El resultado es la creciente tendencia a la emigración y el aumento en el número de conflictos.
La epidemia de conflictos en África
Decía Tolstoi que todas las familias felices se parecen, mientras que las familias infelices lo son cada una a su manera. De igual modo, los países estables y prósperos suelen serlo de acuerdo a un patrón reconocible de solidez institucional, separación de poderes, apertura comercial, seguridad jurídica, clase media amplia y desigualdad contenida. Los países en conflicto, sin embargo, responden cada uno a distintos factores. La crisis en el Sahel tiene poco que ver con la de RDC o la del norte de Mozambique. Pero, aunque todas las generalizaciones son falsas (incluida esta), no hay más remedio que tratar de esbozar algunos factores comunes a todos los conflictos, porque los hay.
En primer lugar, ya no hay prácticamente conflictos internacionales en África7. Los conflictos son hoy guerras civiles, insurgencias armadas, terrorismo islámico o una combinación de las anteriores. Esto revela un primer factor común a todos ellos: la debilidad del Estado. Lo cual no significa necesariamente que el aparato de seguridad civil y militar del Estado sea débil, en ocasiones es justo lo contrario. Lo que es débil es la capacidad del Estado para responder a las necesidades de su población, su legitimidad ante esta misma población o ambas. Ante un Gobierno que no rinde cuentas a su población, que funciona bajo el principio de «el ganador se lo lleva todo» excluyendo a los grupos «no afines», que convive con una alta proporción de desempleo juvenil y que, sin embargo, acumula riqueza para el reducido grupo en el poder, el conflicto es muy probable. La contestación al poder establecido puede venir desde la población civil, como sucedió en Sudán en 2019 con las revueltas populares que provocaron la caída del régimen de Omar Al-Bashir y la instauración de un Gobierno de transición. Pero, tanto en Sudán como en otros países, el ejército no suele tardar en tomar las riendas, puesto que son los únicos que tienen la indiscutible capacidad de imponer su voluntad por la fuerza. En 2021, un golpe militar devolvía a los uniformados al poder en Jartum.
En otras ocasiones, el conflicto nace de la exclusión de un determinado grupo étnico de la riqueza o el poder que se extrae de la región en la que viven. La guerra de Biafra en Nigeria, entre 1967 y 1970, ya fue un conflicto de este tipo, en el que los ibos querían la independencia para poder beneficiarse del petróleo de su subsuelo, en lugar de transferir esa riqueza a las élites hausas y yorubas en el Gobierno. Pero vemos el mismo patrón en el conflicto del este de RDC, tan rico en minerales como lejano de la capital Kinshasa, o en el de Cabo Delgado, al norte de Mozambique. En esa región se han descubierto enormes reservas de gas natural, cuya explotación se controla desde la distante capital del país, Maputo. Cuando la abundancia de recursos y la distancia a la capital se combinan con divisiones étnicas o religiosas, como sucedió con la guerra de Sudán del Sur (de población negra y cristiana, frente al norte árabe y musulmán), el conflicto está servido.
Este esquema de acceso a recursos por un grupo marginado suele propiciar una tercera característica común a la mayoría de conflictos en África. Casi todos son conflictos de baja intensidad, en los que un grupo insurgente utiliza técnicas de guerra asimétrica. Este tipo de conflicto hace relativamente ineficaz la respuesta puramente militar. Esta necesita combinarse con elementos políticos, económicos y sociales para tener impacto, lo cual a su vez exige unas instituciones sólidas y capaces que, sencillamente, no existen.
En todos los casos hay un sustrato común de rivalidades entre grupos étnicos o religiosos que trae causa de los esquemas políticos ya discutidos. Cuando la política crea excluidos (muchos) e incluidos (unos pocos) y el acceso a los recursos depende del acceso al poder, la lucha por la supervivencia y la lucha por el poder son indistinguibles. Incluso cuando el nivel de vida de la población es relativamente alto para estándares africanos, como es el caso de Gabón, si la élite gobernante no procura un reparto de la riqueza (o de servicios públicos) que alcance a la mayoría de la población, el resentimiento desemboca con facilidad en un golpe de Estado como el que ese país sufrió en agosto del año pasado. Los militares son en ocasiones recibidos como liberadores por una población hastiada que percibe la democracia como corrupta y al ejército como la solución. En enero de 2023, Afrobarómetro8 publicó un informe analizando las percepciones en 34 países africanos sobre los Gobiernos, la corrupción y la democracia. Uno de los resultados más llamativos es que la proporción de ciudadanos que prefiere la democracia a cualquier otro sistema ha venido cayendo desde un ya débil 49% en 2011 hasta el actual 44%. El apoyo a las elecciones cae en todos los países analizados desde 2011, menos en tres (Tanzania, Guinea y Sierra Leona). En los 34 países aumenta la percepción de corrupción en las instituciones.
Es en este río revuelto en el que intentan pescar elementos con agenda propia, como los grupos yihadistas (ISIS, Al Qaeda, Al Shabaab) o Rusia a través del Grupo Wagner. A pesar de los titulares que estos elementos reciben, su presencia es relativamente reducida. Wagner, actualmente en proceso de mutación hacia una nueva entidad llamada Africa Corps, bajo un control más directo desde el Kremlin, tiene una presencia significativa en Libia, Mali y la República Centroafricana. Influye en otros países como Níger, Sudán o Burkina Faso, pero no es (de momento) un actor real sobre el terreno. Es decir, Wagner (o el Africa Corps, tanto monta) tendría influencia eficaz en, como máximo, seis de los 54 países de África. El yihadismo, por su parte, afecta a Mali, Níger, Burkina Faso, Somalia y el nordeste de Nigeria. La insurgencia en Mozambique o algunos elementos presentes en Sudán se presentan como islamistas, pero parece que eso responde más a la conveniencia de integrarse en redes globales de apoyo y suministro que a un sustrato ideológico profundo. No quiero con esto restar gravedad a la influencia yihadista o rusa en África, pero sí destacar que esta es menos prevalente de lo que se cree al considerar la escala continental, y que solo arraigan allí donde existen conflictos previos. Rusos y yihadistas son, así pues, síntomas de una enfermedad más profunda, no su causa.
La respuesta occidental es el despliegue de tropas para entrenar a los ejércitos locales, como con las misiones de entrenamiento de la UE en el Sahel, en la República Centroafricana o en Mozambique, o el uso directo de la fuerza militar, como hicieron los franceses en Mali (ya retirados) y otros países del Sahel, y siguen haciendo los Estados Unidos, con bases en varios países africanos, incluyendo una de considerable tamaño en Níger y otras en Gabón, Mali y Burkina Faso. La Unión Europea añade a este despliegue su financiación de la llamada Arquitectura de Paz y Seguridad Africana (APSA) de la Unión Africana. Esto se concreta en que cubrimos la factura de la misión de paz de la UA en Somalia, AMISOM, así como otros despliegues de menor entidad. Siempre cabrá aducir que, si no fuera por estos esfuerzos occidentales, la situación en el Sahel o el Cuerno de África sería aún peor, pero lo cierto es que es difícil argumentar que nuestros esfuerzos han alcanzado los objetivos deseados (con la única excepción, quizá, de AMISOM). Una vez más, nuestras herramientas no parecen adecuarse a nuestros deseos. Y tampoco a los de los propios africanos.
El papel de África en el nuevo (des)orden internacional
Según un estudio9 de 2011 sobre los intentos de golpe de Estado en África, estos se producen en oleadas, con la mayoría concentrándose en torno a dos fechas, 1966 y 1991. La primera sigue a la gran oleada de descolonizaciones, que se produjo a comienzo de los años sesenta, y la segunda sigue a la caída del Muro de Berlín y el final de la Guerra Fría. Parece que los golpes de Estado tienden a producirse cuando soplan lo que Harold Macmillan llamaba «vientos de cambio». Si aceptamos esta hipótesis, la actual «epidemia de golpes», en palabras del secretario general Guterres, no sería sino un síntoma más de los movimientos tectónicos que se están produciendo a escala global.
La primera fractura continental se hizo visible con la votación en la Asamblea General de Naciones Unidas condenando la agresión rusa a Ucrania. A pesar de la amplia mayoría global que apoyó esa resolución, África se dividió en dos mitades, con una votando a favor y la otra absteniéndose. Europa y Estados Unidos son los principales socios de África en inversiones, comercio, seguridad, cooperación al desarrollo, educación, ciencia y cualquier otra dimensión que se quiera imaginar, a años luz de Rusia, China y otros aliados como Irán, Cuba o Venezuela. Y si los intereses apuntaban a un esperable alineamiento con Occidente, los valores lo hacían más todavía. A fin de cuentas, la agresión rusa a Ucrania era un ataque imperialista y neocolonialista de libro. Sin embargo, la mitad de África se alineó con esa entidad nebulosamente definida como el «Sur Global» y liderada por dos países del norte geográfico, tecnológico y económico, China y Rusia, ambos con asiento permanente en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.
Creo que ese alineamiento no responde a intereses a corto plazo ni a valores históricos. Es más bien fruto de una crítica al «orden internacional basado en reglas» (OIBR) o, más bien, a las reglas mismas de ese orden10. Establecidas tras la Segunda Guerra Mundial, las reglas del OIBR gobiernan las relaciones internacionales, el funcionamiento de las Naciones Unidas y el gobierno de organizaciones como el Banco Mundial o el FMI. Son los cimientos de la globalización y de la arquitectura mundial de paz y seguridad. Objetivamente, han dado al mundo y, en particular, a ese Sur Global (incluyendo a algunos de sus más insignes representantes, como China o la India), ochenta años de crecimiento y (relativa) paz como nunca antes habían conocido. Eso incluye a África, que bajo esas reglas alcanzó su descolonización y por primera vez tiene voz y voto en los asuntos globales. Sin embargo, la mayoría de países africanos cuestiona la legitimidad de esas normas, en cuyo diseño no participaron y que creen que perpetúan un desequilibrio en perjuicio de África.
La rivalidad global entre Estados Unidos y China, acelerada tras la invasión rusa de Ucrania, ha desatado fuerzas que, por primera vez desde 1945, suponen un desafío real a las reglas que gobiernan el OIBR. Es en este contexto en el que hay que entender la posición de África. Por fin, ven una oportunidad de cambiar normas que creen injustas y, para ello, se alinean con los que las cuestionan: China y Rusia, pero también Cuba, Venezuela, Irán y similares. La última cumbre de los BRICS en Johannesburgo y la lista de países invitados a unirse a ese grupo es la primera cristalización visible de esta tendencia. Cuestión distinta es que todos ellos estén de acuerdo sobre qué reglas cambiar y en qué sentido. En el momento actual, lo único que les une es el desafío a Occidente (o al Norte Global, si se prefiere), pero no hay una formulación, siquiera aproximada, de las reglas alternativas que proponen.
La respuesta de Europa a estos movimientos tectónicos globales es buscar una posición que mantenga nuestros vínculos con Estados Unidos, pero sin romper del todo los que tenemos con China, permitiéndonos un cierto grado de autonomía (antes adjetivada de «estratégica») respecto a ambos. Para ello, necesitamos apoyos y creíamos contar con muchos en África. Sin embargo, aunque sigamos siendo el principal socio de África, ya no somos el único. Los países africanos tienen nuevas opciones en distintos planos con Rusia, Turquía, India y, sobre todo, China, por citar los principales. El European Council of Foreign Relations celebra cada año un foro en Berlín para analizar las relaciones entre la UE y la UA. En el briefing para el foro de 2023 se decía, descarnadamente, que:
«Los objetivos europeos [para África] se definen menos en términos de intereses duros y más como proyectos universalistas. [...] Europa ve su política exterior como una oferta de apoyo a África, mientras África ve ese apoyo como una imposición. Europa considera sus objetivos como bienes universales, mientras África los ve como parte de un proyecto de hegemonía occidental que arrastra a África hacia un mundo de competencia global bipolar».
Parece claro que las herramientas que usamos no nos acercan a África, por lo que reforzarlas no mejorará el actual distanciamiento. Hay que pensar en alternativas.
¿Qué hacer?
Recapitulando, un buen número (no todos) de países de África padecen una inestabilidad política que tiene causas estructurales y frente a la que es difícil hacer algo, al menos a corto plazo. La fragilidad institucional es un freno al crecimiento económico y, a la vez, un factor propiciatorio de insurgencias causantes de conflictos asimétricos de baja intensidad que acaban enquistándose. En un momento internacional en el que las alianzas se reconfiguran, Europa necesita a África de su lado. Además, nuestras economías son, en buena medida, complementarias y el enorme potencial de África beneficiaría, en caso de realizarse, desproporcionadamente a Europa. Sin embargo, no conseguimos alcanzar nuestros objetivos de conjurar las amenazas y materializar las oportunidades, a pesar de que nuestros intereses centrales coinciden exactamente con los de los propios africanos. Nadie se beneficiaría más de la paz y prosperidad de África que ellos. Hemos visto lo que no estamos haciendo tan bien como sería deseable, pero, ¿de qué otra forma podríamos perseguir nuestros objetivos?
Lo primero es devolver el foco de la conversación con África a los intereses compartidos. Para ello, cada parte tiene que definir de forma concreta sus propios intereses, tanto en general, como respecto a la otra parte. Ninguna de las dos lo ha hecho hasta ahora. La Agenda 2063 de la UA no es un catálogo de intereses, sino de aspiraciones. Por parte de la UE se han definido objetivos en materia económica, migratoria, de seguridad o de derechos humanos, pero no existe una jerarquía clara de intereses. Si cada parte define expresamente lo que busca en la otra, por parte europea descubriríamos que África no es necesariamente el socio que creemos en algunos campos (como, por ejemplo, cambio climático, donde a pesar de la retórica común las prioridades de ambos continentes son muy divergentes); y, por parte africana, a la inversa, se llegaría a la sorprendente conclusión de que Europa comparte objetivos de alta prioridad para el continente, que, lejos de ser una imposición europea, son prioridades africanas que también lo son para nosotros.
El resultado de este ejercicio sería la división de los temas en dos grupos. Uno, en el que los intereses y prioridades coinciden y sobre los que podríamos trabajar sin prejuicios ni desconfianza. Otro, en el que nuestros intereses divergen, en mayor o menor medida. En este campo, el enfoque deberá ser transaccional: si una de las partes accede a las prioridades de la otra, será a cambio de una cesión recíproca en otro ámbito. Es el enfoque que adoptan otros socios de África, como China o Rusia, con no poco éxito. En aquellas áreas donde no es posible colaborar ni alcanzar acuerdos transaccionales, podemos trabajar con geometrías variables (avanzar solo con aquellos países que quieran hacerlo, dejando de lado al resto) o, sencillamente, aceptar que el terreno no es aún lo bastante fértil como para la siembra. Si los socios africanos no nos solicitan expresamente apoyo en algún campo concreto, no se lo demos, puesto que la excesiva generosidad es percibida como debilidad o, incluso, como imposición. A fin de cuentas, si así es como actuamos con otros países, ¿por qué no hacerlo también con África? Si ambos queremos superar el enfoque donante-receptor, esta es la fórmula.
En el plano político, creo que la UE (y España con ella) debería empezar a concebir sus valores como intereses a largo plazo, a trabajar con la población y no con sus Gobiernos, mientras la interlocución con cada Gobierno concreto se hace de forma más transaccional, centrada en intereses a corto y medio plazo. No consiste en anteponer los intereses a los valores, como hacen sin embozo China o Rusia, por ejemplo, sino en articularlos de forma que unos y otros se refuercen en lugar de anularse. Mientras los intereses se negocian con el Gobierno, preservando la relación bilateral incluso con el más vesánico de los regímenes (algo que hacemos sin problema en otras latitudes), podemos introducir apoyo a la reforma de la administración pública, el refuerzo de los censos, la mejora en la gestión de las finanzas públicas, la publicidad de las leyes y la transparencia de la administración de justicia, por ejemplo. Los medios de comunicación actuales permiten influir desde fuera en la información disponible para los ciudadanos de un tercer país. Hay, en suma, medios eficaces para crear un ecosistema en el que una genuina sociedad civil local pueda florecer y crear un contrapeso al poder.
En el plano económico, la UE debería dejar de insistir en los EPAs y abrazar el ACALC, prestar apoyo técnico y fomentar la integración africana. Colaborar en el refuerzo de los sistemas fiscales y en la persecución de los flujos financieros ilícitos. Aumentando la transparencia, además, mejoramos la competitividad de nuestras empresas. China o Rusia compiten mejor en la penumbra. Además, los instrumentos de la UE se pueden orientar preferentemente (ya está sucediendo) a reducir los costes de financiación de la inversión en infraestructuras. África necesita capital y Europa dispone de él.
En el plano de la seguridad, sigamos a las organizaciones regionales, como ECOWAS o SADC y a la propia UA cuando pide «soluciones africanas a problemas africanos». Replicar exactamente los regímenes de sanciones de estas organizaciones, sin ir ni un milímetro más allá (ni más acá), nos protegerá de acusaciones de injerencia y reforzará a las instituciones africanas. En lugar de sustituir a las misiones africanas de paz debemos financiarlas. Con todos sus defectos, la misión de la UA en Somalia, AMISOM, ha sido más eficaz que nuestros esfuerzos en el Sahel. El apoyo técnico y de inteligencia (medios de comunicación, drones, imágenes satelitales, inteligencia de señales, logística avanzada, patrullas navales contra la piratería) tiene enorme valor para África y no acarrea los costes políticos de poner botas sobre el terreno. Es un apoyo, además, que no pueden prestarle otros socios con la misma eficacia con que puede hacerlo la UE.
Por último, en el realineamiento global que estamos atravesando, Europa y África harían bien en descubrir que ambos buscan lo mismo: no verse arrastrados por la corriente. Ambos perseguimos una alternativa a la emergente bipolaridad y deberíamos poder colaborar para construirla. Europa debe abrirse a ajustes en las normas del OIBR e incorporar a África como se ha hecho al apoyar el ingreso de la UA como miembro de pleno derecho del G20. Si queremos una tercera vía que garantice a Europa la autonomía que persigue, necesitamos aliados.
La palabra «bárbaros» tiene hoy un sentido peyorativo que no tenía en su origen. Los griegos la usaban para describir onomatopéyicamente (bar-bar) el sonido de lenguajes que no entendían. Bárbaro, por tanto, era aquel que hablaba un lenguaje que no eran capaces de entender. Hoy, África y Europa se hablan sin entenderse. Somos bárbaros los unos para los otros. Solo falta que, como escribió Cavafis, descubramos que cada uno puede ser la solución a los problemas del otro.
Raimundo Robredo Rubio
Diplomático español, embajador de España en la República de Sudáfrica
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Esperando a los Bárbaros ( 0,24 MB )
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