
16 ene. 2025
De Gaza a Damasco: reconfiguraciones en un nuevo Oriente Medio
Sonia Sánchez Díaz y Guillem Colom Piella
Hasta finales del pasado noviembre, Siria había permanecido relativamente aislada del shock geopolítico que empezó a gestarse tras los ataques de Hamas contra Israel del 7 de octubre de 2023. Ello fue así porque las operaciones militares llevadas a cabo por Israel durante años anteriores con el beneplácito de Rusia lo habían disuadido y no tenía ni la capacidad ni la voluntad de abrir un frente en su frontera sur. Además de ello, las actuaciones del propio régimen con los palestinos de Siria durante la guerra civil1, le habían hecho perder influencia sobre la causa palestina y habían sido uno de los principales motivos que causó una crisis interna dentro de Hamas, entre aquellos que favorecían al eje Teherán-Damasco sobre Riad o Qatar. Aunque tanto la Primavera Árabe en 2011 como el auge de Daesh dos años después habían afectado de lleno al país y debilitado el régimen de Bashar Al-Assad, desde 2016 la situación se había estabilizado gracias a la intervención rusa y a la victoria aliada sobre Daesh. A pesar de sus enormes problemas internos – un país dividido, una economía devastada y centrada en el narcotráfico, unas fuerzas armadas deterioradas, una corrupción endémica, un aparato de seguridad del Estado controlado por el crimen organizado y una brutal represión de la oposición – el régimen había logrado sobrevivir. Con la asistencia militar rusa e iraní, el beneplácito indirecto occidental y el consentimiento turco a regañadientes, el gobierno sirio había logrado controlar la mayoría del territorio, había normalizado gradualmente las relaciones con varios países árabes, consiguiendo reintegrarse en la Liga Árabe y acercando posiciones con Turquía2. Sin embargo, el 30% del territorio que continuaba fuera del control de Damasco se dividía entre un amplio noreste controlado por las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS)3 y una pequeña zona del noroeste dominada por varios grupos rebeldes, entre los que destacaba Hay'at Tahrir al-Sham (HTS)4 y el Ejército Nacional Sirio (SNA)5. Con una agenda político-ideológica dispar, ambas organizaciones actuaban como proxis de una Turquía que las había armado, financiado y apoyado con el doble objetivo de reforzar la agenda islamista en la región y prevenir una mayor autonomía de las fuerzas kurdas que operaban en el noreste del país y que luchaban por conformar, desde Rojava, una Siria secular, democrática y federal.
Esta situación fue posible, en parte, por el equilibrio alcanzado entre las potencias externas y sus proxis6 y por la táctica seguida por Rusia de aislar en enclaves periféricos a la oposición siria, lo que paradójicamente facilitó su empoderamiento al convertirlos en actores territoriales autónomos cuasi-estatales. Además de ello, con las fallidas “líneas rojas” de Obama en 2013 y el desenganche estratégico de Trump cuatro años después, Estados Unidos dejó un vacío que rápidamente fue cubierto por Rusia, que vio en la Guerra Siria su ventana de oportunidad para recuperar su influencia en la región y visibilizar su oposición a cambios de régimen surgidos de revueltas que podían resonar a las revoluciones de los colores que amenazaron con minar su influencia en Ucrania o Georgia. El decidido apoyo que Putin proporcionó a al-Assad durante la guerra civil siria brindó a Moscú una enorme influencia política, convirtiéndolo en el garante de la estabilidad y afianzando su presencia física en el país levantino, cuestión fundamental para equilibrar la influencia de su rival turco. La presencia rusa se plasmaría con las bases de Tartus y Khmeimim (Latakia), fundamentales para proyectarse en los mares Mediterráneo y Rojo, disponer de una cabeza de puente en Oriente Medio y África o generar una potencial zona Anti-Acceso/Denegación de Área (A2/AD) en el Mediterráneo Oriental7.
Por su parte, Teherán – el otro puntal del régimen de al-Assad – mantenía a Siria dentro del “eje de la resistencia”, facilitando la continuidad territorial desde Teherán a Beirut, lo que, además de proporcionarle un nodo para los tráficos ilícitos procedentes del Líbano y los envíos de armas y operativos procedentes de Irán o Rusia hacia Hezbolá8 y Hamas, le permitía mantener una suerte de frontera terrestre con Israel, esencial para su estrategia de disuasión y equilibrio de poder regional. Turquía, por su parte, había consolidado una zona que actuara de colchón (buffer) para contener el flujo de refugiados sirios y luchar contra el avance de las Unidades de Protección Popular kurdas, utilizando al HTS y al SNA para promover su agenda político-religiosa y frenar la expansión de la comunidad kurda respectivamente9. Frente a esta trigonometría de fuerzas, Israel jugaba un papel esencial en el mantenimiento del viejo statu quo, limitando, con sus periódicas incursiones aéreas permitidas por los rusos, la capacidad de Damasco de influir desproporcionadamente en la política libanesa o de realizar cualquier tipo de escalada desarrollando capacidades ofensivas facilitadas por Teherán10.
Turquía no estaba satisfecha con este statu quo. Además de ser uno de los más fervientes defensores del cambio de régimen en Damasco, renegaba de la situación de seguridad en Siria, de la excesiva influencia que ejercía Rusia y del apoyo estadounidense a las milicias kurdas. También estimaba que Damasco evitaba realizar cualquier enfrentamiento directo contra las FDS, por lo que Siria podría aceptar – e incluso apoyar militarmente – una ofensiva turca contra esta organización11. Para explicar esta convergencia de intereses, basta recordar que Ankara considera el Partido de los Trabajadores Kurdos (PKK) como la principal amenaza a su seguridad nacional, por lo que la presencia de este partido y de su rama militar en el norte de Siria son inaceptables a ojos de Ankara. En consecuencia, podría parecer lógico que ambos países pudieran acercar posiciones para lograr objetivos comunes: para Damasco incrementar el control de su frente norte y para Ankara degradar a la oposición kurda y facilitar el retorno de los 3,5 millones de refugiados sirios presentes en Turquía12.
Los ecos de la Guerra de Gaza y el debilitamiento del régimen sirio
En este contexto geopolítico, los sucesos del 7 de octubre de 2023 han provocado una onda expansiva que podría reconfigurar el equilibrio de fuerzas en todo Oriente Medio. Y lo sucedido en Siria no es ninguna excepción. A pesar de formar parte del “eje de la resistencia”, Siria se desvinculó de cualquier acción contra Israel por la Guerra de Gaza. En un principio, la equidistancia siria parecía deberse a que Jerusalén tenía al país totalmente disuadido, cuestión que permanece inalterable, como así lo demuestran las declaraciones del líder del HTS Ahmed al-Sharaa, quien afirmó recientemente que no tenía intención de iniciar un conflicto con Israel, pese a condenar los ataques del Tzahal destinados a desmilitarizar al país vecino. Sin embargo, el factor explicativo más relevante parece ser el agotamiento del régimen de al-Assad, un régimen que, debilitado por la guerra civil, las sanciones y la corrupción, tenía los pies de barro y se inhibió de responder al ataque israelí sobre las instalaciones diplomáticas iraníes en Damasco del pasado mes de abril. Precisamente, esta acción directa junto con la invasión israelí del Líbano en octubre inició una reacción en cadena que acabaría desembocando, dos meses después, en la caída del régimen de al-Assad13. La acumulación de éxitos de las operaciones israelíes en el exterior como la eliminación de Ismail Haniye en Teherán, el ataque a los “buscas” de Hezbolá o el asesinato de Hassan Nasrallah, han puesto de manifiesto tanto la capacidad de la inteligencia israelí de penetrar en el interior de los regímenes del eje como su determinación para llevar a cabo operaciones muy complejas y directas, restaurando con ello su capacidad disuasoria y haciendo jirones la red tejida por Irán y sus Cuerpos de la Guardia Revolucionaria Islámica. La tibia respuesta iraní frente a la degradación de toda la estructura de mando y control de Hezbolá, su principal proxi, ponían de manifiesto tanto la alteración del statu quo previo, como el dominio israelí de la escalada y el fin de la estrategia de convergencia de arenas diseñada por Teherán para degradar a Israel y desprestigiar a Estados Unidos como principal exportador de seguridad en la región.
Junto al derrumbe de Siria y la estructura de proxis de Irán, variables como la rotura de las conversaciones de paz entre Turquía y Siria; la tregua alcanzada el pasado mes de noviembre entre Israel y Líbano; la preferencia rusa por Ucrania; la degradación del ejército sirio o la inminente llegada de Trump, forman la constelación de factores que parecen haber condicionado esta ofensiva. Una ofensiva que se habría planeado desde hace un año con el conocimiento de Ankara14, que la guerra de Gaza aconsejó aplazar y que, quizás, tuvo la aprobación tácita de un Erdogan deseoso de incrementar su capacidad negociadora frente a un Trump dispuesto a retirar definitivamente sus fuerzas del país, dejando con ello sin protección a las milicias kurdas15.
Realizada conjuntamente por el HTS (operación “Repeler la Agresión”) y el SNA (operación “Amanecer de la Libertad”), esta doble ofensiva comenzó el pasado 29 de noviembre, dos días después de la entrada en vigor del alto el fuego entre Israel y Hezbolá en Líbano. Las estimaciones iniciales auguraban que esta acción centrada en el control de Aleppo, podría tener como objetivo asegurar el enclave de Idlib16, vital para consolidar un colchón de seguridad entre la frontera turca y las áreas de autonomía e influencia kurdas17.
Sin embargo, la rápida caída de Aleppo y los espectaculares avances en Idlib y Hama contra un ejército en desbandada pusieron de manifiesto la fragilidad inherente del gobierno sirio y sentaron las bases para el posterior colapso del régimen de al-Assad. En este sentido, no es extraño que el Ejército de Liberación Sirio (SFA) o las milicias kurdas también tomaran parte en las hostilidades, con el fin de maximizar sus ganancias en vistas a un futuro cambio de régimen. Es probable que este escenario sorprendiera a todos los beligerantes, a los apoyos del régimen sirio y a la comunidad internacional que asistía estupefacta al derrumbe del país. Algo que comenzó a producirse cuando las fuerzas rebeldes tomaron Homs como antesala a la caída de Damasco y al exilio del sátrapa al-Assad a Rusia el pasado domingo 8 de diciembre. Se trata de la misma fecha en la que se produjeron otros acontecimientos estratégicamente significativos, como fue la salida de todos los buques que Moscú mantenía en el estratégico puerto de Tartus18, la ocupación israelí de la “línea alfa” que divide los Altos del Golán y la toma del Monte Hermón para crear una zona colchón entre ambos países o el inicio de una campaña de ataques selectivos contra todos los polvorines sirios para evitar que su enorme arsenal militar pudiera acabar en manos de los rebeldes.
Finalmente, dos días después de la caída y exilio de al-Assad, la oposición designó un nuevo gobierno de transición. Con un mandato previsto hasta el 1 de marzo de 2025, este ejecutivo islamista, liderado por Mohamed al-Bashir, deberá afrontar múltiples retos, tanto internos como externos, y el actor/es que le acompañen en este proceso volverán a tener en Siria un espacio sobre el que proyectar influencia. A nivel interno deberá afrontar cómo evitar la libianización del país, combatir la corrupción, dinamizar una economía muy condicionada por el narcotráfico o construir unas fuerzas armadas autónomas. A nivel externo, tendrá que lidiar con el pasado yihadista de varios de sus miembros para lograr una cierta aceptación internacional y navegar en los complejos equilibrios entre potencias regionales e internacionales que verán en el nuevo escenario sirio una oportunidad para proyectar poder e influencia en la región.
Un juego de vencedores y vencidos
La caída del régimen sirio representa otro temblor en el terremoto geopolítico de un Oriente Medio que empezó a desplazar sus placas tectónicas el pasado 7 de octubre de 202319. Un terremoto cuyo mayor damnificado es Irán que, con la caída de al-Assad, pierde un aliado clave en la región y asiste al derrumbe de una estrategia cuidadosamente tejida durante décadas20. Más concretamente, Teherán ve como desaparece el corredor que conectaba Irán con sus proxis en el Líbano, Iraq o Yemen. Por lo tanto, la pérdida de esta línea vital para sostener a Hezbolá, mantener los flujos ilícitos sirios y libaneses, acceder al Mediterráneo o facilitar el transporte de armamento y material ruso e iraní tendrá importantes consecuencias que se observarán de inmediato21. Una vez desaparecidas sus dos principales arenas (Siria y Líbano), Teherán solamente dispone de dos arenas secundarias para proyectar su influencia desestabilizadora (Iraq y Yemen) difíciles de sostener logística y políticamente tras la pérdida de Siria. Se trata del ocaso de un poder ideológico, político, económico, estratégico y militar que, plasmado en su “eje de la resistencia”, también se ha visto mermado por su incapacidad para garantizar la supervivencia de regímenes aliados. Precisamente, la erosión de su capacidad disuasoria, la reducción del umbral de respuesta militar israelí, la deposición de al-Assad, el debilitamiento de Hezbolá o la entrada en escena de Trump afectarán el cálculo estratégico de Irán en el futuro inmediato22. Irán es ahora un país mucho menos temible que cuando empezó la guerra y que ha visto como su estrategia de zona gris estallaba por los aires ante la escalada deliberada israelí. Consiguientemente, el régimen de los ayatolás se enfrenta a un complejo dilema de difícil solución: o acepta este nuevo statu quo, abandonando sus pretensiones regionales y perdiendo su capacidad para contrapesar a Israel, Arabia Saudí o Estados Unidos, vuelve a su estrategia asimétrica o intenta jugar la última baza del régimen para conservar su estatus de potencia: el arma nuclear23. Sin embargo, esta decisión motivada por la manifiesta debilidad del régimen, provocaría una acción preventiva – en forma de ataques aéreos – por parte de Jerusalén y Washington que podría suponer su desaparición definitiva. Incluso si no fuera así, esta misma percepción de debilidad aumenta para Irán las tentaciones de que Israel y/o Estados Unidos promuevan un cambio de régimen por la fuerza.
Rusia es la otra gran damnificada de la caída de al-Assad. Con el grueso de sus fuerzas armadas empeñadas en Ucrania, Rusia puede sufrir un importante revés geopolítico que afectaría a su proyección de potencia regional y cuyo impacto dependerá de la capacidad que tenga Moscú para recuperar el acceso a las bases de Tartus y Latakia. Estas bases resultan vitales para mantener su presencia e influencia en el Mediterráneo, Mar Rojo, Oriente Medio y África, generando una suerte de zona A2/AD en el Mediterráneo Oriental24 que, desde el inicio de la guerra de Ucrania, le ha permitido trasferir el grano ilegal y profundizar en su agenda desestabilizadora. Aunque el futuro de ambas instalaciones continúa en el aire, en estos últimos días se ha especulado sobre algún tipo de arreglo entre el gobierno de transición sirio y Rusia, para que esta última pueda mantener una cierta presencia militar en el país y así contrapesar a Turquía, la gran vencedora de la caída de al-Assad25. No obstante, la mayoría del material bélico ruso está siendo replegado de Siria26, probablemente con destino a la Libia controlada por el mariscal Jalifa Haftar27. En caso de no llegar a ningún acuerdo, es probable que Moscú intente establecer alguna otra base en Libia, Argelia o Sudán o que modifique los acuerdos para la construcción de la zona industrial rusa en Port Said (Egipto), dejada en suspensión tras el inicio de la Guerra de Ucrania, para no perder su presencia e influencia en el Mediterráneo. Sin embargo, su construcción se dilataría durante varios años, incidiendo negativamente tanto en su capacidad de proyección regional como en su poder blando a corto plazo. Y es que la caída de al-Assad sin que Moscú pudiera hacer absolutamente nada para remediarlo o que sus fuerzas sobre el terreno se replegaran con apoyo turco28 manda un mensaje de debilidad. Un mensaje que, condicionado por su empantanamiento en Ucrania, afectará a sus aliados y socios estratégicos.
Mientras Irán y Rusia son los grandes perdedores de la caída de al-Assad, el gran vencedor es Turquía que, a pesar de encontrarse integrada en la arquitectura de seguridad occidental, practica una política exterior autónoma y frecuentemente contraria a los intereses de muchos de sus aliados occidentales, incluyendo a Estados Unidos. Aunque la mayoría de las miradas se centran en el debilitamiento del “eje de la resistencia”, la erosión de Irán o el afianzamiento de la hegemonía israelí, una de las principales consecuencias de este nuevo statu quo es la consolidación del poder turco en la región y el cambio del equilibrio entre Ankara, Teherán y Moscú29.
Por un lado, Turquía puede ver incrementada su esfera de influencia en Oriente Medio y el Cáucaso en detrimento de un Irán que, a pesar de ser su principal proveedor de gas, tras perder Siria, difícilmente podrá evitar que Azerbaiyán, aliado de Turquía en el Cáucaso, tome el control del corredor de Zangezur, que conecta la región de Najicheván con el resto de Azerbaiyán a través de territorio armenio. De producirse, Teherán perdería su proyección al Cáucaso y quedaría cercado por una Turquía que consolidaría un eje comercial, estratégico, energético y político entre Ankara, Ereván y Bakú30. Por otro lado, la salida rusa de la ecuación siria puede hacer que el centro de gravedad de las relaciones ruso-turcas pivote al Mar Negro, al Cáucaso y a Asia Central31, tres regiones cada vez más influidas por Turquía. En este sentido, mientras el primero ha dejado de ser el temido “lago ruso” a los ojos de Ankara, porque Ucrania ha diezmado a la flota del Mar Negro y la ha obligado a replegarse a la base de Novorosíisk; el Cáucaso ha visto como Rusia perdía a su principal aliado tras la guerra del Alto Karabaj de 2023, una Armenia que se halla en proceso de normalización de relaciones con Turquía, tradicional aliada de Azerbaiyán32. En este nuevo escenario Turquía competiría con Israel, quien también mantiene relaciones estratégicas con Azerbaiyán, basadas en la profana trinidad del petróleo, las armas y la inteligencia33. Israel compra la mitad del petróleo que consume a Baku, a quien ha vendido misiles superficie-superficie, el programa de spyware Pegasus y los drones Hermes y Harop, especializados en obtención de inteligencia y combate respectivamente, ambos decisivos en su reciente victoria sobre Armenia. A cambio, Azerbaiyán le da acceso a un territorio y a un mar que comparte frontera con su principal rival: Irán. Junto con Azerbaiyán, Israel también supone un molesto adversario para los intereses turcos en Chipre, a quien reciénteme ha vendido su sistema de defensa aérea Barak-MX, preparado para interceptar aeronaves, drones y misiles de crucero y balísticos.
No obstante, el contrapeso más decisivo a las pretensiones hegemónicas del neo-otomanismo turco podrían provenir de Estados Unidos y de su preferencia por una nueva Siria tutelada por sus aliados del Golfo, particularmente Arabia Saudí, que tras haber extraído las lecciones de la reconstrucción de Irak que abrieron la puerta a la influencia iraní, podría intentar intervenir en la reconstrucción siria frenando a Ankara. Con ello se aseguraría un espacio de influencia política y económica en el Levante árabe, a la vez que frenaría el efecto dominó que la victoria del HTS podría tener sobre otros partidos islamistas en la región que, al modo como sucedió durante las Primaveras Árabes, podrían verse alentados a iniciar una nueva ola de revueltas contra el autoritarismo de las dinastías reinantes. Por lo tanto, es de esperar que en los próximos meses observemos movimientos entre Turquía (con Qatar) y Arabia Saudí (con Emiratos Árabes Unidos) por la influencia y las inversiones en el país como herramientas de contención de la inestabilidad y de presión política.
Si este fuera el escenario, los saudíes tendrían que recalcular la conveniencia de relanzar los acuerdos de Abraham, ofreciendo algún tipo de horizonte de solución al problema palestino, ya que este representa una oportunidad de construir legitimidad y ganar poder blando en la región, como demuestra el apoyo que ha ofrecido Erdogan a Hamas desde el pasado 7 de octubre. En este nuevo escenario Israel tendría que recalibrar las ventajas que las posibilidades de integración en este nuevo Oriente Medio le suponen frente a las presiones internas por anexionar Cisjordania y reocupar Gaza provenientes de sus fuerzas políticas más extremistas.
La llegada de Trump al poder el próximo 20 de enero, pondrá a prueba la capacidad de la nueva administración norteamericana de conciliar los intereses en juego en este complejo tablero, evaluando la conveniencia de continuar con su política de máxima presión hacia Irán, tratando de contener las aspiraciones turcas y compatibilizando su predicado anti-intervencionismo con el apoyo inquebrantable a Israel y a su seguridad. Estados Unidos no debería dejar caer ninguna bola. Se avecinan tiempos complejos para la nueva Siria y para “Mr. Dealmaker”.
Conclusiones
La vertiginosa caída del régimen de al-Assad es una de las consecuencias imprevistas de los sucesos del 7 de octubre de 2023 y de la estrategia de convergencia de las arenas diseñada por Irán. Los proxis de Turquía HTS y SNA han sabido explotar la ventana de oportunidad abierta tras la degradación de Hezbolá por Israel, la erosión de Irán o la elección de Trump para ir más allá de la creación de una zona colchón en el norte de Siria, provocando la caída de todo el régimen. De hecho, es sorprendente la incapacidad de los primordiales valedores de al-Assad y principales damnificados por su caída, Irán y Rusia, para intentar evitar o, al menos dilatar, este desenlace, demostrando con ello no ser más que tigres de papel.
Como ha sido expuesto, la caída de Siria puede ser explicada por una conjunción de factores externos e internos. A nivel externo, el papel de Siria como Estado vasallo de Irán y de los intereses rusos ha funcionado en tanto que ambos Estados han tenido la voluntad de invertir recursos y desplegar fuerzas en el país, pero factores como la guerra de desgaste en Ucrania o la erosión de la capacidad ofensiva de Hezbolá, han propiciado que ambos regímenes prioricen la concentración y reconfiguración de fuerzas antes que el desgaste que supondría la intervención directa para sostener a un régimen autocrático, desgastado y sin una base social amplia. A nivel interno, la estrategia de control territorial consistente en la concentración de enclaves rebeldes en las fronteras sirias ha facilitado la centralización del poder de estos grupos e incrementado su autonomía y control territorial como actores cuasi-estatales, a la vez que facilitado el intervencionismo y apoyo turco, motivado en no poca medida, por el empoderamiento de las fuerzas kurdas del noreste sirio que fueron decisivas en la lucha contra Daesh. Ambas agrupaciones rebeldes cuentan con una base de apoyo social más amplia de la que disfrutaba al-Assad, que únicamente controlaba los recursos de poder del Estado y que debido a las sanciones económicas era muy dependiente del apoyo financiero ruso-iraní o de los ingresos obtenidos por el narcotráfico.
La caída del régimen sirio abre un escenario de disputa por la construcción de una nueva hegemonía en la región que alterará sin duda el antiguo statu quo. En esta disputa por la hegemonía actores como Turquía, Arabia Saudí e Israel intentarán hacer valer sus intereses, teniendo a Estados Unidos, una vez alejada Rusia y con la equidistancia china, como el principal estabilizador externo en la región. Sin embargo, mientras el presidente estadounidense saliente se ha congratulado de la caída de al-Assad y ha alertado del periodo de incertidumbre que se abre en el país debido al historial terrorista de algunos de los grupos rebeldes, Trump ha abogado por no involucrarse en este asunto, lo que augura el final de la asistencia del país a los movimientos kurdos. La gobernanza y la estabilidad serán los dos principales problemas que condicionarán el futuro inmediato de una Siria post-al-Assad que, alimentada por aspiraciones de otros actores, podría convertirse en una nueva Libia.
Sonia Sánchez Díaz
Profesora de Relaciones Internaciones de la UFV
Guillem Colom Piella
Doctor en Seguridad
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