
05 nov 2024
Brasil: La persistente ambición de un país que se imagina a sí mismo como continente
Emili J. Blasco
Introducción
La reformulación del orden internacional supone para Brasil la oportunidad de lograr un puesto de mayor relevancia global. Siendo ya, por su peso demográfico y económico y por el rol que ha ido adquiriendo en el mundo, una potencia media, su aspiración última es poder alcanzar un estatus de gran potencia: por debajo de las superpotencias –Estados Unidos y China, y, estirando el concepto, también Rusia y la Unión Europea–, pero de cualquier modo entre los siete u ocho países más relevantes del planeta.
Desde comienzos del siglo XX, Brasil ha realizado varios intentos de formar parte del directorio mundial. El último de ellos, durante la primera etapa presidencial de Luiz Inácio Lula da Silva y la pujanza económica del «boom» de las materias primas, permitió al país consolidarse en el estadio de potencia media. Sin embargo, la crisis económica venida después, acompañada de una inestabilidad política y social, ensombreció parte del halo brasileño.
La nueva presidencia de Lula intenta reavivar los esfuerzos de Brasil para volver a hacer pie y lograr un mayor impulso. No obstante, algunas cuestiones de fondo han cambiado respecto a la década anterior. La principal incógnita es si Brasil seguirá apostando, como hasta ahora, por ser un agente para la reforma del sistema internacional (su ambición tradicional ha sido disponer de un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas), o bien, ante la insatisfacción de no ver atendidas, ni siquiera en su momento de mayor desarrollo, sus pretensiones de reconocimiento como gran potencia, se inclinará por una actitud disruptiva o revolucionaria.
Durante las dos primeras décadas de este siglo, el papel exterior de Brasil creció como aglutinador de América Latina y del Sur Global. El epítome de esa mayor proyección fue su participación en los BRICS, que permitió a los presidentes brasileños sentarse junto a los mandatarios de China y Rusia. Entonces se suponía que tanto Moscú como Pekín aceptaban las reglas del orden internacional liberal; incluso la presencia ahí de Brasil se veía como fuerza moderadora que contribuiría a mantener a chinos y rusos en el gran consenso mundial. Sin embargo, la fractura hoy de ese consenso –abierta con el progresivo choque entre Estados Unidos y China y ensanchada por la invasión rusa de Ucrania– deja a Brasil en una situación compleja. Una solidificación de bloques –Estados Unidos y Europa frente a China y Rusia, con sus respectivos aliados–, sitúa a Brasilia en la inconveniencia de encarnar valores de Occidente y al mismo tiempo ir de la mano de Pekín y Moscú. El intento fallido de Lula de mediar en la guerra de Ucrania subraya esa dificultad de moverse entre dos aguas.
La estrategia de ascenso de Brasil en el plano internacional ha seguido habitualmente la vía del «soft power». Alejado de los puntos calientes del planeta –la selva amazónica le convierte en una gran isla perdida en el Atlántico Sur, distante incluso de disputas antárticas y solo cercano al África tropical–, Brasil es consciente de que dinámicas propias del «hard power» no le aportarían una significación geoestratégica que su localización geográfica no le confiere. Por eso ha buscado ganar estatura mediante la diplomacia y el comercio, desde que el declive de la dictadura militar y luego la globalización le empujaron a abrirse a Suramérica y, más adelante, al resto del mundo. No obstante, cabe preguntarse si, en un contexto de abierta rivalidad entre superpotencias y tras constatar que de momento el «soft power» no le ha servido para dar el salto final, Brasil podría cambiar de estrategia, quizá con futuros gobiernos.
Se ha escrito que, con la reelección de Lula, Brasil vuelve a la escena internacional. Es cierto que en los cuatro años previos de Jair Bolsonaro el país se retrotrajo, en cierta medida, al ensimismamiento que le había sido tradicional hasta las últimas décadas del siglo XX. No obstante, la segunda encarnación presidencial de Lula ocurre en un contexto más complicado que el de su anterior presidencia (2003-2010). No es solo la diferente coyuntura política internacional, ya apuntada, sino muy especialmente también la económica. Sin la «década de oro» experimentada por Suramérica entre 2003 y 2013, a raíz del notable incremento del precio de las materias primas, que constituyen la principal exportación Brasil y del resto del subcontinente, no se explica el «ciclo bolivariano» que vivió la región, ni tampoco la gloria alcanzada entonces por Lula. La presidencia de Dilma Rousseff (2011-2016) se truncó justamente al terminarse esa ventana de oportunidad.
El modelo multipolar hacia el que nos encaminamos, en cualquier caso, ofrece notables posibilidades a un país con el perfil de Brasil. La bipolaridad de la Guerra Fría y el momento unipolar posterior contaban con sus respectivos hegemones; el resto de las potencias tienen hoy horizontes más abiertos. Pero conviene tener en cuenta que las aspiraciones nacionales de Brasil no se colman con ser una más entre las potencias medias; eso acarrea el riesgo de que los brasileños sigan atrapados en un bucle de superación y decepción.
Ascenso, caída, ¿remontada?
Siendo ya el quinto país más extenso del planeta y la cuarta democracia más poblada (hoy cuenta con 215 millones de habitantes), en los años de bonanza de inicios de este siglo Brasil se convirtió en el tercer mayor exportador de alimentos, la sexta potencia manufacturera y la séptima economía del mundo. Ese avance quedó reflejado en 2009 en una portada de «The Economist», luego muy reproducida, en la que se veía al Cristo del Corcovado propulsándose con fuerza desde su pedestal, con el titular «Brasil despega». Fueron tiempos en los que el país se contemplaba a sí mismo acariciando el cielo y quiso acoger unos Juegos Olímpicos que constituyeran su tarjeta de presentación –la llegada a esa línea de meta– ante el mundo.
El desplome del precio del petróleo en junio de 2014, sin embargo, marcó el fin abrupto del «boom» de las materias primas. Ese mismo año, los brasileños aún pudieron organizar con decoro el Mundial de fútbol, aunque la decepción del cuarto puesto logrado por su selección nacional sintonizaba bien con la desilusión general que empezaba a sentirse en el país. Cuando llegaron los Juegos de Río de 2016, la intranquilidad social era manifiesta y lo que debía ser escaparate del nuevo Brasil lo fue del Brasil de siempre: el gigante que cuando cree estar a punto de encaramarse en la cima vuelve a deslizarse hacia abajo.
Ya unos años antes, cuando el país había comenzado a traquetear, «The Economist» volvió a simbolizar la situación con otra portada, en la que aparecía el Cristo dando vueltas en el aire, como un cohete descontrolado, y cayendo de cabeza; «¿La ha pifiado Brasil?», preguntaba el titular. En 2016, la revista británica remataba su juicio situando en su portada al Cristo con las manos alzadas, sosteniendo un cartel con las letras SOS.
Por cuarta vez en poco más de cien años, Brasil se había acercado al estatus de potencia mundial y se había quedado corto de nuevo, aunque ahora la aproximación había sido mayor. Al término de la Primera Guerra Mundial, Brasil creyó poder lograr un puesto permanente en el Consejo de la Sociedad de Naciones; la aspiración se repitió al final de la Segunda Guerra Mundial con el Consejo de Seguridad de la ONU, avalada por el hecho de que esta vez, aunque de forma muy moderada, Brasil había participado en el esfuerzo bélico; luego, durante la Guerra Fría, la comunión con Estados Unidos por parte de la dictadura militar brasileña había dado esperanzas de una hegemonía «subrogada» en Suramérica y de cierta influencia en el Tercer Mundo descolonizado.
El último ciclo de éxito deja claro que Brasil puede jugar un papel destacado en un mundo multipolar. Un crucial elemento de análisis sería determinar si una nueva estructura del orden mundial puede constituir el entorno propicio para las pretensiones brasileñas de erigirse en una gran potencia –entrar en un G7 o un G8 que agrupe a los más poderosos (no los más industrializados, como hasta ahora)– o si, en todo caso, las deficiencias propias traslucidas en otros momentos cruciales dejarán a Brasil en un estatus de potencia media, una categoría igualmente remarcable pero que no colmaría del todo los deseos de la dirigencia nacional.
Este documento analiza primero los rasgos de la identidad geopolítica de Brasil para entender cuál ha sido históricamente su proyecto de encaje en la escena internacional. Como veremos, la excepcionalidad con la que Brasil se interpreta a sí mismo genera una particular percepción brasileña de Estados Unidos, así como de su propio entorno regional. El progresivo desarrollo del país ha conducido en las últimas décadas a una mayor asertividad respecto a Washington y a sus vecinos continentales, al tiempo que ha potenciado la proyección más allá del hemisferio occidental. Repasadas esas tres dimensiones, seguidamente analizaremos cómo Brasil ha ejercitado su activa política exterior reciente como fuerza benigna que media entre el Sur y el Norte; no obstante, la acelerada confrontación entre Occidente y China-Rusia deja a Brasil en una compleja situación, cuyos riesgos y oportunidades consideraremos, valorando finalmente el papel que puede jugar en un nuevo orden mundial definido por la multipolaridad.
Destino manifiesto: las constantes geopolíticas
Bases para la geopolítica de Brasil
Con 8,5 millones de kilómetros cuadrados, casi la extensión de toda Europa excluida Rusia, Brasil es un continente en sí mismo. Delimitado, en el levante, por el océano Atlántico y separado de sus vecinos suramericanos, en el poniente, por la selva amazónica, Brasil desarrolló muy tempranamente un sentido de singularidad que persiste hasta hoy y que se manifiesta en la relación con su entorno latinoamericano y con el resto del mundo. La masa infranqueable de la región amazónica ha sido en realidad la gran divisoria entre el norte y el sur de América, como precisa Robert Kaplan (2012: 92-93). Así como el Mediterráneo puso en contacto el norte de África con Europa y fue el desierto del Sáhara el que dejó absolutamente separada el África negra, así también en el hemisferio occidental el mar actuó de conector entre las orillas que rodean el Gran Caribe, mientras que la Amazonía dejaba a Brasil en un mundo aparte.
Por las enormes distancias y las formidables barreras naturales la colonización española y la portuguesa se desarrollaron dándose la espalda una a la otra, de forma que Brasil consolidó su identidad nacional, cultural y económica sin casi contacto con sus vecinos. Con la mayoría de su población asentada durante siglos a menos de 500 kilómetros del mar (hoy podría hablarse de una línea de 1.000 kilómetros, la distancia a la que queda Brasilia de la costa) el interior de Brasil ha constituido tradicionalmente un completo vacío demográfico. Sin apenas habitantes en las extensiones amazónicas que limitan, en un arco, con las Guayanas, Venezuela, Colombia, Perú y Bolivia (de la que también le separa el Pantanal), el único punto de conexión regional ha sido históricamente la cuenca del Río de la Plata: ahí se registró primero el choque bélico del siglo XIX (guerras Cisplatina y de la Triple Alianza, que fijaron las fronteras de Uruguay y Paraguay, respectivamente) y luego la convergencia experimentada a finales del XX (deshielo con Argentina y creación de Mercosur).
Puede decirse de modo bastante apropiado que Brasil es como una inmensa isla, rodeada casi enteramente por el azul del océano Atlántico y el intenso verde de la Amazonía, y ajena culturalmente a su entorno. En ese sentido, podría compararse con Australia. Ciertamente Brasil comparte latinidad con los países más próximos, pero así como Australia nada tiene que ver con el sureste asiático y su establishment se interpreta a sí mismo como una continuidad del mundo anglosajón, también quienes crearon y han dirigido Brasil se han visto como un brote europeo, más puramente vinculado a Europa que una Hispanoamérica tempranamente mestiza (por más que la esclavitud también coloreó su propia población). De hecho, Brasil se vanagloriaba de estar más próximo a Lisboa que cualquier territorio emancipado de España lo estaba de la Península Ibérica.
Mayores consecuencias tiene, no obstante, la comparación con Estados Unidos, con el que Brasil comparte un verdadero carácter continental y un fuerte sentido de excepcionalidad. Como en el caso estadounidense, el igualmente vasto territorio aportó a los brasileños un margen de expansión sin límite. Desde la punta oriental y la inicial capital en Salvador de Bahía, los colonos fueron abandonando las zonas más extremas del trópico para encontrar lugares más templados, con mejores condiciones agrícolas y temperaturas más benignas, curvando así notablemente la línea del Tratado de Tordesillas y asentándose en lo que ha sido el motor del desarrollo brasileño: el triángulo Rio de Janeiro-São Paulo-Belo Horizonte. Después los «bandeirantes», como los pioneros estadounidenses, se lanzaron a su propia conquista del oeste, en un particular destino manifiesto (Schwarcz y Starling, 2018: 107).
Ese mundo en sí mismo que es Brasil, como escribe Michael Reid, otorga a sus habitantes un fuerte sentido de excepcionalismo. Pero a diferencia de los estadounidenses, el fracaso en hacer efectivo el gran potencial que aprecian en su país genera en los brasileños un sentimiento de desánimo y desconcierto. «Los dos países más grandes de América se parecen uno al otro, aunque a menudo como si se mirara en un espejo distorsionado. Esa puede ser la razón por la que cada uno se siente a menudo frustrado y defraudado por la conducta del otro» (Reid, 2014: 11).
Relación con Estados Unidos
La percepción brasileña de sus similitudes con Estados Unidos –el enorme tamaño de ambos, uno en el norte y otro en el sur, como dominando la respectiva mitad de América; su carácter de «outsiders» en un entorno básicamente hispano– explica el tipo de relación que Brasil ha tenido con la superpotencia americana. Como vasto imperio independizado de la monarquía portuguesa en 1822, Brasil fue muy pronto consciente del riesgo que suponía la apetencia colonial europea, de forma que fue uno de los pocos nacientes países en apoyar abiertamente la Doctrina Monroe de 1830 (ya había sufrido zarpazos de Francia en el siglo XVI y de Holanda en el XVII). A medida que esa doctrina fue mutando de una formulación defensiva a otra de clara afirmación estadounidense, Brasil fue aceptando también el papel de tutelaje que se adjudicaba Washington: fascinado por la pujanza de la potencia norteamericana, confiaba en que esa ascendencia la aplicara básicamente sobre las ingobernables y adeudadas repúblicas hispanas, especialmente al norte del Amazonas, mientras le dejaba autonomía en el sur. Brasil fue el único país latinoamericano en ayudar a Estados Unidos en la guerra de 1898 contra España.
En ese tiempo en que, habiendo culminado el destino manifiesto de su marcha hacia el oeste, de la mano de Theodore Roosevelt (1901-1909), Estados Unidos enlazaba por mar sus dos costas mediante el Canal de Panamá y convertía el Caribe en un lago propio, Brasil actuaba como de espejo en el hemisferio sur. El barón de Rio Branco, quien fundamentó la diplomacia brasileña (ministro de Exteriores entre 1902 y 1912, durante cuatro presidencias), consumó la progresiva extensión de fronteras del oeste amazónico convenciendo al arbitraje internacional de la validez del «uti possidetis de facto» que Brasil siempre había defendido frente a los cartógrafos del Imperio español.
Brasil se mantuvo en la estela norteamericana cuando, en el punto de inflexión aproximadamente coincidente con la Gran Guerra, Estados Unidos sobrepasó a Inglaterra como primera potencia mundial. Si bien Brasil, como el resto de Latinoamérica, se quedó al margen de la contienda, no ocultó su simpatía por el bando en el que luchó Estados Unidos, a diferencia de otros vecinos que congeniaron más con las potencias centrales. Al término del conflicto, cuando ya se había firmado el armisticio de noviembre de 1918, el gobierno brasileño envió a París un contingente de tropas y médicos.
Aquí se sitúa el primer gran desengaño sufrido por Brasil con relación a Estados Unidos. La diplomacia brasileña pugnó por un asiento permanente en el consejo de la Sociedad de Naciones, pero ese lugar fue para la derrotada Alemania. El hecho de rechazar la consolación de un puesto semipermanente, que Brasil podía haber ocupado esperando que más adelante se presentara la oportunidad para subir de escalafón, muestra tanto la alta consideración que la élite brasileña tenía de sí misma como su falta de realismo.
La situación volvió a repetirse a raíz de la Segunda Guerra Mundial. Esta vez Brasil participó directamente (acciones navales en el Atlántico), frente a la neutralidad declarada de Chile y Argentina, y en 1945 se postuló para un asiento permanente del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Franklin Roosevelt pareció alimentar las esperanzas brasileñas, pero Harry Truman finalmente declinó satisfacerlas, en parte atendiendo al rechazo de Rusia y Francia, quienes consideraban que, dado el estrecho alineamiento de Brasil con Estados Unidos, era como otorgar dos votos a los estadounidenses.
Brasil cooperó con Estados Unidos en el nacimiento del sistema internacional posbélico, también en lo que se refiere al hemisferio occidental, con el establecimiento de la OEA en 1947, en el que jugó un destacado papel. Los gobiernos brasileños posteriores siguieron teniendo a Washington como referencia, de Getúlio Vargas (en menor medida en su fase anterior del Estado Novo) a Juscelino Kubitschek. Eso se quebró con el izquierdismo de João Goulart, a quien las fuerzas armadas derribaron para establecer un gobierno militar, en una era de golpes armados en la región, muchos alentados por Estados Unidos, como atajo contra la subversión guerrillera y el peligro comunista.
La dictadura brasileña (1964-1985) estrechó como nunca la vinculación con Estados Unidos, bautizando esa pretendida relación especial como «Barganha leal» (negociación o canje leal). Brasil admitía un desequilibrio, pero no una subordinación; lo veía más bien como una complementariedad: en el terreno económico, la potencia industrial del norte casaba bien con el sector primario de la potencia del sur (esto simbolizado por el caucho amazónico que abastecía las factorías de Detroit). Y si bien a Estados Unidos le correspondía imponer el orden en el mundo capitalista, en su tarea de enfrentar la amenaza soviética en todo el planeta los estadounidenses bien podían apoyarse en los brasileños delegando en Brasil la custodia de su parte del continente.
Esas ideas fueron desarrolladas especialmente por el general Golbery do Couto e Silva, autor estelar de los principios de geopolítica clásica alentados entonces por los militares. Do Couto citaba la reflexión de Nicholas Spykman de que América Latina era indefendible para Estados Unidos al sur de Natal, y la de Walter Lippmann, que llamaba a su país a apoyarse en Brasil para defender ese flanco sur continental. En ese paralelismo de destinos coordinados, el autor de «Geopolítica do Brasil» afirmaba: «También nosotros podemos invocar un ‘destino manifiesto’, tanto más cuanto que no choca en el Caribe con nuestros hermanos mayores del norte» (Do Couto, 1985: 50-52).
La mayor coordinación se dio con Henry Kissinger en la administración estadounidense, que coincidió con el momento de dictaduras militares en buena parte de Suramérica. Kissinger (1961) había planteado que «el mejor modo de conseguir un impacto sustancial sobre muchos países es hacer que uno de ellos se transforme en una empresa operacional. La India en Asia, Brasil en América Latina, Nigeria en África podrían tornarse en polos magníficos y ampliar para sus respectivas regiones el progreso si actúan con audacia». Era su estrategia de los «key countries».
Pero ese nuevo intento de erigirse en potencia, aún más estrechamente de la mano de Estados Unidos, en el contexto de la Guerra Fría, tampoco resultó. Económicamente, el estatismo de la fórmula de industrialización por sustitución de importaciones, generalizada entonces en Latinoamérica, abocó a la grave crisis de la deuda de la década de 1980 en toda la región, lo que contribuyó a la caída de las dictaduras militares, también la brasileña. A nivel de alianzas internacionales, Brasil había visto cómo Washington se volcaba en su asistencia a Japón y Alemania, mientras era reacio a ayudar a Brasil, aliado suyo en la Segunda Guerra Mundial, en la mejora de sus capacidades militares. Estados Unidos procuraba no desequilibrar el poder de fuego entre Argentina y Brasil, y eso fue germen de desafección entre el estamento uniformado brasileño.
El desencanto hizo que Brasil pasara de proponer secretamente el envío tropas a Vietnam, en una misión anticomunista de apoyo a las unidades estadounidenses, a aproximarse estratégicamente a un tercer mundo que ganaba entidad por los procesos de descolonización e independencia (Brasil incluso estableció relaciones con regímenes marxistas como los de Angola, Mozambique y Guinea-Bissau, países de habla portuguesa). La dictadura militar también pasó de colaborar en 1965 en la intervención estadounidense en República Dominicana, enviando el mayor contingente dentro de la Fuerza Interamericana de Paz, a discrepar de la actitud de Washington en relación con la revolución sandinista de Nicaragua y la insurgencia marxista en El Salvador.
Finalmente, el apoyo de Estados Unidos a Inglaterra en la guerra de las Malvinas puso de manifiesto en 1982 que Brasil no podía contar con el auxilio estadounidense en caso de necesidad, al no haberse activado el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) o Tratado de Río, firmado en 1947. Con ello se cerraba otro periodo que venía a consolidar la desconfianza hacia la superpotencia americana: en la visión brasileña del mundo «hay una arraigada sospecha de que Estados Unidos está empeñado en impedir el avance de Brasil», dice Reid (2014: 243). Se avanzaba así en la evolución natural de la relación entre dos iguales, al menos bastante iguales en el imaginario brasileño: de la atracción inicial experimentada por la potencia objetivamente menor, a la repulsión sentida por esta al considerar que su desarrollo se ve limitado por el de la otra.
Relación con Hispanoamérica
La conciencia de excepcionalismo retuvo históricamente a Brasil en su relación con el resto de Latinoamérica, de la que nunca se sintió parte. Brasil se interpretó a sí mismo como un universo distintivo, tan distinto como equidistante de Norteamérica, Europa y África. Como apunta Reid (2007: 17), «el fuerte sentido de su propia separación, como resultado no solo de su vasto tamaño y diferente lenguaje, sino también de su historia y geografía» hizo que hasta hace solo cincuenta años Brasil se mantuviera distante de sus vecinos, «autocontenido por la inmensidad de su territorio».
Esa vida propia, en un ámbito de civilización separado, protegido por la placenta de la Amazonía y del océano, permitió que Brasil creciera y se expandiera sin colisionar de forma violenta con los diez países que le rodean formando un semicírculo, a lo largo de una frontera de 16.885 kilómetros (la tercera más larga del mundo, tras la de China y la de Rusia). Únicamente, como se ha visto, se produjo el choque derivado de la descomposición de las Provincias Unidas del Río de la Plata a raíz las independencias americanas, que conformó dos estados tapón entre Brasil y Argentina (Uruguay y Paraguay). Desde 1870 –hace más de ciento cincuenta años, pues– Brasil no ha librado ninguna guerra en Suramérica.
El vacío demográfico amazónico y la imprecisión de los límites coloniales en un área de muy difícil demarcación dio vía libre para que Brasil se expandiera hacia el oeste sin resistencia. Eso fue obra de la geografía, pero también tuvo un importante mérito político: la persistente actividad diplomática del barón de Rio Branco logró la aceptación internacional para mantener las fronteras brasileñas en sus máximas pretensiones. Desde entonces, la diplomacia ha estado en el centro de la actuación internacional de Brasil; razón de todo ello es el prestigio alcanzado desde hace tiempo por el funcionariado de Itamaraty, el Ministerio de Exteriores.
A pesar de que, ciertamente, «Brasil es un producto de la diplomacia» (De Meira, 1988: 100) y no de la guerra, su tamaño y sus potencialidades han levantado recelos entre sus vecinos, sobre todo cuando a mediados del siglo pasado arrancaba la industrialización del país. Brasil pareció entonces decidido a ocupar su interior, con el traslado de la capital a Brasilia en 1960, mientras que la dictadura militar, instalada a partir de 1964, gustó de elaboraciones geopolíticas expansionistas. Si bien el autor de mayor relieve en ese pensamiento militar, el general Do Couto (1985: 134), advertía que Brasil era una nación «territorialmente realizada» y ya «satisfecha» con la extensión geográfica alcanzada, otros compañeros de armas sugirieron entonces un expansionismo que los países circundantes vieron con estupor.
El general Mário Travassos, considerado el padre de la geopolítica brasileña, había establecido en 1935, adoptando parcialmente la forma del silogismo de Mackinder, que quien dominara el triángulo formado por las ciudades de Santa Cruz de la Sierra, Cochabamba y Sucre podría aspirar al control de toda Suramérica. Eso era poner los ojos en Bolivia. Razonamientos extremos de otros autores plantearon luego llegar, a través de esa región de Charcas, hasta el Pacífico, haciendo de Perú la California brasileña y copiando así miméticamente la coronación del destino manifiesto seguido por Estados Unidos.
También en los márgenes del pensamiento militar se habló de la «satelización» de Uruguay, país visto como mera prolongación de la provincia brasileña de Río Grande del Sur (se llegó a sugerir su invasión ante la dificultad uruguaya por controlar la subversión de los tupamaros), y de que Paraguay se convirtiera en un segundo Puerto Rico, como estado libre asociado de Brasil (Schilling, 1978).
El pensamiento oficial, sin poner presión en las fronteras, sí aspiraba a que Brasil ejerciera hegemonía al sur del ecuador, como correspondía a Estados Unidos ejercerla al norte de esa línea. Eso suponía una rivalidad directa con Argentina, que se concretó especialmente en planes de desarrollo nuclear en ambos países, ante el temor de que el otro alcanzara la bomba atómica. Ninguno de los dos llegó a traspasar límites indebidos, pero la suspicacia mutua creó un clima de escalada armamentista.
La pugna con Argentina se aplicó también a la vertiente atlántica. Así como Estados Unidos transformó el Caribe en un mar norteamericano, Brasil se creía llamado a transformar el Atlántico sur en un mar brasileño. «Si la geografía confirió por destino a la costa brasileña y a su promontorio un casi monopolio de dominio en el Atlántico Sur, ese monopolio debe ser ejercido exclusivamente por nosotros», escribió Do Couto (1985: 52). Esa reivindicación marítima tenía también su traslación a la Antártida, en la que Brasil reclamaba una porción del territorio que se atribuía Argentina: la teoría de la «Defrontação» proyectaba los extremos de la costa brasileña hasta el mismo Polo Sur siguiendo la vertical de los meridianos (Child, 1988: 195-196).
Esta asertividad brasileña, amplificada por la posición pivotal que el país tiene en el subcontinente, explica que Brasil fuera tradicionalmente visto por los otros estados suramericanos «con envidia, antipatía y sospecha», pues «la posición central de Brasil y su gran envergadura, su industria, recursos y población, control del Amazonas, e instintos geopolíticos» otorgaban al país un carácter «dominante» en su entorno, incluso «ignorando el desarrollo regional e intimidando a sus vecinos», según valora Philip Kelly (1997: 175-179). La cuestión de la expansión territorial de Brasil estaba «en el núcleo de la geopolítica de Suramérica».
La recurrente frustración con Estados Unidos llevó a los gobernantes brasileños, en las últimas décadas del siglo XX, a mirar de otro modo a Latinoamérica, no ya como espacio en el que se ambicionaba ejercer una autoridad vicaria de Washington. A medida que avanzaba y finalizaba la Guerra Fría, además, el Departamento de Estado norteamericano pasó a tener menos eco en todo el Cono Sur.
Así, a partir de finales de la década de 1970 se produjo una apertura hacia el resto del continente. Por primera vez, Brasil dejaba de dar la espalda a quienes le rodeaban y quiso participar en los tímidos procesos de integración que comenzaban a darse. Sin dejar de lado su deseo de orientación global, la política exterior brasileña comenzó a adquirir también una perspectiva regional y abrió un proceso de acercamiento al resto de Latinoamérica (Altemani, 2016: 269). En 1978 se creó el Tratado de Cooperación Amazónica; en 1979 Brasil, Paraguay y Argentina firmaron el acuerdo tripartito sobre la represa de Itaipú (una infraestructura binacional paraguayo-brasileña, pero que afecta al cauce del Paraná que llega a Argentina); en 1980 Brasilia y Buenos Aires firmaron un acuerdo sobre el uso pacífico de la energía nuclear (en 1991 se crearía la Agencia Brasilen?o-Argentina de Contabilidad y Control de Materiales Nucleares, ABACC).
La creciente confianza hacia Argentina permitió que Brasil se fuera esponjando en la relación con su entorno regional. El fin de las dictaduras militares en esos dos países, los procesos democratizadores en gran parte de la región y el fin de la Guerra Fría abrieron una era de cooperación que luego se ha mantenido.
El mayor hito en ese nuevo contexto fue la creación en 1991 del Mercado Común del Sur (Mercosur), integrado por Brasil, Argentina, Uruguay y Paraguay. La cuenca del Río de la Plata y sus aledaños es, precisamente, la subregión más idónea de toda Latinoamérica para la convergencia interestatal: acoge la llanura arable más extensa y mejor irrigada, óptima para la agricultura; el área con menos desniveles de altitud y más interconectada, favorable para las comunicaciones; y un clima mayormente templado que explica la aglomeración de población (Zeihan, 2016: 355). Pero superado el espíritu del momento inicial, Brasil y Argentina se han resistido a la apertura de sus economías, y el mismo Mercosur se ha convertido en símbolo del tipo de apuesta regional llevada a cabo por Brasil. Aquí se manifiesta algo del «regionalismo circunstancial» descrito por Covarrubias (2019: 138) y que da razón del escaso éxito de la integración latinoamericana (los estados se resisten a ceder soberanía propia), aunque, sobre todo, lo que se evidencia es la habitual actitud brasileña para con la región: estar en ella, pero no ser plenamente parte; para Brasil, el ser latinoamericano no agota, ni siquiera centra, sus expectativas internacionales. Se trata, de cualquier forma, de una relación compleja: tampoco los países americanos aceptan que en su grupo Brasil despunte en exceso y menos que tenga predominio (algunas capitales han hecho esfuerzos contra el sueño brasileño de tener un puesto permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU).
Sur Global
«No habrá geopolítica brasileña que merezca tal nombre que no considere, de hecho, a Brasil como centro del universo», había escrito el general Do Couto (1985: 177). La aspiración de ser una gran potencia forma parte del ADN de la visión internacionalista brasileña. Kelly (1997: 176) describió en seis estadios la política exterior seguida por Brasil desde sus inicios hasta la década de 1990, cuando surgió Mercosur: 1) imperialista, 2) participante del equilibrio de poder en Suramérica, 3) vicario de Estados Unidos, 4) aspirante a gran potencia, 5) hegemón suramericano y 6) promotor de integración regional. A esa lista habría que añadir un séptimo momento, venido después, de aspirante de nuevo a gran potencia.
Ese último periodo corresponde a los dos primeros mandatos de Lula da Silva, que partían de la estabilidad económica –y sobre todo monetaria– que había logrado su antecesor, Fernando Henrique Cardoso. En aquella primera era de Lula se produjo tanto la consolidación de la apertura a Latinoamérica como una apuesta más global, que en parte descansaba en las relaciones con África y aprovechaba la tracción de China. Precisamente el estirón manufacturero chino a comienzos de siglo requirió de ingentes cantidades de materias primas, y eso supuso el «boom» económico conocido especialmente por Suramérica, de la que China ha ido convirtiéndose en primer socio comercial (el mayor volumen corresponde al comercio con Brasil, país que en 2021 exportó a China el 30,6% de las ventas al exterior y compró a la potencia asiática el 23,9% de sus importaciones).
El liderazgo brasileño durante la bonanza regional llevó a la creación en 2011 de la Celac y de Unasur. Si bien la primera de esas organizaciones fue impulsada juntamente con México (ambos países son necesarios para cualquier proyecto latinoamericano con voluntad abarcadora), la concentración mexicana en su proceso de anclaje en Norteamérica a través del TLCAN dejó mucho espacio a la actuación brasileña. En lugar de apuestas firmes y duraderas, de solidez institucional, Lula más bien generó alianzas ideológicas, en un momento de predominio de la izquierda en el continente. Es verdad que Brasil proporcionó importantes préstamos a los gobiernos americanos, pero cuando más adelante estalló el caso Odebrecht se destapó el interés brasileño que había existido detrás de algunas operaciones.
Reid habla de «ambivalencia» de Brasil en su liderazgo regional, por evitar la erección de estructuras más permanentes que acaben limitando la libertad diplomática brasileña y que además Brasilia debería costear al menos en proporción a su peso. «A diferencia de la mayoría de los demás países latinoamericanos, Brasil sigue pensando que puede desempeñar un papel global independientemente de su región» (Reid, 2014: 251). Alemania necesita a la UE para asegurar su posición en el mundo, pero el colosal tamaño de Brasil hace que este piense en Latinoamérica como un mero acompañamiento.
La ambición brasileña siempre ha querido mirar más allá del propio hemisferio occidental, y la extensión más próxima es África. Brasil está más cerca del continente africano que de muchos países latinoamericanos. El estrecho entre Natal y Dakar es de 3.500 kilómetros (menos que de Rio de Janeiro al extremo más occidental del propio país). La misma geografía, pues, invita a la proyección brasileña sobre un espacio al que Lula prestó especial atención. De las 33 nuevas embajadas abiertas por Lula, 14 fueron en países africanos; 25 de sus 75 viajes oficiales tuvieron África como destino.
Con un creciente protagonismo en amalgamar el Sur Global y buscando alianzas que impulsaran el despegue brasileño en la arena internacional, Lula se aproximó a China, Rusia e India, con los que formó los BRIC (luego BRICS al sumarse Sudáfrica). Habiendo capeado bien la crisis financiera de 2008 –fue una de las últimas economías emergentes en verse afectada y una de las primeras en salir, relativamente ilesa (Roett, 2010: 2)–, Brasil ganó credibilidad para su entrada en el G-20. El país sirvió de nexo entre el Sur y el Norte y se convirtió en una pieza importante para el diálogo Sur-Sur. Su éxito en la lucha contra la pobreza, con novedosas iniciativas como los programas sociales de transferencias monetarias condicionadas (el más conocido fue Bolsa Familia), constituyó un modelo a seguir. Incluso se llegó a hablar del «Consenso de Brasilia», como oposición al Consenso de Washington adoptado por las instituciones financieras internacionales durante la crisis de la deuda latinoamericana y cuyos críticos tacharon de neoliberal. El Consenso de Brasilia venía a ser la promesa para los países pobres y emergentes de que podían conseguir crecimiento económico, inclusión social y democracia simultáneamente. Esto era también una alternativa al modelo chino.
Pero el brillo brasileño no se sostuvo en el tiempo. Fundamentado domésticamente en un sistema institucional y económico débil, el edificio no tardó en verse sacudido.
La presidencia de Dilma Rousseff (2011-2016), también del Partido de los Trabajadores, continuó inicialmente las políticas de Lula, pero el deterioro económico sobrevenido en 2014 y la crisis política e institucional que siguió después obligaron a la presidenta a redimensionar la actuación exterior; incluso hubo un empeoramiento de las relaciones con Washington, que Lula había mantenido en buen estado, a raíz del conocimiento de las escuchas telefónicas que la NSA estadounidense había realizado a Rousseff.
Tras el procesamiento político de esta y el breve periodo de Michel Temer, la presidencia del derechista Jair Bolsonaro (2019-2023), por más que dio un giro en muchos aspectos, en el fondo subrayó la validez de las principales constantes geopolíticas de Brasil: el escaso interés en Latinoamérica per se (Bolsonaro dejó morir Unasur y sacó a su país de la Celac; ni siquiera buscó alianzas ideológicas con otros gobiernos de derecha que surgieron a su alrededor); una relación con Estados Unidos que ya había dejado muy atrás el deseo brasileño de ser ungido como capataz por Washington (a pesar de muchas similitudes con Donald Trump, no hubo sintonía práctica entre ambos mandatarios), y una orientación global que, sin ser intensa, mantuvo viva la participación en los BRIC aun cuando Bolsonaro había llegado al poder con un discurso contrario a Pekín.
Multipolaridad, el momento esperado
¿De potencia reformadora a disruptiva?
Con el regreso de Lula a Planalto en enero de 2023, doce años después de haberlo abandonado, vuelve la cuestión de la aspiración de Brasil de situarse entre las principales potencias mundiales. El «Brasil ha vuelto» proclamado por el mismo Lula tras su reelección era un mensaje político contra su predecesor, aunque en realidad la pérdida de fuelle del país se produjo ya con Rousseff. Pero las circunstancias nacionales e internacionales son distintas a las que originalmente arroparon a Lula. El presidente obtuvo en octubre de 2022 una victoria electoral muy ajustada y su escasa mayoría en el Parlamento puede obligarle a prestar más atención a los asuntos domésticos; la economía atraviesa momentos nada sencillos (el FMI prevé para 2024 de un crecimiento del PIB de apenas 1,5%, un déficit del -6% y una deuda pública de 90,3%) y la alta inflación de los últimos años (en 2022 fue del 9,3% ) ha aumentado la preocupación social.
Si en cuanto a estabilidad política, económica y social Brasil se encuentra en un contexto distinto –no es el ciclo expansivo de dos décadas atrás–, el entorno geopolítico también ha cambiado. En la anterior etapa presidencial de Lula, ni Pekín ni Moscú actuaban directamente contra el orden liberal internacional. China acababa de entrar en la OMC y el criterio general en Estados Unidos era que a medida que aumentara el desarrollo chino y creciera su clase media, el gigante asiático iría abriendo sus estructuras y acabaría llegando a la democracia. Igualmente se pensaba que Rusia encontraría finalmente su acomodo, incluso con una OTAN ampliada y adyacente a sus fronteras.
Por lo que afecta a Brasil, no había duda de que asumía las instituciones del orden liberal. Brasil es, junto con Japón, el país que más veces se ha postulado y conseguido un asiento no permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU. En su libro «Aspirational Power», en el que analizaban el carácter de la apuesta internacional brasileña, David Mares y Harold Trinkunas (2016) destacaban que Brasil deseaba «inclusión, no el derrocamiento» de las estructuras de gobernanza global. De hecho, Brasil siempre había apoyado el «statu quo» liberal en sus periodos de ascenso, situándose en el lado ganador, frente a poderes disruptivos, durante las mayores confrontaciones mundiales.
Esos autores consideraban que la eficacia mostrada por el cuerpo diplomático de Brasil daba a este país autoconfianza en sus actuaciones en el exterior y, en cierta medida, contribuía a su aceptación del orden internacional, pues había podido realizar progresos en él. Su apuesta por el derecho internacional, las relaciones equitativas entre naciones y la no intervención en asuntos internos de otros países eran un intento de empujar a favor de un orden internacional que «minimizara su vulnerabilidad ante el intervencionismo de las potencias occidentales y favoreciera su enfoque preferido para manejar la política internacional: la diplomacia» (Mares y Trinkunas, 2016).
Un parecido juicio realizaba Reid (2014: 243) sobre la actitud de Brasil, país que, si bien se sentía «incómodo» en el orden mundial vigente, quería «reformarlo en lugar de acabar con él». El aceptar a grandes rasgos el sistema conducía a una política de «moderación pragmática», pero al mismo tiempo la falta de un completo compromiso, pues buscaba su transformación, daba lugar a una «ambigüedad» mal recibida por otros. Esa ambigüedad ha constituido «una fuente de frustración para Estados Unidos y los países europeos, que a menudo encuentran a Brasil irritable y torpe en formas que encuentran sorprendentes en una gran democracia de mercado que tiene la suerte de no enfrentar amenazas de seguridad obvias». La falta de compromiso también se manifiesta en la reticencia a asumir los costes económicos adicionales del liderazgo y la indisposición a participar en esquemas sancionadores.
Para su ascenso, Brasil ha escogido la vía del poder blando. Como dicen Mares y Trinkunas (2016), las grandes potencias suelen ser reacias a la proliferación de actores de poder duro, y no siendo Brasil un país que realmente pudiera justificar su uso, pues carece de importancia estratégica en el juego geopolítico (por su ubicación periférica y su lejanía de las áreas de conflicto que amenazan el orden mundial), el modo de hacerse un hueco entre las grandes potencias tenía que ser mediante el poder blando. Solo así esas grandes potencias admitirían el avance de Brasil, al convencerlas de que su participación cualificada tendría un efecto estabilizador del sistema internacional existente.
No obstante, para sostener pretensiones de potencia mundial, el poder blando debe apoyarse sobre una economía sólida, con una estructura productiva que la catapulte. «La experiencia de Brasil en la arena económica internacional sugiere que el poder blando puede ser fácilmente desperdiciado, especialmente para una economía emergente que no ha resuelto sus problemas económicos y políticos estructurales», advierten Mares y Trinkunas (2016: 136). Un modelo económico dependiente de los altos precios de las materias primas, porque sus manufacturas y servicios no son competitivos en los mercados internacionales, explica que a Brasil le cueste coronar su consagración como gran potencia. De las diez mayores economías globales, la de Brasil ha venido siendo la más cerrada. De todos modos, como en última instancia admiten los dos autores citados, la potencia económica no basta: Japón es tenido menos en cuenta que si fuera un fuerte actor militar (su ubicación sí es geoestratégica y «justificaría» un rearme). Algo en esa otra dirección puede estar moviéndose Brasil con el renovado empeño por construir un submarino de propulsión nuclear, lo que supondría cruzar un «rubicón» al tratarse de una novedad en una potencia no atómica (existiría el precedente de Australia cuando se materialice el programa del AUKUS, pero eso obedece al escenario más competitivo del Indo-Pacífico). La idea ya se lanzó en la anterior etapa presidencial de Lula, pero es ahora cuando el proyecto está recibiendo financiación. Con todo, no se ve en el horizonte ningún riesgo de que Brasil emprenda un especial rearme o incluso se deslice hacia proliferación nuclear, situaciones que desestabilizarían Suramérica enormemente.
En un momento de cambio de paradigma geopolítico, cuando ya queda claro que China no va a integrarse en un orden liberal comúnmente aceptado y que su rivalidad con Estados Unidos y las potencias afines amenaza con un desacoplamiento y eventual fractura en dos órbitas de países, cabe preguntarse por qué bando optará Brasil.
En Brasil «las élites se han visto a sí mismas como parte de Occidente en términos culturales y religiosos, y el país tiene una fuerte tradición de ideas occidentales acerca del derecho internacional y sobre la sociedad», recuerda Reid (2014: 242), si bien, al mismo tiempo, Brasil «ha sido moldeado por el legado del colonialismo, la esclavitud y la pobreza y por los imperativos del desarrollo». En el caso del primer Lula primó más el gen sureño que el occidental, y eso mismo estamos viendo con el segundo Lula: aun cuando hoy Occidente ya no juzga a China y Rusia como potencias «benignas», a su regreso a la presidencia el líder brasileño no ha dudado en reforzar sus vínculos con ambos países, sorprendiendo con su escasa condena de la invasión de Ucrania e implicándose en la política china de préstamos con la designación de Rousseff como presidenta del Banco de los BRICS.
Si las veces anteriores, en el siglo XX, Brasil había intentado auparse a la cima buscando la ayuda de Estados Unidos, las suspicacias hacia Washington y la multipolaridad que ya despuntaba a comienzos de este siglo llevaron a Lula a intentar que Brasil diera el salto sin el concurso estadounidense. ¿Lo hará ahora enfrentándolo?
Potencia que ya no está tan en medio
En el Lula de hoy se aprecia un tono rupturista y de confrontación con Estados Unidos que resulta novedoso. «¿Es Lula antiestadounidense?», se pregunta el director de «Americas Quaterly», y responde: «Puede que Lula no sea antiestadounidense en el sentido tradicional, pero definitivamente es contrario a la hegemonía de Estados Unidos, y está más dispuesto que antes a hacer algo al respecto» (Winter, 2023). Para Brian Winter un indicador sintomático de esto son las veces que, desde que tomó de nuevo la banda presidencial, Lula ha cuestionado la primacía del dólar como moneda de transacción universal. «Cada noche me pregunto a mí mismo por qué todos los países están obligados a hacer su comercio pegado al dólar», dijo en una visita oficial a China en abril. Lula ha planteado abandonar la moneda estadounidense en el comercio entre Brasil y Argentina, o entre los países de Unasur y de los BRICS, sustituyendo el dólar por una unidad de cuenta bilateral o multilateral. Winter sostiene que la actitud de Lula de recelo hacia Estados Unidos –hacia su hegemonía– ya existía antes, pero ahora el dirigente brasileño «ha perdido algunas de las inhibiciones y frenos que le retenían».
La estrategia de fondo de la política exterior de Lula puede ser hoy la misma, pero el contexto geopolítico ha cambiado. Con su regreso –y también el de Celso Amorim, canciller con el primer Lula y ahora asesor especial para la agenda exterior del presidente–, Planalto intenta retornar a la estrategia de la «autonomía en la diversificación» (Mongan, 2023). Pero si la diversificación en la primera década del siglo consistía en estrechar relaciones diplomáticas y comerciales en una red internacional destensada, hoy ganarse un socio puede traer por otro lado generarse un enemigo. «El mundo era más simple que ahora. Hoy la situación es infinitivamente más compleja. El conflicto se desarrolla en el corazón estratégico del mundo», reconoció Amorim tras el triunfo electoral de 2022 (Vior 2022). Incluso en medio de ese conflicto, Amorim defiende para Brasil una actitud que siga siendo «pragmática», pero también «altiva».
Todo indica que el instrumento principal que Brasil seguirá utilizando para acelerar la multipolaridad serán los BRICS. En la medida en que ese foro se abra a más países –una primera ampliación ya se oficializó en enero de 2024–, Brasil podría ver diluido el protagonismo que tenía en el reducido club inicial; sin embargo, la entrada de nuevos miembros podría relativizar el abrazo a China y Rusia, no solo en el aspecto estético, sino también en el estratégico: si previamente los fundadores de los BRICS tenían intereses generalmente compartidos, ahora China e India, por ejemplo, siguen propósitos en gran medida divergentes.
Hoy la asociación con Pekín y Moscú, de cualquier modo, enturbia la percepción de moderación de Lula. Incluso en Suramérica, Lula ya no aparece como la fuerza moderadora de la izquierda latinoamericana: antes era Hugo Chávez quien atraía los focos, mientras Lula «lideraba desde atrás»; sin Chávez, Lula brilla en sus «excesos ideológicos», como en su sorprendente defensa de la «democracia» venezolana (Blasco, 2023). Así, en lo que lleva de nueva presidencia, ha caído «otro dogma de la política exterior brasileña: la idea de que Brasil puede esencialmente ser amigo de todo el mundo» (Winter, 2023). Por primera vez, Lula se ha visto criticado desde la izquierda europea. Durante una visita a París en junio, en la que el presidente brasileño hizo gala de antiatlantismo, el diario «Libération» puso su foto a casi toda plana con el titular «Lula. La decepção».
Ese mayor alineamiento de Brasil perjudica posibles intentos de ganar perfil global con la resolución de conflictos internacionales. Lula ya intentó en 2010 una mediación en la cuestión nuclear iraní, junto con Turquía, pero dio algunos pasos en falso que disgustaron a Washington y su gestión se frustró. En 2023, su iniciativa de interceder en la guerra de Ucrania, lanzada al cumplirse el primer aniversario de la invasión, ni siquiera pudo arrancar, al percibirse a Lula como más próximo a las tesis rusas. Menos vuelo aún cobró después el movimiento para intentar resolver el conflicto en Gaza: la propuesta brasileña para cesar las hostilidades entre Israel y Hamás fue vetada a mediados de octubre por Estados Unidos en el Consejo de Seguridad de la ONU. Aplaudida la iniciativa por la Autoridad Nacional Palestina, fue en cambio descartada por Washington e Israel.
Las cartas como potencia media
De todos modos, la voluntad de Brasil de llevar a cabo una política exterior «activa», como país de notable peso económico y demográfico y actor internacional de gran singularidad, tiene claros ámbitos en los que desarrollarse. Uno de los más importantes es el relativo a la seguridad alimentaria. Se trata del tercer exportador de alimentos del mundo y también el tercer productor de granos y cereales (aunque es deficitario en fertilizantes, que sobre todo adquiere a Rusia); la empresa brasileña JBS, dedicada al procesado de carnes, es la mayor productora de proteínas del mundo.
En la lucha contra el cambio climático, Brasil tiene también un lugar distinguido por la protección que le corresponde del Amazonas. La Cumbre Amazónica de agosto de 2023 mostró el liderazgo que juega este país. Si bien su elevada apuesta hidrográfica, origen del 66% de la generación eléctrica nacional, es criticada por afectar al medio indígena, Brasil es un actor relevante en las cumbres de la ONU sobre el clima.
En la nueva economía, Brasil también sobresale por la producción de minerales estratégicos. Más allá de bombear 3,2 millones de barriles diarios de petróleo, ser el segundo exportador mundial de hierro y destacar también en la extracción de cobre, oro, bauxita y estaño, Brasil es el primer productor de colombita y el segundo de tantalita (juntos constituyen el coltán), tiene las terceras reservas de níquel del mundo y las séptimas de uranio, y cuenta con una producción moderada de litio.
Un sector reducido, pero igualmente estratégico, es el espacial. Brasil tiene la base de lanzamientos espaciales de Alcántara, situada casi en la línea del ecuador. Con una industria aeronáutica autóctona de larga tradición (ahí está el exitoso desarrollo de Embraer, frecuente líder en la exportación, como marca especializada en jets ejecutivos), Brasil también dispone de experiencia en satélites y desea convertir Alcántara en un puerto espacial de referencia. Para ello aprobó en 2019 un acuerdo de confidencialidad tecnológica con Estados Unidos con el fin de facilitar el uso de sus instalaciones por grandes compañías globales.
En el ámbito regional, otro aspecto de gran potencialidad son las conexiones logísticas para la salida del interior del continente al océano. Brasil lleva tiempo apostando por facilitar el flujo de mercancías entre Paraguay y el puerto de Paranaguá (también con Santos, algo más distante), y entre la mesopotamia argentina y las terminales de Porto Alegre y Río Grande, como alternativa al uso de la Hidrovía del Paraná.
Brasil no ha apostado en serio, en cambio, por la conexión bioceánica entre su litoral atlántico y algún puerto pacífico. Se ha mejorado una carretera, añadiendo además algún trazo nuevo, que une el puerto de Ilo, al sur de Perú, con Santos, el puerto más importante de Brasil, junto a la conurbación de São Paulo. Esta ruta, que evita pasar por Bolivia, tiene una alternativa ferroviaria a través del altiplano boliviano, pero el proyecto, de especial interés para La Paz, no supone un especial atractivo para Brasil: pondría más cerca del mar al interior recóndito brasileño, pero se trata de un rincón amazónico de poca población y escasa actividad económica.
Cabe, por otra parte, una implicación regional latinoamericana más decisiva si Lula deja de lado parcialmente su interés en asociaciones más ideológicas que operativas. Su impulso a lo largo de 2023 de la Celac y sobre todo de Unasur ha encontrado el contrapeso de Javier Milei en Argentina, país que si queda al margen esos foros estos pierden credibilidad. Solo una cooperación claramente económica, alejada de la habitual instrumentación política, puede además hacer beneficiosa durante las simultáneas presidencias de Lula y Milei la realidad de Mercosur.
La relación con África la ha llevado a cabo Brasil también a través de Zopacas (Zona de Paz y Cooperación del Atlántico Sur), que reúne a los 24 países ribereños al sur del estrecho de Dakar. Como el gigante de esa parte del planeta, Brasil intenta tener protagonismo en lo que su visión estratégica ha considerado un lago brasileño. La vinculación con los países subsaharianos de habla portuguesa –la carta de la «lusitanidad»– supone un remache en esa diplomacia africana.
Conclusión
Una configuración multipolar del orden mundial es el escenario ansiado por Brasil en las últimas décadas. Brasil considera que una estructura internacional que no esté determinada por el predominio de una superpotencia puede hoy beneficiarle en su centenaria aspiración de entrar en el club de las grandes potencias. En el pasado lo intentó de la mano de Estados Unidos (al término de la Primera y de la Segunda Guerra Mundial y durante la dictadura militar), pero hace tiempo que actúa al margen de Washington. La anterior presidencia de Lula da Silva (2003-2010), en un contexto de bonanza económica por el «boom» de las materias primas, supuso un cuarto intento brasileño de consagración internacional, que se vio frustrado en cierta medida por las deficiencias estructurales del propio país. Al retomar desde la nueva presidencia su anterior estrategia de «autonomía en la diversificación», Lula encuentra un contexto distinto: no cuenta con una pujanza económica brasileña que le impulse y además el nuevo paradigma geopolítico que se dibuja –la rivalidad de Estados Unidos y Europa frente a China y Rusia, con sus respectivos aliados– no constituye la multipolaridad abierta que más le conviene a Brasil.
El potencial de Brasil radica en ganar influencia efectiva como nexo entre el Norte y el Sur y entre Occidente y Oriente, así como aglutinador del Sur Global. Sin embargo, su apuesta mantenida por los BRICS como instrumento para encaramarse en la cúspide mundial le resta credibilidad mediadora en un momento de prefiguración de bloques. Su asociación a China y Rusia le empuja a acompañar movimientos disruptivos, cuando hasta ahora asumía una función de fuerza reformadora del sistema internacional establecido.
De seguir ejerciendo una política exterior «activa» –que quiere ser «pragmática», pero también «altiva», de acuerdo con el programa de Lula–, en un escenario de roces de placas geopolíticas Brasil quedaría en el lado opuesto a las potencias liberales, contrariamente a lo ocurrido en el último siglo (aunque coherente con la evolución de su particular relación con Estados Unidos).
Estas dinámicas constituyen una limitación para las aspiraciones internacionales de Brasil, que en el nuevo contexto difícilmente verá la consagración del estatus de gran potencia que persigue (la inclusión en un directorio mundial de siete u ocho países). Esto supondría una decepción equivocada, pues como potencia media Brasil cuenta con grandes posibilidades. El carácter continental y el sentido de excepcionalismo, no obstante, diríase que condenan a Brasil a un interiorizado descontento, que entre otras cosas se manifiesta en la persistente falta de implicación real en su propia región. A Brasil le quedaría intentarlo por la vía del «hard power», pero no estando justificada para su propia seguridad, sería una opción tan desestabilizadora en su entorno como inefectiva.
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Emili J. Blasco
Director del Centro de Asuntos Globales y Estudios Estratégicos de la Universidad de Navarra
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