TIEMPO PARA OLVIDAR LA INDIGNACION Y LA TRISTEZA

23/02/2006 Twitter Por José Bono, ministro de Defensa.

Artículo publicado en El Mundo El 23 de febrero de 2006

Por José Bono, ministro de Defensa.

Yo era entonces diputado a Cortes por la provincia de Albacete y miembro de la Mesa del Congreso. Recuerdo que Leopoldo Torres, con quien estaba en la Mesa, tuvo el humor de pasarme una nota con una multiplicación como si de un jeroglífico se tratara: «350 x 10 = 3.500 millones». Al pie, una frase: «La ruina de la Unión y el Fénix». Aquella nota tenía un porqué. Acabábamos de contratar un seguro de vida para cada uno de los diputados. Afortunadamente, no sólo la compañía aseguradora no tuvo que realizar tan importante derrama, sino que los asaltantes no lograron el propósito con el que habían acudido aquella tarde al lugar en donde estaba representada la voluntad del pueblo español: dar al traste con nuestra incipiente democracia, arruinando de nuevo la esperanza de una convivencia en paz y en libertad entre los españoles.

Hoy, 25 años después, por fortuna las anécdotas sobresalen por encima de aquellos momentos aciagos. Recuerdo, por cierto, cómo en aquellos momentos de duda, miedo e indecisión pregunté a Leopoldo si creía que las balas hacían daño. Me contestó muy seguro: «Tranquilo, no se siente nada».Obligaciones de la edad, supongo, le llevaban a procurar transmitir tranquilidad a aquel joven diputado de sólo 30 años. Aunque, sinceramente, a pesar de su aplomo no me dejó muy tranquilo.

En las horas que sucedieron al asalto de aquel 23 de febrero de 1981, como pueden comprobar los lectores, no faltaron anécdotas en medio del dramatismo, ni muchas emociones y sentimientos personales en torno a aquellos hechos tan importantes, sin duda, de la Historia de España. Tuvieron lugar hace ahora 25 años y, si al comenzar las evoco, es para celebrar sobre todo el distanciamiento con que hoy, nada menos que un cuarto de siglo después, podemos recordarlo.

Tal distanciamiento no pretende trivialización ni olvido, puesto que resulta imposible sacar de la memoria hechos e imágenes tan claramente asociados a la vida y al recuerdo de varias generaciones actuales. Pero, además, porque no es necesario ni parece razonable.No hay necesidad de olvidar aquel acto grave contra nuestra democracia precisamente porque fracasó; no resulta razonable, puesto que tal recuerdo es también el del final de un capítulo de nuestro pasado cuajado de incógnitas e inseguridades sobre nuestro futuro. Las remembranzas que este aniversario provoca servirán a muchos para recordar nuestra Historia, pero también a no pocos para conocerla.

Soy de la opinión de que, quizá, la verdad no se alcance a saber nunca del todo, y no por necesidad de ocultación o por una conspiración de silencio, sino porque en torno a lo sucedido aquel 23 de febrero, en los días siguientes y en los que lo precedieron, se encuentran cruzadas historias diferentes, actitudes distintas o, incluso, percepciones incompatibles de los mismos acontecimientos por parte de sus protagonistas. Sin embargo, las crónicas e interpretaciones publicadas a lo largo de estos años son muchas y a veces contradictorias en cuanto a su perspectiva o interpretación. Mas, en su conjunto, y sin ánimo de excluir el valor de las futuras, parecen bastantes como para que cada uno pueda formarse una opinión suficiente, elaborar un cuadro de hechos contrastados y alcanzar sus propias conclusiones.

En cuanto a mi memoria personal debo decir, por lo que recuerdo, que en aquellos momentos sentí miedo, indignación, tristeza...Un miedo humano que no me avergüenza reconocer. Porque lo verdaderamente vergonzoso no habría de ser el miedo a perder la vida o la libertad, el miedo por los míos que estaban fuera, el miedo por todos y por nosotros mismos que allí nos encontrábamos; ¿habría de resultar más vergonzante este sentimiento y no los actos que lo ocasionaban?, ¿acaso ha de resultar más ridícula la impresión que produce el ruido de los disparos dentro de un espacio cerrado, aún antes de considerar los aspectos simbólicos del lugar y del asalto, que los chistes sobre el tejerazo con que algunos bravucones no tenían luego reparo en trivializar lo sucedido? Sentí también indignación y tristeza. Como tanta gente entonces, tuve la sensación de que todos los esfuerzos realizados podrían no haber servido para nada. Alguna vez me he valido de este símil; era como si en la carrera de la Historia de España cayéramos de nuevo en el pozo, como si en el juego de la oca de nuestra democracia, después de lo andado, nos obligaran a retroceder de nuevo a la primera casilla.

El desenlace, afortunadamente, fue feliz y es conocido. Pero la solución no venía dada y el Rey desempeñó en aquellos momentos un papel esencial. Luego, cuando nos recibió, me atreví a decírselo: poniéndose al lado de su pueblo, había hecho más por la democracia y por la monarquía que todos sus antepasados juntos. Aquel Rey, que había sido elegido en su día por el dictador, se había convertido en el valedor de nuestra Constitución y de nuestra democracia en medio de la crisis; había acertado a convertir una legitimidad problemática de origen en una incuestionable legitimidad de ejercicio.

Ahora, que soy ministro de Defensa, debo añadir además el mucho bien que de aquel modo hizo también a los ejércitos. Creo que el mejor resumen que se puede hacer de lo sucedido en torno al intento de golpe de Estado del 23 de febrero, después de los 25 años que han transcurrido desde entonces, puede concretarse en dos evidencias: una fue su fracaso, la otra es su distancia.El fracaso es el mejor resumen de su historia y su distancia, la principal evidencia del presente. En el 23-F los golpistas fracasaron. Se ha escrito sobre las circunstancias internas, se han narrado conversaciones, han visto la luz detalles sobre lo que, en el propio devenir de los acontecimientos, dificultó el desarrollo de la intentona. Sin embargo, verlo todo con suficiente perspectiva demanda una mirada más amplia, no circunscrita al mero anecdotario interno o al de la crónica pormenorizada.Todo ello resulta esclarecedor de una cierta dimensión, pero incompleto por cuanto dejan al margen el suelo sobre el que la conspiración -o conspiraciones- se edificaron, así como el telón de fondo en el que todo aquello sucedía. En efecto, como decía, el papel del Rey -y, con él, el de una parte muy relevante de su entorno- resultó decisivo.

También lo fue el nivel de desarrollo político y constitucional de nuestra transición que, al margen de las crisis de aquella hora, ya se había producido. Teníamos ya una Constitución que establecía claramente el papel de los diferentes poderes e instrumentos del Estado; por cierto, la Constitución que nos ha permitido el periodo de libertad y democracia más largo de cuantos hemos vivido en toda nuestra Historia. Tampoco es baladí la circunstancia de que, para entonces, los españoles ya hubiéramos votado al menos cinco veces, sin contar elección autonómica o referéndum estatutario en algunos lugares, un argumento que subordino a la convicción -a veces olvidada o puesta en un plano no suficientemente relevante- de que sin impulso del pueblo español nunca hubiéramos alcanzado la democracia en España.

Desde luego, y no sólo porque ahora sea ministro de Defensa, sino por respeto a la evidencia y por hacer justicia a la verdad, no quiero dejar de lado y sin mencionar el hecho cierto de que, aunque había golpistas dentro y fuera de los ejércitos, prevaleció el comportamiento de la inmensa mayoría de militares que fueron más pacientes que ardientes, que fueron leales a una cadena de mando notoriamente clara. Y no se produjo, como algunos podían pretender, una sublevación en cascada de las regiones o de los cuarteles al modo que había ocurrido otras veces en la Historia de España. Hablando con militares que ya entonces lo eran, me han hecho revivir aquella imagen de fortaleza del general Gutiérrez Mellado, a quien por la espalda trataron de derribar sin éxito. En ese intento miserable y fallido, muchos militares me han dicho: «Tras ese gesto, todos teníamos claro del lado en el que estábamos».

Además del fracaso de aquel intento de golpe, como decía, la segunda evidencia hoy es la distancia; lo que va de ayer a hoy es mucho. En la vida de las personas, en el desarrollo de las sociedades, o en el discurrir de los pueblos hay tiempos cortos y largos, y los años que han transcurrido representan siglos en muchos aspectos. Nadie en su sano juicio, por necio o malintencionado que fuera, se atrevería a convertir los cuadros del pasado en espejos del presente. Son 25 años -desde los sucesos del 23-F, pero la cuenta empieza antes- de los que podemos sentirnos orgullosos y que han sido posibles gracias, entre otros, a unos militares que en su conjunto se adaptaron a nuestra hora constitucional con una puntualidad marcial; unas Fuerzas Armadas que, además de servir a nuestra seguridad, han servido y sirven a nuestra democracia no menos que ninguna otra corporación del Estado. Y lo hacen como deben y la Constitución manda: a las órdenes del Gobierno, defendiendo a los españoles y realizando misiones internacionales en el nombre de España, de la libertad y de la paz de una manera ejemplar.

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