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CEHISMI - Comisión española de historia militar

La inteligencia en las operaciones navales de 1898. Consecuencias de una estrategia improvisadas.

Texto

Escrigas Rodríguez, Juan; La inteligencia en las operaciones navales de 1898. Consecuencias de una estrategia improvisada. (2022), Colección ACAMI, Madrid: Silex Ediciones, 467 pp. ISBN: 9788419077455

 

Este documentadísimo libro estudia el papel de la inteligencia en las operaciones navales de la guerra de Cuba y lo hace de manera minuciosa, explicando los grandes hechos y bajando a los pequeños sucesos, todo rigurosamente apoyado por una impresionante aportación documental. Las cuidadas ilustraciones acompañan al lector durante todo el libro y hacen la lectura más interesante.

El libro se compone de un prólogo y nueve capítulos, más treinta páginas de bibliografía.

El prólogo de David Kohnen hace un breve resumen de los antecedentes del conflicto, explicando la política americana de afirmación frente a las naciones europeas; además, valora de manera muy positiva la aportación de Escrigas al estudio de estos hechos y destaca su aportación de fuentes que no habían sido exploradas anteriormente.

Los primeros capítulos son introductorios, muestran el choque de los intereses nacionales de España, Estados Unidos y Cuba y explican brevemente el papel imprescindible de la inteligencia naval para conseguir un planteamiento del conflicto efectivo y realista. El autor explica cuál era el estado de la cuestión y analiza las principales publicaciones sobre el tema, como el libro del almirante Auñòn o la recopilación hecha por el almirante Cervera, así como la bibliografía estadounidense y cubana sobre el conflicto. Asistimos a los dramáticos (y estériles) esfuerzos del gobierno español para evitar la guerra, sus inútiles concesiones (política de apaciguamiento) y el rechazo frontal del gobierno americano a todas las reclamaciones que se le hicieron. Vemos el sombrío panorama final, cuando la voladura del Maine produjo un deterioro irreversible en las relaciones y se aprobó en el Senado americano un importante gasto militar que sugería la preparación para la guerra; la temida declaración de guerra se produjo y el pánico se adueñó de la bolsa en España. Todos los intentos diplomáticos para evitar el conflicto (nota a favor de la paz de los representantes de seis potencias europeas, intervención de la Santa Sede) fracasaron, igual que las negociaciones con Máximo Gómez y otros jefes de la insurrección.

A partir del cuarto capítulo, se aborda el tema central del libro, una mirada a los incipientes servicios de inteligencia, cuando la información se obtenía a través de las legaciones diplomáticas y de los agregados navales. Aunque no existía propiamente una inteligencia naval, hubo propuestas de crear ese servicio y, de hecho, el año 1898 España disponía de una buena red de espías, que desbarató muchos planes revolucionarios y obstaculizó el tráfico de armas. En este sentido, se cuentan en el libro las primeras comisiones para recabar información, destacando el increíble viaje del Capitán de Navío Ruiz del Árbol por distintas ciudades de Estados Unidos, su encuentro con un jefe de la Junta Revolucionaria que había sido oficial de la Armada y muchas otras peripecias que le ocurrieron, para terminar procesado por abandono del servicio en 1900. Los pioneros de la inteligencia naval fueron el agregado Teniente de Navío Sobral y su sucesor, Teniente de Navío Carranza, que recorrieron Estados Unidos reuniendo información muy valiosa y enviando durante la guerra multitud de telegramas cifrados sobre planes y movimientos del enemigo; también reclutaron agentes que se infiltraron en las tropas americanas. El gobierno americano finalmente expulsó a Carranza, que prosiguió su actividad desde Canadá. Hubo también trabajo de contrainteligencia, como se puede ver en los avisos del embajador español en París, León y Castillo, informando del viaje a España de posibles espías. Se cita en el libro un artículo de El Heraldo, comentando la libertad con que se movían en España los periodistas americanos, mientras que en Estados Unidos se “aprestan a fusilar a un viajero de Panamá por haber encontrado en su poder planos que se venden en las librerías…”. En Cuba, el seguimiento de extranjeros por las autoridades era, sin embargo, mucho más estrecho.

Lógicamente, también estudia el autor los servicios de información, espionaje y contraespionaje de los norteamericanos y de Cuba.

Antes de la declaración de guerra, el gobierno de Estados Unidos encargó a sus barcos misiones de reconocimiento y, desde la prensa, se organizaron campañas de opinión contrarias a los intereses españoles con diferentes excusas, como la política de reconcentración de Weyler, aunque era evidente que el verdadero motivo eran los intereses económicos americanos en los nuevos mercados de Cuba y Extremo Oriente. Tras la declaración de guerra, hubo cambios muy profundos en la escuadra americana; en 1884 se creó el «Naval War College», dedicado a la enseñanza de altos estudios navales y se consiguieron avances técnicos, estratégicos y tácticos muy importantes. A esta institución se encomendó el estudio y los preparativos de la guerra; posteriormente se crearon también el «Naval War Board» y la Oficina de Inteligencia Naval. De este modo, al comenzar la guerra, se disponía de mucha información. El «Naval War Board», por ejemplo, comisionó a dos oficiales como agentes secretos para controlar los movimientos de la escuadra de Cámara y establecer una importante red de contactos; hubo más de trescientas sesenta comunicaciones entre estos dos agentes y el «Naval War Board».

Los insurrectos cubanos, por su parte, disponían de la información voluntaria, no pagada, de los mambises, lo que les proporcionaba una importante ventaja táctica y operacional; Máximo Gómez coordinaba todas las redes de inteligencia. Se crearon agencias y comités destinados a la vigilancia de costas, para controlar la llegada de hombres y armas, para impedir desembarcos enemigos y para entorpecer tanto el comercio como la correspondencia con el exterior; los cubanos disponían además de sistema de cifra en sus comunicaciones. La contrainteligencia avisaba de la presencia de posibles espías españoles, como se puede ver en el mensaje de José Ferreiro de la Junta de la Habana, que dice: “El nombre del individuo de quien ustedes deben desconfiar es José Ramón Zaldívar…. El hombre es terrible porque dicen que es simpático, atractivo en su trato. Es un hombre fornido, alto, buen porte y de bigote – dicen que es muy cobarde -. Me parece que debe darse la alerta a toda la inmigración”. Una sociedad, llamada de la Tranca evitaba, a trancazos, la llegada de españoles, empleando la fuerza extrema. El uso de estas estrategias asimétricas por parte de los insurrectos obligaba a los españoles, en ciertas ocasiones, al empleo de métodos parecidos, situación que aprovechó la propaganda de Estados Unidos, de manera interesada, para elevar a los insurrectos a la categoría de víctimas, siendo autores de crímenes que hoy serían calificados como terroristas.

Para comprender con más exactitud lo que sucedió en la guerra de Cuba, el autor pasa a explicar el estado de la Armada española en 1898. Ningún gobierno de los que se sucedieron quería la guerra y ninguno hizo tampoco preparativo alguno efectivo con vistas a esa posibilidad; la creación en 1895 del Estado Mayor de la Armada era demasiado reciente para que pudiera hacer frente a los acontecimientos. No obstante, hubo intentos, muchas veces infructuosos, de renovar la Armada comprando barcos o incorporando mercantes como buques auxiliares; también, a partir de 1897, fue constante la compra de munición y artillería. El estado del personal era angustioso, resultando casi imposible dotar a los barcos, sobre todo en lo referente a los mandos intermedios; barcos con una dotación teórica de quinientos hombres, llevaban doscientos tres («Pelayo») o incluso cincuenta y un hombres («Numancia»).

El autor desarrolla seguidamente el relato de las operaciones navales y vemos como el almirante Cervera, en carta al ministro de Marina, hace una exhaustiva (y desoladora) exposición del estado de la Armada, sobre todo en comparación con la americana. El cruce de cartas entre Cervera y el ministro es muy revelador, el almirante no cesa de anunciar el terrible desastre que fue la guerra; reclama constantemente un plan de campaña y unas instrucciones, que no llegaban. Al fin, llegaron las instrucciones, imposibles de seguir por su falta de precisión; Cervera comunicó que la Junta de Guerra era contraria a la salida hacia Puerto Rico, aunque finalmente acató la orden, “rechazando la responsabilidad de las consecuencias”.

Por su parte, Estados Unidos trataba de inutilizar la escuadra de Cervera, llegando el subsecretario de Marina, Roosevelt, a proponer el ataque a la escuadra de Cervera sin previa declaración de guerra.

La escuadra del almirante Montojo, en Filipinas había sufrido una terrible derrota y estaba prácticamente aniquilada. Para tratar de socorrer a esta escuadra, se envió la de Reserva, al mando del almirante Cámara, en un estado que no era ni mucho menos el óptimo, pero finalmente se ordenó su regreso a España por la posible llegada de barcos enemigos a las costas españolas. Esta llegada nunca se produjo; la decisión fue originada por el acertado empleo de la inteligencia naval por parte de los Estados Unidos, que disuadió al gobierno español, sin tener noticias ciertas, del envío de una escuadra de socorro. Además, tras el desastre, se dio todo por perdido, considerándose inútil cualquier auxilio.

En un último y muy interesante capítulo, el autor extrae de todo lo sucedido unas enseñanzas útiles para evitar en el futuro una situación parecida. Entre las causas del desastre señala, en primer lugar, la política naval poco clara, ya que, sin estrategia ni poder naval, el resultado fue inevitable. En segundo lugar, señala la reacción tardía de la clase política ante la amenaza de guerra, junto con las distorsiones en política naval causadas por el sistema de turnos (tres ministros de Marina en un año). Otra causa, la falta de liderazgo, se ocasionó en la desconexión entre ministerios, actuando cada uno por su cuenta, como en el caso de la compra por parte del ministerio de Ultramar de unos buques que no eran útiles para la Armada. Por otra parte, hay que considerar la falta de apoyo de la opinión pública española, que se desentendió del conflicto, así como el aislamiento internacional de España, que limitó mucho las labores del servicio de inteligencia.

En España, la valiosa información enviada desde Canadá por la red de inteligencia llegaba al ministerio de Marina desde el ministerio del Interior, sin elaborar, de modo que en muchos casos el tiempo de elaboración de los mensajes los vaciaba de valor, ya que era tarde para usarlos. Cervera no recibió a tiempo algunas órdenes que se le enviaron y otras, con frecuencia, simplemente no las recibió. Los Estados Unidos, sin embargo, centralizaron la información de los distintos agentes, sin elaborar, ni analizar, en el secretario de Marina, lo que era un riesgo importante. Lograron sin embargo una gran ventaja al cortar los cables de comunicación de la isla con el continente, salvo el que usaban ellos mismos, de modo que dominaban las comunicaciones.

Concluye el autor que ni uno solo de los principios de la guerra naval (Unidad de Mando, Concentración de Esfuerzo, Libertad de Acción, Economía de Fuerzas, Maniobra y Movilidad, Seguridad del Mando, Sorpresa, Flexibilidad y Elección del Objetivo) fue cumplido por España. Estados Unidos llevó siempre la iniciativa y da la impresión de que los españoles casi siempre actuaron a remolque y de manera improvisada.

Es muy destacable el último apartado del libro, la interesante bibliografía, que está dividida en seis partes y un anexo documental de libre disposición. El autor ha consultado fuentes primarias no publicadas, fuentes primarias publicadas y todo tipo de fuentes secundarias: biografías y cartas, libros y DVD, artículos, periódicos, revistas y publicaciones periódicas.

Se nos muestra en el libro un mundo en cambio, heroico a veces, con ejemplos de abnegación y cumplimiento del deber a todo trance, pero también nos asomamos a un mundo nuevo, maravilloso y lleno de aventura; vemos, por ejemplo, a los primeros agentes de inteligencia ir y venir con una iniciativa y una libertad de acción que resultan asombrosas, seguramente hoy no sería posible esa autonomía.

A pesar del sentimiento de pena que produce el relato de esos tristes acontecimientos y sus graves consecuencias, la lectura del libro resulta apasionante y muy amena.

 

Ángela Casas Santero

Licenciada en Filosofía y Letras. Sección Historia