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CEHISMI - Comisión española de historia militar

El conde duque de Olivares. La búsqueda de la privanza perfecta.

Manuel Rivero Rodríguez

En las primeras décadas del siglo XXI, cuando se cumplen cuatrocientos años de la actividad política en la corte de Felipe IV de don Gaspar de Guzmán y Pimentel Rivera y Velasco de Tovar, conde duque de Olivares, el acercamiento a su personalidad, su actuación política y su evolución como valido y valedor de la primera mitad del reinado del bisnieto de Carlos V siguen forjando, y no por casualidad ni por simple reiteración historiográfica, la publicación de actas de congresos, artículos y monografías como la que presenta Manuel Rivero Rodríguez. Catedrático de Historia Moderna en la Universidad Autónoma de Madrid, gran especialista en el gobierno y administración de los territorios italianos de la Monarquía (El Consejo de Italia y el gobierno de los dominios italianos de la monarquía hispánica durante el reinado de Felipe II, 1556-1598, Madrid, UAM, 1992; Felipe II y el gobierno de Italia, Madrid, Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V, 1998), ha firmado recientemente otras obras como La Monarquía de los Austrias. Historia del Imperio español (Madrid, Alianza ed., 2017) y La Edad de Oro de los virreyes: el virreinato en la Monarquía Hispánica durante los siglos XVI y XVII (Madrid, Akal, 2011), si bien los más seguidores de la historia militar de España le recordarán más por su libro La batalla de Lepanto: cruzada, guerra santa e identidad confesional (Madrid, Sílex, 2008). En esta ocasión, su pluma revisita un personaje al que varias monografías de John Elliott a lo largo de las últimas décadas del siglo XX y primeras de la actual centuria ––como Richelieu y Olivares (Barcelona, 1984), pero sobre todo El Conde-Duque de Olivares (Barcelona, Crítica, 1990) y El Conde-Duque de Olivares: el político en una época de decadencia (Barcelona, RBA, 2005)– parecían haber fijado todas, o casi todas, las aristas y perfiles de su persona y obra en el seno del gobierno de la Monarquía. Sin embargo, Rivero Rodríguez demuestra con este nuevo libro que aún es posible aquilatar los contornos del valido a la luz de los testimonios que sobre su comportamiento y actitudes se han ido forjando a lo largo de la historia.

Consciente de que Olivares es uno de los personajes que más han experimentado el juicio de la historia, en un proceso, por lo demás, que se le ha ido mostrando muy poco favorable con el paso del tiempo –pues su proyección como tirano en el siglo XVII fue evolucionando a la no mucho más propicia de hombre de Estado autoritario y desencadenante de la crisis de 1640–, Rivero, tal y como señala en su Introducción, se plantea esta obra como un intento de superar visiones anteriores (Marañón, Domínguez Ortiz, Parker, Elliott,) analizando al Olivares político a través de nuevos documentos e informaciones. Al reconocer su deuda con los historiadores precedentes, no pretende caer en el puro revisionismo, sino acercar al lector un planteamiento diferente sobre el valido, al que él mismo ha llegado de forma un tanto casual, cuando, reuniendo documentación sobre el Consejo de Italia en el siglo XVII, observó cómo los informes que Olivares enviaba a esta institución no parecían tener mucha relación con el supuesto autor del Gran Memorial, lo que abría nuevos interrogantes sobre su actuación política que convenía deslindar. En concreto, se refiere a un informe encargado al jurista siciliano Juan Bautista Lanario, que muestra el intento de construir un programa ético-político que debería guiar las acciones de los subordinados de Olivares, y a una intervención del valido ante el Consejo de Estado, el 27 de diciembre de 1622, en la que esgrime argumentos favorables a las demandas de los reinos y la necesidad de escuchar a sus naturales antes de tomar decisiones. Este Olivares que apuesta por devolver la iniciativa a los reinos y se muestra discordante con la imagen historiográfica más tradicional del valido es la apuesta de Rivero para iniciar su libro, que transcurre entre seis capítulos de homogénea extensión y un epílogo, trazando un perfil que, entre otras muchas cuestiones, interesará al lector más afin a los asuntos de la historia militar por cuanto se empeña en demostrar la relevancia de la guerra como auténtico guía y conductor de la acción política del valido a través de las dos largas décadas en las que desempeñó el gobierno de la Monarquía al lado de Felipe IV.

De una forma muy reseñable, el libro comienza situando la figura del conde duque en la mirilla óptica de los historiadores, desde sus contemporáneos a los actuales. En realidad, primero se atiende a la construcción del personaje por el propio personaje: un Olivares que encargó su propia biografía al conde de Roca con la idea de que trazase su semblanza como nuevo Moisés, plasmando el providencialismo que guiaba su actuación, inspirada por ideales morales y planteamientos éticos y religiosos rigoristas según los cuales la Monarquía, y no el Estado, era el objeto prioritario de su actuación. Roca y el historiador italiano Virgilio Malvezzi fueron los autores de los textos fundamentales en los que el conde duque quiso ser retratado como gran prócer de una Monarquía ante todo católica en la que su papel prioritario fue el actuar como «instrumento de la providencia divina para consumar el proyecto universal de la Casa de Austria» (pp. 22-23). La revisión historiográfica sigue una natural evolución cronológica a través de las siguientes centurias, partiendo de dicho siglo XVII para analizar el tratamiento de la figura de Olivares más allá de las obras que él mismo encargó, y avanzando por el juicio que la historia le deparó en los años de la guerra de Sucesión española, y la percepción de su figura en los siglos XIX y XX, siendo jalones excepcionales en esta revisión las obras de Cánovas del Castillo, Pérez de Guzmán, Hume, Marañón y, por supuesto, Elliott. Rivero se muestra crítico con la falta de rigor histórico que surge en algunos casos en relación con el análisis de don Gaspar de Guzmán, sobre todo en lo relativo al estudio del Gran Memorial y la diatriba sobre su verdadera autoría, asunto que bien conoce por haberlo investigado de forma expresa («El Gran Memorial de 1624. Dudas, problemas textuales y contextuales de un documento atribuido al conde duque de Olivares», Libros de la Corte, 4, 2012, pp. 48-71).

Se centra después el libro en el análisis del modelo de valimiento que se va pergeñando con el ascenso de Olivares dentro de un entorno cortesano que entiende, tras la muerte de Felipe III en 1621, que es el momento de poner fin a las malas praxis en materias de gobierno, lo que incluye precisamente la influencia de favoritos o protegidos en el entorno más próximo al rey. El valimiento es estudiado a través de la breve pero necesaria semblanza que se traza de don Gaspar de Guzmán, como hombre casi desconocido dentro del alcázar real que empieza a tejer sus redes de apoyo y fidelización tras la muerte de Baltasar de Zúñiga en octubre de 1622, con respecto al cual se especifican las diferencias fundamentales de planteamiento entre tío y sobrino respecto a la verdadera significación del valimiento. Rivero perfila con acierto a un Olivares que conoce muy bien el uso político que se puede hacer de la historia, pues «la narración de los hechos era muy importante para construir y justificar las decisiones políticas, las referencias históricas legitimaban las acciones y establecían consensos sobre la necesidad de actuar en un sentido u otro» (p. 106).

Es así como la obra avanza hacia el tercer capítulo, «Guerra y contribución de los reinos» (pp. 119-158), eje central que articula el resto del libro y en el que se especifican los perfiles más novedosos del personaje y aportaciones más relevantes como gran defensor del valor de la acción militar para justificar el mantenimiento y progreso de la Monarquía. Rivero contextualiza los inicios del valimiento de Olivares en los albores de la guerra de los Treinta Años, que obligan a la Monarquía a participar en el conflicto por las obligaciones inherentes al linaje, sobre todo teniendo en cuenta los acuerdos entre las dos ramas Habsburgo que acababa de firmarse en Oñate en 1617. Don Gaspar de Guzmán se muestra decidido a liderar la defensa de lo que él considera atañe sobre todo a la Casa de Austria, más que a España en sentido estricto, siguiendo una estrategia diseñada por Carlos V que, adaptada al contexto histórico de la segunda década del siglo XVII consistía en someter a los rebeldes holandeses, finalizar la guerra en Alemania, restaurar el catolicismo, mantener el status quo en Italia, contener a Francia y, como consecuencia, obligar al resto de monarquías europeas a aceptar la hegemonía de la propia Casa de Austria, tal como expone a las Cortes de Castilla en 1623 y a las de Aragón en 1626. A partir de este planteamiento previo, el guion que sigue la obra que reseñamos es el de ir pasando revista a todos los hechos que acaecen en Europa y resto de territorios de la Monarquía dispersos por el orbe durante la prevalencia del conde duque, estableciendo en cada uno de ellos cuál fue su posición y su actuación, las medidas que adoptó y las prioridades que orientaron su acción desde los más altos escalafones del gobierno. El Olivares que mantiene una negociación falsa con Inglaterra en virtud del posible matrimonio del heredero inglés, Carlos, con la hermana de Felipe IV, María, y que en realidad solo busca mantener a Jacobo I alejado del apoyo a los Países Bajos, aunque al final le cueste la declaración de guerra inglesa, se ve favorecido por los victoriosos acontecimientos de 1625 (socorro de Génova, recuperación de Bahía, rendición de Breda, defensa de Cádiz). El valido, ya conde de San Lúcar la Mayor, escala la cima del poder, lo que él unifica con la propia cima de la Monarquía, y pone especial interés en difundir rápidamente el valor de estos triunfos, que son el apoyo y sustento de su continuidad en la corte. La Jornada de los vasallos nació así para su mayor gloria, representándole como nuevo Alejandro Magno capaz de unir a todos los vasallos de la Monarquía para lograr los mayores frutos militares, contribución en una empresa común que habría de materializarse en la cooperación económica de todos y cada uno de los reinos para mantener la reputación de la Monarquía en todos los frentes. No se trata de centralizar a través de un plan de intervencionismo económico (Unión de Armas, 1625), sino de contribuir entre todos los reinos al esfuerzo de la guerra.

Y es aquí donde se nos revela el verdadero Olivares por el que Rivero apuesta en su obra: un estadista sin programa político ni económico previo para quien todas las prioridades se reducen a una y principal: la victoria militar: «El primer plano lo ocupaba la guerra y en el orden de prioridades del conde duque el resto de los asuntos se subordinaba a ese único fin, y ahí se encontraba el núcleo de su gran estrategia» (p. 150). En virtud de este ideal, para Olivares no es deseable empeñarse en políticas defensivas que solo consumen recursos y fuerzas: la Hacienda se mantiene venciendo al adversario, bien al obligarle a solicitar la paz o bien castigándole con la completa derrota. Y por ello, la mejor economía es la guerra. De hecho, cuando, en 1628 el reorganizado ejército imperial de Wallenstein hizo pensar en una menor contribución española al esfuerzo de guerra en Europa, con la consecuente disminución del gasto militar, Olivares se mostró renuente a aminorar las contribuciones: la presión financiera se haría insostenible al ampliarse los frentes de batalla tras el estallido de la guerra contra Francia por la sucesión de Mantua, obligando a la devaluación de la moneda de vellón, lo que a la postre supondrá una grave crisis económica de la que no será fácil recuperarse. Desde entonces, la economía de la Monarquía será una economía de guerra, en la que todas las capas sociales habrían de contribuir a sufragar los gastos militares, incluida la Iglesia, lo que le causó serios problemas al valido en sus relaciones con Roma. Y la misma exaltación de la guerra está, para Rivero, detrás del control del relato histórico que propugna el conde duque cuando ordena en 1629 al Consejo de Castilla que no otorgue licencia para imprimir libros de Historia sin aprobación del Consejo de Estado, pues casi tan relevante como el éxito en los campos de batalla era construir la adecuada narración de las glorias y victorias alcanzadas en ellos, en especial en el transcurso de la guerra de los Treinta Años. De entre todos los posibles, el relato providencialista que da sentido a los objetivos políticos y militares de la Monarquía, en el que los triunfos se obtienen como recompensa divina a la defensa de la confesión religiosa, es el privilegiado por el conde duque.

No deja de lado esta monografía al Olivares frente al espejo de sus reformas administrativas («Un modelo territorial desconcentrado», pp. 159-206), poniendo el acento en el control progresivo de los órganos polisinodiales de la Monarquía, en especial de los consejos, a los que el valido no considera tan dóciles como habrían de ser para conseguir sus propósitos políticos y, sobre todo, militares. La creación de juntas supone la aparición de una forma paralela de administración que, aun temporal y centrada en asuntos concretos, le permite mayor autonomía y control por cuanto sitúa al frente de ellas a consejeros afines a su criterio que Felipe IV ratifica sin discusión. Incluso en los relevos de virreyes de los diferentes territorios de la Monarquía ve Olivares una oportunidad para acrecentar su intervención en la administración del imperio, prefiriendo los mandatos largos de tiempos de Carlos V a los trienios fijados por Felipe II. Sus prerrogativas y preemiencias confluyen en 1627, cuando Rivera fija «la etapa de poder conquistado» del conde duque, es decir, el momento en que se borra por completo el legado de Zúñiga en cuanto a partidarios y criterios marcados y se define su imagen de Atlas que sostiene sobre sus hombros la pesada carga de la Monarquía Universal. Pero es un efímero símbolo: en 1628 aparece fechado el memorial del duque de Salinas a Felipe IV en el que se hace eco del descontento por la tiranía de Olivares cifrada en su negligente actuación en la guerra de Mantua –en la que hubo de pedir socorro al emperador para expulsar a franceses y venecianos de Casale–, la grave situación económica y la pérdida de la Flota de Indias tras el ataque de la armada holandesa comandada por Piet Hein en la bahía de Matanzas.

El tiempo de triunfo se contrapone en el relato de Rivero al hundimiento del conde duque, los dos últimos capítulos de su monografía sobre este personaje. Partiendo de la pluma de Alvise Mocenigo se trae a colación el retrato de Olivares ante el Senado veneciano como el hombre capaz de encontrar siempre los recursos fiscales necesarios para poner en marcha la maquinaria militar de la Monarquía y lograr el auge de las armas españolas, una política de doble filo que supeditaba la continuidad del propio imperio a las victorias en los campos de batalla. Por ello, cuando las dificultades militares se hagan patentes en el norte de Italia, quedará al descubierto la falta de perspectiva estratégica del conde duque (p. 220), lo que redunda en una ruptura de la confianza de Felipe IV en su valido. Sin embargo, a Olivares aún le queda un cartucho por quemar: la victoria –decisiva, a juicio de Rivero– del ejército español comandado por el cardenal infante don Fernando en Nördlingen (1634) es tabla de salvación para un ya discutido conde duque: «el tan esperado momento de triunfo, la victoria decisiva por la que Olivares lo había sacrificado todo, confiando en hallarse al final de una guerra que había consumido recursos, vidas y haciendas» (p. 223). Pero lo que realmente supone Nördlingen es la excusa final para la declaración de guerra de Francia, abriendo paso al cambio de paradigma en el sistema europeo, pues la guerra de los Treinta Años se convierte a partir de este momento, según el autor, en una guerra propiamente política, alejada de los motivos confesionales previos, consideración que da paso a una breve pero interesante reflexión de Rivero sobre el concepto y visión de la guerra en el siglo XVII (p. 239). Incluso en este nuevo conflicto contra Francia, cuyas principales operaciones militares se desgranan en las páginas siguientes de esta monografía, estima el autor que la supuesta «gran ofensiva» contra Francia no tenía otro fin que el de disuadir a la Corona gala de seguir ayudando a los enemigos de los Habsburgo, incidiendo en la falta de un planteamiento estratégico ofensivo previo y su sustitución por acciones limitadas, casi siempre en territorio fronterizo, con vistas a conseguir una rápida paz. Aun así, según Pellicer, el ejército y la armada de la Monarquía en 1639 eran todavía los más numerosos del mundo. De poco le servirían en la gestión de las rebeliones en Cataluña y Portugal a partir de 1640, en las que incide Rivero de forma perspicaz, dibujando a un Olivares que se muestra poco consciente de la gravedad de la situación en Cataluña, y que estima el problema en tanto en cuanto obstaculiza el buen resultado de sus planes militares, de forma que opta por reprimir a los sediciosos de forma contundente para poder centrarse cuanto antes en lo que realmente le preocupa: la guerra en Flandes y contra Francia. Respecto a Portugal, para la que sesenta años después de su incorporación a la Monarquía aún no se había solucionado el problema de su engarce institucional, Olivares desvía la atención de las instituciones, verdadera raíz del problema, y se centra en intentar atraerse a las elites, en especial a la nobleza, de la que espera su apoyo máximo en los diversos frentes de guerra peninsulares, provocando, al contrario, «la ruptura de los pocos mecanismos de comunicación institucional existentes entre Madrid y Lisboa [lo que] facilitaría la desconexión entre ambas cortes» (p. 269).

Empeñado el valido en impedir la libre circulación de la información relativa a los reveses castrenses que una y otra revuelta empezaban a provocar, seguro de mantener su estrategia anterior de priorizar los frentes europeos, a donde manda los mejores ejércitos, mientras en España de quedan los incompletos, inexpertos y mal coordinados, Rivero estima que la caída de Olivares tiene como causa final el fracaso militar de la propia Monarquía. La apuesta del conde duque había sido un todo o nada: solo la guerra podía encumbrarle, como le encumbró, y solo las victorias militares podían mantenerle, como le mantuvieron. Aunque su gobierno estuvo plagado de polémicas y diatribas, mientras fue consiguiendo sonoros triunfos en los campos de batalla (Fleurus, Breda, Bahía, Nördlingen o Fuenterrabía), aunque salpicados de alguna derrota, su poder se mantuvo incólume; cuando el signo de los acontecimientos cambió de forma radical a partir de 1640 y se sucedieron las revueltas interiores, y la consecuente falta de triunfos militares donde más acuciantes eran, en la propia Península, el final del conde duque era tan solo cuestión de tiempo. Rivera concluye en su Epílogo el perfil de la figura de Olivares como el tirano que dibuja Saavedra Fajardo en el manuscrito que refrenda el reformismo de los años veinte, cerrando de esta forma una obra que aporta un nutrido aparato crítico formado por documentación inédita y una bibliografía bien seleccionada como punto de partida para acceder a las ideas y pensamiento de un personaje clave de la Historia de España, que en este libro, de contenidos muy sugestivos, bien estructurado –aunque necesitado de una revisión ortotipográfica–, y profusamente ilustrado a lo largo de sus páginas y en un doble pliego central a color, revela al Olivares que, sin ser caudillo ni acudir a los campos de batalla al frente de ningún ejército, hace de lo militar el eje en torno al cual bascula todo su gobierno y estrategia política para la conservación y reputación de la Monarquía, y finalmente, de su propia pervivencia como valedor de Felipe IV.

Beatriz Alonso Acero

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