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CEHISMI - Comisión española de historia militar

Cifras cruentas. Las víctimas mortales de la violencia sociopolítica en la Segunda República (1931-1936).

Eduardo González Calleja

El libro consta de cinco capítulos, un colofón y un anexo con los actos letales de violencia desde el 14 de abril de 1931 al 17 de julio de 1936. El primer capítulo se adentra en la historiografía sobre la violencia política en la II República (17-43), y estoy de acuerdo en que derriba el mito de la violencia republicana como base legitimadora del franquismo, si bien resulta algo estéril, y a veces repetitivo, sobre todo la confrontación con autores que apenas aportan datos documentales fiables. Por otro lado, el Dictamen de la comisión sobre ilegitimidad aludido por el autor de 1939, necesita una mejor contestación, porque entre las diversas causas, además de la violencia –ciertamente hábilmente apelada a su favor-, se centra no tanto en todo el período republicano cuanto a partir de la elecciones de febrero de 1936, en que el gobierno no declaró el estado de guerra y por tanto no se sirviera de la ley del orden público de 17 de julio de 1933 para restablecer el orden, sino que durante los cinco meses del Frente Popular se mantuvo solo el estado de excepción, ampliamente usado en otros gobiernos, por lo que el determinismo de la guerra civil en el origen de la república por causa del déficit democrático y desorden público necesita más explicaciones, relacionadas con la legitimidad, siempre negadas por sus enemigos, antes incluso de que empezara la guerra civil. El segundo capítulo menudea sobre las características generales de la violencia letal (57-126). Llama la atención que considere la acción de la Guardia Civil entre abril de 1931 y enero de 1932 como oleadas represivas, porque el autor asume que las fuerzas de orden público en el ejercicio de su labor empleaban la violencia política. En este sentido echo en falta una reflexión sobre el papel de Azaña y sus reformas militares, toda vez que la Guardia Civil dependía de Gobernación, y sobre todo el papel de Ángel Galarza y los cuerpos de seguridad de Vanguardia y Asalto creados precisamente para que la Guardia Civil no provocara tantos muertos. Este es el objetivo, en parte, del tercer capítulo, dedicado a El gobierno provisional y el primer bienio (127-174), porque el autor la considera como “polémica actuación”, y se debe a “las órdenes emitidas por el director general de la Guardia Civil José Sanjurjo, que llamaban a dar una respuesta extremadamente enérgica a cualquier manifestación que fuese interpretada como menoscabo de la autoridad”, con 104 muertos como consecuencia, gentes de izquierdas, en general en el ámbito rural, sobre todo en Andalucía, evidentemente porque es el campo donde actuaba la Guardia Civil. Concluye sobre los responsables de las muertes y dice que “la primacía la ostentaron las distintas fuerzas de seguridad del Estado, que causaron más del 51% de las víctimas mortales del periodo y sufrieron el 9,5% de las muertes”. El capítulo cuarto analiza el Segundo Bienio (175-260). Aquí el autor observa un cambio importante, dejando de la lado los sucesos de octubre de 1934 en Asturias, las izquierdas provocaron 256 muertos y las derechas 54; ahora bien, insiste de nuevo en que “el gran perpetrador de violencia letal siguió siendo el Estado: los distintos cuerpos policiales y militares mataron a 249 personas”. Es de reseñar el apartado referente a la violencia en los procesos electorales de noviembre de 1933 y febrero de 1936, por los altos niveles de violencia, de hecho, para las de 1936 el autor recoge 72 víctimas mortales, 26 de las cuales causadas por las fuerzas de seguridad. El capítulo quinto se adentra en el período del Frente Popular (261-304). El autor participa en el debate sobre el orden público y la comparación de las cifras de la violencia mortal. Asegura que las fuentes de Calvo Sotelo al denunciar en las Cortes el clima de violencia política a partir de febrero de 1936 eran espontáneas, remitidas por simpatizantes y seguidores. Es importante hacer notar que el gobierno a mediados de mayo de 1936 para evitar tergiversaciones sobre la violencia estableciera una estricta censura previa, por lo que a la hora de conseguir datos, poco fiables, se sirve la metodología de acudir a la prensa. Según los datos del autor, hubo en realidad durante este periodo 384 muertos, y en cuanto a los responsables, afirma que “las estadísticas disponibles desmientes rotundamente el mito de la persecución y el martirologio derechista… las víctimas identificables de forma inequívoca con las derechas representa aproximadamente el 30% del total, las adscritas a partidos de centro el 0,7% y los vinculados a sindicatos y partidos de izquierda el 44,6 %”. El autor concluye que “el gran responsable de la violencia mortal fue el propio Estado”, porque el 30% de las víctimas la causaron las fuerzas de orden público. En este punto González Calleja corrige a Rafael Cruz (En el nombre del Pueblo) y dice que los policías y militares ocasionaron en el desempeño estricto de su labor (no como afiliados, militantes o simpatizantes de alguna formación política) casi el 30% de las muertes, que fueron especialmente numerosas en las intervenciones protagonizadas por la Guardia Civil en el ámbito rural: 54 muertos, es decir, el 16.6%. Mientras que los agentes muertos fueron el 11%.

Esta primera parte de análisis concluye con un colofón breve pero enjundioso, porque de una forma clara y sin tantas repeticiones y alusiones a trabajos ya publicados por el propio autor, González Calleja nos presenta su verdadero análisis de la violencia política, en el sentido del propio título del colofón: “la incidencia de la violencia sociopolítica en el naufragio de la república” (305-307). Para González Calleja es un mito la existencia de una violencia prerrevolucionaria organizada por la extrema izquierda para conquistar el poder, como del predominio de los usos paramilitares en la actuación contrarrevolucionaria de la extrema derecha. Para nuestro autor, el actor de la violencia fue la fuerza de Orden Público por su “inflexibilidad y el uso desproporcionado de la fuerza… El impacto psicológico acumulativo de los desórdenes públicos y la retórica conservadora sobre la anarquía, incapacidad, cautividad o complicidad gubernamentales, ampliamente aireada desde la prensa y la tribuna parlamentaria, activaron el proceso de cuestionamiento de la autoridad estatal y estimularon la búsqueda de soluciones autoritarias al presunto peligro revolucionario. Insiste el autor y concluye en que “la mayor parte de la violencia procedió de movilizaciones pacíficas que fueron desvirtuadas por la implicación de elementos externos, como los agentes provocadores o la intervención desmesurada de las fuerzas del orden. En suma, para el autor la causa de la Guerra Civil no fue la violencia sociopolítica, sino “que se conecta con la dinámica de enfrentamiento entre proyectos reaccionarios, reformistas y revolucionarios que estaba sufriendo España dese la primera guerra mundial y que alcanzó su momento de mayor intensidad conflictiva durante la dramática andadura de la democracia nacida el 14 de abril de 1931”. La segunda parte del libro es la Cronología de actos letales de violencia sociopolítica desde el 14 de abril de 1931 al 17 de julio de 1936, (309-424). El libro está enriquecido con cien cuadros y gráficos analíticos y bibliografía, así como índice onomástico y toponímico.

Sin entrar en el fondo de las conclusiones del autor, desde mi punto de vista, el gran problema de este libro está en la metodología usada. Quizá en vez de una introducción historiográfica tan larga y por otro lado ya publicada por el propio autor, hubiera venido muy bien un análisis heurístico a fondo. Por tanto, este libro ayuda a centrar el problema del origen de la guerra civil no desde la guerra civil, como si esta fuera causa indefectible de la República, sino desde la propia andadura de la República y la violencia sociopolítica.

Enrique García Hernán

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